El primer día de enero

Parecía que el mundo se acababa y no pasó nada, salvo unos pequeños saqueos y quema de máquinas de juegos, como las del Hotel Plaza. Todo era alegría y normalidad.

Grupo de personas disparando-desde-el-costado-del-cine-Mazanares al-edificio-de-Carlos-III-e-infanta, el 1ero de enero de 1959. Foto: Ernesto Fernández.

Increíble, me enteré de la caída del Gobierno de Fulgencio Batista por una llamada de la revista Carteles. Lo interesante es que tomé un ómnibus y nadie sabía nada. Ya cuando me bajé empezaba la efervescencia en el barrio. El 1ro. de enero llegué a la revista, como digo yo, de un salto. La noche anterior, víspera de año nuevo, lo único que hice con mi madre fue comerme un pedazo de carne de puerco, tomar una copa de sidra y acostarme sin esperar ni las doce de la noche.

Primero de enero de 1959. Escalinata de la Universidad de La Habana. Foto: Ernesto Fernández.

En la puerta de Carteles me encontré con Guillermo Cabrera Infante y con una prostituta del barrio La Victoria que estaba parada cerca del carro del escritor. Él me dijo: “¡Monta, vamos a tomar fotos de todo!” Era un convertible europeo cuadradito, lo había adquirido recientemente. Esta muchacha, que estaba allí mirándolo todo y que me conocía, así sin ton ni son, cuando vio que me monté en el guardafangos delantero izquierdo vino corriendo, saltó y se montó en el derecho.

Primero de enero de 1959, Paseo del Prado, La Habana. Foto: Ernesto Fernández

Guillermo la miró y yo pensé: la baja. Pero no. Sonrió y echó el carro a caminar por la ciudad buscando cuanto tiroteo en el cual pudiéramos hacer fotos. La muchacha me conocía muy bien, vamos a decir que estas jóvenes eran como mi familia. Cuando empecé en la revista, lo hice con doce años. Llegaba a las 7 de la mañana, iba a almorzar a mi casa a las 12 y a las 2 tenía que estar de nuevo cortando el texto de las galeras, hasta las 5 de la tarde, al lado de la directora de Vanidades, Josefina Moquera, increíble mujer.

Al principio cumplía religiosamente con todo lo que Josefina me decía; pero como lo que me daba por la enseñanza era el dinero para los ómnibus, pues el dinero del estudio iba directo para el profe y de ahí no se podía tocar un centavo, ¿qué hice?, pues dejé de ir a almorzar. Con el dinero del ómnibus podía tomar algunos refrescos y, además, hacerles algunos favores a  las “vecinitas” de Carteles. Ellas siempre estaban pidiéndome que les alcanzara algunas cosas del bar Pastora, que estaba frente a la puerta de ellas, o unos estupendos bisteces que hacía Luis, el del cuchitril que estaba frente a la entrada de la publicación, por la calle Peñalver.

Como comprenderán, con doce años, sin almorzar y viendo a estas bellas muchachas semidesnudas, llegué a pesar cerca de sesenta libras. A Dios gracias, que ante mí eran algo recatadas, pero como Dios es sabio, la imaginación lo ponía todo. Pues esta graciosa joven que nos acompañaba era una de las que me vio crecer. Había llegado con 16 al barrio cuando yo tenía doce. En ese momento, yo acababa de cumplir 19 y ella 21. La cosa pintaba como película romántica: sexo, amor y sangre. Además, hacía unos tres o cuatro años que se había dado una historia entre ella y yo.  No hubo daño grande porque, como digo siempre, y lo repetiré, cada vez que la cosa se me ponía mala, Dios estaba ahí y me salvaba. Ya se verá en el futuro cuantas veces se me aparece.

Lo curioso es que en aquella historia intervino el escritor Inglés Graham Greene, autor de El poder y la gloria, Nuestro hombre en La Habana y El hombre quieto, entre otras.

Hace años, y mucho después de esto que cuento, me llama el poeta Pablo Armando Fernández, muy buen amigo de la familia, a quien conocí en uno de sus viajes a Cuba, en 1957, pues en esa época vivía en Nueva York. Había ido con un grupo de intelectuales jóvenes a Carteles y allí me lo presentaron Guillermo y Rine Leal. Pues, como contaba, Pablo me dice que hay un inglés que está escribiendo una nueva biografía de Graham Greene y que en la Biblioteca de Washington le habían entregado una serie de manuscritos y que algunos se referían a mí, que él quería cotejar la información conmigo.

El escritor Pablo Armando Fernández. Foto: Ernesto Fernández.

El inglés estuvo en mi casa con los documentos. En ellos Graham escribía que yo era chulo en un barrio de prostitutas en La Habana y que hasta películas pornográficas dirigía. Sin embargo, escribía también que años después me había visto o se había enterado que me había convertido en un fotógrafo serio, que estaba casado y tenía hijos. ¿Qué habrá entendido de mi hispano-inglés respecto a todo lo que le dije sobre el barrio de la Victoria, para que llegara a escribir eso?

Seguramente tuvo que ver con un cuento que le hice a Pablo Armando en presencia de Graham: una vez un amigo me dio un proyector de cine de 16mm para que se lo arreglara. Subí el aparato a la revista y lo único que tenía era el bombillo fundido. Lo cambié y lo puse en el cuarto de impresión para ver si funcionaba. También me había entregado dos rollos para que los probara. El primero trataba sobre el cumpleaños de un niño. Pero cuando proyecto el segundo veo que la trama trata sobre el encuentro de una pareja en un parque.

En esa cinta el hombre saluda a la mujer, se sientan. Él la besa y después se ven entrando en un cuarto. Las siguientes escenas pasan a ser una película pornográfica por toda ley.  La cosa estaba en que el personaje masculino, ese actor, era el dueño de una de las casas de Pajarito, en el archiconocido Barrio de La Victoria.
Y bueno, otro día le cuento a esta muchacha que nos acompaña en la máquina de Guillermo lo del proyector y la película y me dijo que la llevara para verla. Así hice. 

El escritor Graham Greene acompañado del escritor cubano Lisandro Otero.

 

Subimos a un a un cuarto y proyecté la película. Era un pedazo, muy corto. No sé que tiempo duraba, pero cuando acabó ya había más de seis mujeres metidas viendo el espectáculo. Recogí y me fui. Al otro día, cuando llegué de nuevo, no se dé donde habían salido tantas mujeres. Me asusté, proyecté, (por última vez), recogí y me escondí par de días no sin antes devolver el proyector y la película.  

Este cuento se lo hice a Pablo Armando, y Graham Green estaba al lado. Pablo le traducía algunas cosas y parece que le gustó el cuento, porque no se fue y no sé qué habrá entendido para que lo escribiera distinto en un papel.
Pues, bueno, esta bella y graciosa muchacha de la cual conocen parte de la historia, cuando se montó en el carro lo hizo con un machete en la mano. Fungía casi como mi guardaespaldas. Fuimos como a tres lugares donde se produjeron balaceras. Siempre veías a la gente disparar hacia arriba.

Adondequiera que llegábamos, plomo. Al pobre edificio de Carlos III e Infanta no sé cuántos huecos le abrieron. Veinte años después se cayó parte del frente. Así está ahora. Hay veces que me imagino que puede haber sido el fuego al que fue sometido. En Radio Caribe, en Prado, una emisora parecida a Radio Reloj, que solo daba noticias y la hora cada minuto, y que sus estudios daban a la calle, y se podía ver a los locutores, dijeron que una perseguidora de la policía estaba disparando por toda la ciudad y la iba a atacar.

Los tiradores del 5to piso. Foto: Ernesto Fernández.

Parecía que el mundo se acababa pero no pasó nada, salvo unos pequeños saqueos y quema de máquinas de juegos, como las del Hotel Plaza. Todo era alegría y normalidad. Por último cuento lo siguiente en honor a nuestra heroica compañera del machete: La Manzana de Gómez tenía toda su esquina de Neptuno y Zulueta rodeada de una muchedumbre de tiradores. Había que ver las armas: pistolas, pequeños fusiles, revólveres, escopetas de pellets, etc. Muchos disparaban desde detrás de los árboles del Parque Central.

Estábamos cansados de tratar de tomar fotos y de correr tanto y le dije a un grupo de personas que había allí: “Si hay gente allá arriba vamos a buscarlos.” Algunos dijeron que sí, pero cuando íbamos a subir alguien me agarra por la camisa y dice: “¡No!” Por suerte cuando me viré no tuve que decir nada, la graciosa niña que venía con nosotros le había levantado el machete y “¡Déjalo!”, dijo. Con el machetazo que le lanzó le hubiese arrancado el brazo si no sale corriendo.  Subimos todos, piso por piso hasta el 5to y lo único que dije fue: “No se asomen por la ventana”. Por supuesto, no había nadie dentro. Eso sí, les hice la foto del recuerdo, pues se las merecían, salvaron al edificio de tener muchos más huecos.

Había triunfado la Revolución. Ahora estábamos esperando la llegada de la caravana de la libertad, que venía de Oriente.

Foto: Ernesto Fernández.

 

 

Salir de la versión móvil