La Habana desconocida

Foto: Jorge Laserna

A su tan cantada y contada belleza, La Habana suma una particularidad conferida por el tiempo, que en contradictorio esfuerzo por individualizarla, le otorgó lo implacable del deterioro, pero también una virginal timidez ante el cambio. Cuando otras ciudades se transformaron violentamente, La Habana se mantuvo intacta, sumando siglos y después décadas de variaciones, que, en esa estratificación por sumatoria hacia el oeste, le confieren un valor didáctico que trasciende el testimonio y la convierten en una lección de historia.

Citar a Carpentier es mucho más que un homenaje o la referencia obligada para validar ideas. Pero el caso lo requiere, pues, más tolerante que barroco, descubrió las “Columnas de medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio; jónicos enanos, cariátides de cemento, tímidas ilustraciones o degeneraciones de un Viñola compulsado por cuanto maestro de obra contribuyera a extender la ciudad…”

Hay en La Habana una complejidad contradictoria que transmite un mensaje de variedad. Las homogeneidades valen para el centro tradicional. El Vedado y Miramar, gracias a sus tramas en las que se inventó la flexibilidad urbanística mucho antes de que se descubriera en Europa, admiten casi cualquier cosa y, por ello, esconden entre ocujes y almendros los guiños de la arquitectura ecléctica y de la modernidad.

Pero la arquitectura humilde del siglo XX, para muchos todavía menor, abundante y, por tanto, no excepcional, es tan diversa que resulta difícil clasificarla. Y en esa variedad está su interés, pues la expresión del conjunto no puede obviar en lo absoluto la arquitectónica, y esta no puede ser reducida a proporciones y volúmenes, sino que es necesario descubrir el más mínimo detalle, en el que, muy frecuentemente, reside el mayor encanto.

No se trata del regodeo del coleccionista ni de una actitud francamente posmoderna que trata de revalorizar hasta lo cursi. O quizás sí, pues se basa en una preocupación que parte precisamente de la comprensión de que el concepto de la identidad en la arquitectura cubana es sumamente amplio y que recoge, sobre todo, esa riqueza del eclecticismo, el art nouveau y el art decó.

Es decir, una arquitectura que no fue realmente auténtica en sus inicios, pues transmitió la insatisfacción de una clase con menos recursos, por lo que trató de aparentar lo que hacían los más poderosos. Fueron imitaciones, copias a veces ridículas. Son, sin embargo, ahora, la muestra de toda una época, de una cultura muy característica. Que ya no existe, pero debe ser recordada.

Esa a veces menospreciada fachada, y, con ella, el detalle, el ornamento o, en general, lo que conduzca a la comunicación de algo, es parte de esa trascendencia que había aprobado John Ruskin cuando escribió: “Más vale un trabajo grosero que narre una historia o recuerde un hecho, que una obra, por rica que sea, sin significación”.2 Por tanto, no es solo un problema de volumetría, ritmos, proporciones, sino, también, de fachadas, formas, ornamentos.

La minimización graciosa, muchas veces kitsch, tiene un valor como expresión de la identidad habanera. La frecuencia de esos detalles, la propia calidad formal —movimiento, discreción, armonía, gracia— y, sobre todo, la variedad extraordinaria, le confieren un valor suficientemente alto como para que sea, al menos, considerada. Y la población la reconoce con simpatía.

La Habana más frágil es la ciudad sin empaque, la que no tiene cornisas ni portales que seguir con los volúmenes, la de las casas del Vedado y Miramar que respetan alineaciones, pero son de un eclecticismo loco que importó castillitos, cortijos andaluces y cottages ingleses. Casas, a veces edificios, de ladrillos carcomidos y ornamentos a punto de caerse y que hacen sonreír por la ingenuidad de sus alardes. Columnas salomónicas de dos metros, cuadrifolios desproporcionados y ciegos, absurdos arcos rampantes…

Esa arquitectura, aparentemente al final de la lista, no tiene la elegancia del eclecticismo mayor ni la dignidad humilde del vernáculo. Si se perdiera se destruiría una de las múltiples virtudes de La Habana: la capacidad de hacer sonreír.

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