Mi Casablanca

Después de años sin ir, regreso a un pueblo que ha perdido muchos de los lugares que recuerdo de mi niñez y mi adolescencia.

La bandera cubana ondeando en el techo de la añosa y maltrecha lanchita que cien veces al día hace el trayecto entre La Habana, Casablanca y Regla. Foto: Alejandro Ernesto.

La bandera cubana ondeando en el techo de la añosa y maltrecha lanchita que cien veces al día hace el trayecto entre La Habana, Casablanca y Regla. Foto: Alejandro Ernesto.

Se llama Casablanca, pero aquí no vive ningún presidente. Es Casablanca, pero aquí nunca se ha dicho aquello de “tócala de nuevo, Sam”. Es Casablanca, está en La Habana y es posiblemente el lugar que más veces visité en mi infancia y mi adolescencia.

Varios hombres reparan una lancha en Casablanca, a pocos días de que comience la corrida del pargo. Foto: Alejandro Ernesto.

Casablanca es un pueblo de pescadores, gente humilde, con sus astilleros, una maltrecha base náutica y poco más. Las joyas de su corona son el pintoresco tren eléctrico que viaja hasta el poblado de Hershey, herencia de tiempos de bonanzas chocolateras y el Cristo de La Habana, esculpido por Jilma Madera y que se alza en una colina desde la que se divisa la bahía y La Habana toda.

Un pesacador repara el motor de su lancha en la base de pesca deportiva de Casablanca. Foto: Alejandro Ernesto.

Después de años sin ir, regreso a una Casablanca castigada, aplastada por el intenso sol de la tarde. Una Casablanca que ha perdido en la boca de la destrucción muchos de los lugares que recuerdo.

Una antigua edificación colonial reconvertida en viviendas para decenas de personas. Foto: Alejandro Ernesto.

Casablanca era el paseo dominical con mi madre. La aventura de la travesía en lancha hasta el otro lado de la bahía. El olor a mar —a mar sucio y empetrolado, pero mar al fin y al cabo. Y al final, el pequeño parque de diversiones en el que pasaba horas jugando en los viejos aparatos, respirando la brisa marina que tanto bien hacía a mi persistente asma.

Un vendedor de pan recorre la calle principal de Casablanca. Foto: Alejandro Ernesto.

En Casablanca vivió muchos años mi tío Payo, el capitán Estrada, el marino de la familia que, curiosamente, nunca aprendió a nadar.

La esquina del policlínico de Casablanca, ruta obligada para casa del amigo Eliecer o de mi tío el marino. Foto: Alejandro Ernesto.

En mi adolescencia, mi padre y su cúmbila Eliecer, que en paz descansen —aunque, conociéndolos, lo dudo—, solían carenar en “La Chusmita” del poblado. Y yo con ellos. Aquel era un lugar en el que se reunían a beber cerveza de pipa los hombres más humildes, trabajadores del puerto y los astilleros, negros en su mayoría, gente buena y noble que acogía al par de periodistas y a un muy joven servidor como si fueran familia. Con ellos jugué cubilete durante horas bebiendo cerveza caliente en vasos de cartón encerado.

Dos adolescentes pescan en una lancha en Casablanca. Foto: Alejandro Ernesto.

De Casablanca recuerdo al negro Chacón, alias El Taíno Tatuado, que andaba hace mucho en la lanchita, de un lado a otro de la bahía, tocando una tumbadora y dándose los manotazos más sonoros del mundo en su cabeza calva y tatuada. Fue de las primeras personas que retraté al inicio de mi carrera, fotos que solo Dios sabe adonde fueron a dar.

Cruzar la bahía en lancha al amanecer es una experiencia grata. Foto: Alejandro Ernesto.

La lanchita fue siempre uno de los grandes atractivos de Casablanca. Antes de que se pusiera de moda secuestrarla rumbo a Miami, se podía viajar en la proa y en la popa o simplemente colgando en la parte exterior, disfrutando de las vistas de la bahía de La Habana y sintiendo el aire y el salitre en la cara. Este viaje marino a Casablanca era algo que me encantaba hacer con mis amigos cuando estudiábamos —más bien cuando no, cuando faltábamos a clases— en la secundaria.

Después de los secuestros e intentos de secuestro ocurridos a principios de siglo, la lanchita viaja siempre custodiada por un miembro de la PNR. Foto: Alejandro Ernesto.
En Casablanca hay muy pocos edificios. La mayoría de las edificaciones son casas humildes y pequeñas. Foto: Alejandro Ernesto.

Vuelvo a Casablanca después de muchos años. De lo que recuerdo queda poco en ella. Ya no existe “La Chusmita” y el pequeño parque donde jugaba de niño permanece cerrado; los aparatos están rotos y carcomidos por el salitre. La mayoría de las casas van camino al derrumbe o ya llegaron a la destrucción total.

El parque de mi infancia, cerrado quien sabe por qué. La bandera cubana ondeando en el techo de la añosa y maltrecha lanchita que cien veces al día hace el trayecto entre La Habana, Casablanca y Regla. Foto: Alejandro Ernesto.

Pregunto en una esquina por la morada de mi viejo amigo el Gran Mago Picadillo —aunque aquí lo conocen por otro nombre. El Guayabo, otro casablanquero de toda la vida, me indica cómo llegar, bromeamos, le hago una foto y sigo solo para encontrar cerrada la casa del mago. Hay otras gentes en la casa de mi tío el marino, que también falleció hace años y supongo que descubra lo mismo si llego a la del flaco Eliecer. Ya no hay estibadores bebiendo cerveza de pipa, ni niños en los columpios con vista a la bahía.

El Guayabo, un casablanqueño de pies a cabeza. Foto: Alejandro Ernesto.
Esta casona colonial, tal vez la edificación más linda de Casablanca, hoy se encuentra abandonada y destruida. Foto: Alejandro Ernesto.
Antigua, colorida y desangelada casita casablanqueña. Foto: Alejandro Ernesto.

Apenas unos pocos turistas se aventuran por sus calles 100 % seguras en busca de una escalera que los lleve a visitar la estatua de Jesús que corona el poblado. Ya esa es otra Casablanca; la mía, la que llevaré conmigo en la memoria, es la de abajo, la de la gente, los afectos y la brisa de mar.

Varias personas esperan la lancha para atravesar la bahía rumbo al Muelle de Luz, en La Habana. Foto: Alejandro Ernesto.
La lanchita que atraviesa la bahía viaja rumbo a La Habana. La bandera cubana ondeando en el techo de la añosa y maltrecha lanchita que cien veces al día hace el trayecto entre La Habana, Casablanca y Regla. Foto: Alejandro Ernesto.

 

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