“Tengo miedo torero”: Contraseña seductora para un sedicioso

Es una de esas novelas que sabes que va a darte “el librazo”, en la que uno se sumerge seducido por la prosa exaltada e intensa, y el lirismo alocado y certero.

La primera vez que leí Tengo miedo torero de Pedro Lemebel, no merecía su literatura, yo estaba en lo que se dice: la bobería, que, a ver, eso también hace falta en esta vida, bobear un poco y hacerse el loco para no volverse loco…

Estos tiempos que corren en mi país, entre divisiones de criterios sobre el presente y el futuro —¿?— y posiciones políticas, en pleno destape de una situación indeseable en la que no se sabe nada a ciencia cierta y se mueven tantos hilos de forma secreta, y se hacen tantos espectáculos denigrantes, cuando en verdad lo que la gente quiere es vivir tranquila y gozar como pueda, me sentí impulsado hacia esta novela y decidí hacer la relectura que tanto había pospuesto, quizás en busca de una luz, de un criterio, de una idea consoladora. No puedo decir que la encontré, pero sí puedo asegurar que terminé analizando muchos detalles de la realidad que a veces necesitan de la ficción para hallarse en el pensamiento. Creo que en este punto de mi vida ya puedo leer a Lemebel, alcanzar sus alturas y seguirle el vuelo.

La edición que tengo de la novela es un libro editado por Casa de Las Américas, ha sido prestada varias veces y ha vuelto a mí —qué rareza—, ya no huele ni a mi casa ni a mis manos, ni siquiera huele a mío, tiene una manchita de café en una página, un insecto muerto en otra y una marca de labial, y eso es también parte de la magia, porque Lemebel era así, de muchos, manoseado, pintado y lleno de sustancia.

En la sinopsis de esta edición dice: «Tengo miedo torero es un libro maldito y virtuoso, donde se cree tan justo eliminar al Dictador como tener junto al suyo, el cuerpo hermoso del amante», y es cierto, aunque en el contexto histórico en el que está basado, todo lo que desea su protagonista es en forma de disidencia: al moralismo social desde su distancia homosexual y travesti, y a la dictadura de Pinochet desde su apoyo a los grupos de socialistas, tendencia en la que tampoco cree. 

Es una de esas novelas que sabes que va a darte “el librazo”, en la que uno se sumerge seducido por la prosa exaltada e intensa, y el lirismo alocado y certero de este autor tan abanderado en el empoderamiento queer y humanista. 

Como habrás notado, el título carece de la coma del vocativo —lo normal fuera: Tengo miedo, torero— algo que Lemebel se salta todo lo que le da la gana en esta obra. Lo asumo como otra de sus formas de transgresión —acentuando lo trans. 

Háblame de la novela

Bueno, para empezar debo decir que ese primer párrafo de la novela es toda una prosa poética, desprende un latinoamericanismo brutal y abre esa llave por la cual arranca el chorro de juegos de palabras tan típicos de Lemebel, que escribió sin miedo, pero siempre sobresaltado, y para travestir al susto le puso poesía a su ritmo: 

«Como descorrer una gasa sobre el pasado, una cortina quemada flotando por la ventana abierta de aquella casa la primavera del ’86. Un año marcado a fuego de neumáticos humeando en las calles de Santiago comprimido por el patrullaje. Un Santiago que venía despertando al caceroleo y los relámpagos del apagón; por la cadena suelta al aire, a los cables, al chispazo eléctrico. Entonces la oscuridad completa, las luces de un camión blindado, el párate ahí mierda, los disparos y las carreras de terror, como castañuelas de metal que trizaban las noches de fieltro. Esas noches fúnebres, engalanadas de gritos, del incansable “Y va a caer”, y de tantos, tantos comunicados de último minuto, susurrados por el eco radial del “Diario de Cooperativa”.»

Lemebel no es un autor esnobista —ni de lejos—, con existencialismos afrancesados ni complejidades personales a la europea o a la norteamericana, muy al contrario, el lenguaje de Pedro es costumbrista, chancero, y pasa de la jerga marica-callejera a la crítica inteligente, del discurso prepotente y dictatorial al resentimiento, la frustración y las ilusiones del espía que obra en la clandestinidad y al de la esposa neurótica con trastorno histriónico-histérico de la personalidad, esas son las principales voces que se alzan en esta novela, que brilla por la trama y reluce por la forma en la que está narrada. Comparaciones felices y adjetivos coloquiales típicos de pueblos pequeños, que son tan ocurrentes, suenan tan inventados y son tan pegajosos y certeros que terminan perteneciendo al diccionario personal del lector afortunado que pase por estas páginas.

La novela está narrada por una voz omnisciente que suena mucho al autor, ya que tiene un estilo muy marcado, y a ratos esa voz se mezcla con la de La Loca del Frente, la de Lucía Hiriart, la primera dama esposa de Augusto Pinochet —que es retratada como una esnobista malcriada y un tanto superficial, con momentos de nobleza y otros de aguda crítica—, y hacen un coro desopilante y certero al que de vez en vez, casi al final ya, se une un Pinochet burlado y de caricatura —atrevimiento a tope, pero, ¡qué bien debe sentirse burlarse de quién se ha burlado de todo un pueblo y ha manchado la historia de un país, como Pinocho, digo, Pinochet!—, que en sus sueños se auto insulta y auto traiciona. Iconoclasta, el autor ensucia al presidente con deposiciones incontenidas por el miedo, y de pronto su esposa también se destapa como dictadora, en una especie de retrato de la frase: «tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le sujeta la pata». 

Tengo miedo torero es el verso de una canción que interpretaba Sara Montiel, es la balada de la serenata privada de ese amor imposible entre un mexicano rebelde y socialista clandestino y una travesti que es menos loca de lo que parece, en ese Chile entristecido por la dictadura militar. 

Como en El beso de la mujer araña —escrita en los setenta por el escritor argentino Manuel Puig— Lemebel une a la figura del homosexual con el luchador o afiliado político, en ese intento de cerrar un círculo humano que la política y la sociedad han mantenido separados en nombre de “todo lo bueno” que termina haciendo el mal. Este legado literario siguió desarrollándose en el continente con El lobo, el bosque y el hombre nuevo; cuento de Senel Paz en el que se basó el guion de la película cubana Fresa y chocolate, y con una tónica más cruda, de autobiografía —o autoficción— con Antes de que anochezca de Reinaldo Arenas. Obras que dieron igual salto exitoso al mundo del cine, siempre con elencos de lujo para ayudar a encumbrar aún más. 

En la novela se presentan también las características de nuestras sociedades latinas: tan patriarcales y machistas, y tan propensas siempre a las dictaduras y a las revueltas sociales, pues ya han pasado muchos años desde que esta historia vio la luz, y tal pareciera que ninguno de nuestros países haya aprendido nada de toda la miseria humana que hemos amasado en nombre de la política. Otro problema que sale a la luz es la homofobia, mal que ensucia a nuestros países todavía y que impide que personas de la comunidad LGTBQ+ se sumen a proyectos que también les atañen como seres sociales y que pertenecen a una comunidad fuerte que en estos tiempos ya ha alcanzado mayor y mejor visibilidad, y ha logrado espacios que antes eran negados. En aquel momento, la protagonista, sabiéndose parte de otro tipo de clandestinidad y disidencia a los cánones moralistas, le dice a su amor platónico lleno de utopías socialistas: «Si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame, ahí voy a estar yo en primera fila.»

Tiene película, sí.

Varios años después de la publicación del libro aparece este filme que tuvo que sobreponerse a años de espera, a falta de presupuestos y acuerdos ente Lemebel y el director Rodrigo Sepúlveda, y que vio la luz con actuaciones magníficas, especialmente la de Alfredo Castro como La Loca de el Frente, papel que quiso Lemebel que él interpretara y que hizo de forma magistral, como un insuperable homenaje póstumo al autor. Muy recomendada, la verdad. 

Sobre Pedro Lemebel 

Pudiera decirse mucho, pues tuvo una vida intensa como escritor, cronista, artista plástico y persona libre que retrató la realidad de su país y su continente, desde una perspectiva queer que supo abarcar la marginalidad y los ambientes elitistas.  
Escribió para varios diarios, programas radiales y revistas, dió conferencias en universidades importantes. 
Su marca es su estilo crítico, mordaz, recargado, kitsch, poético, militante y tragicómico.   
Fundó Las yeguas del apocalipsis  junto a Francisco Casas Silva hace treinta y cuatro años. El dúo efectuó una serie de intervenciones artístico-políticas de carácter efímero en distintas ciudades de Chile, entre los años 1988 y 1993. 
Muchas de sus obras han sido llevadas al teatro, al corto y al cine.  
Dejó títulos sugerentes y geniales como: La esquina es mi corazón: crónica urbana (1995); Loco afán: crónicas de sidario (1996); De perlas y cicatrices(1998);Zanjón de la Aguada(2003);Adiós mariquita linda(2004); Serenata cafiola (2008); Háblamede amores (2012); Poco hombre (2013); Mi amiga Gladys (Publicación póstuma, 2016), así como los libros de entrevistas No tengo amigos, tengo amoresLemebel oral, ambos publicados años después de su fallecimiento por cancer de laringe en 2015. 

Ésta, su única novela, y la forma de narrar de Lemebel me han marcado muchísimo, por eso he podido (re)devorar el libro en apenas una noche, hipnotizado por la prosa poética de vuelos y arrastres, nados y trotes, besos y golpes que tan bien supo hacer Pedrito, esa yegua apocalíptica y ángel eterno de la literatura en nuestra lengua.

Gracias por el librazo, dondequiera que estés. 

 

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