La eterna cuarentena de Manila, inútil frente a la COVID-19

Filipinas sigue siendo el principal foco de COVID-19 en el sudeste asiático. En Manila se concentran más de la mitad de los casos, mientras la gente intenta sobrevivir como puede.

Manila cumple este martes seis meses en cuarentena por la pandemia de COVID-19. Se trata de uno de los encierros más largos del mundo, que no ha servido para frenar el aumento de los casos, pero sí ha generado una abrupta caída de la economía y un aumento brutal de la pobreza.

La capital de Filipinas fue cerrada a cal y canto el pasado 15 de marzo. Nadie salía, nadie entraba, cosa que se mantiene salvo en casos excepcionales. Se estableció un riguroso toque de queda controlado por la policía y el ejército. La gente cerró sus barrios (barangays) como pudo: usaron vallas, palos, muebles y vehículos en desuso. Todo servía para bloquear los accesos, que eran custodiados las 24 horas por ciudadanos que impedían la entrada a los extraños y la salida a sus vecinos.

La súper poblada, caótica y bulliciosa Manila, con sus más de 13 000 000 de habitantes, quedó convertida en una ciudad fantasma, muerta, en la que solo permanecieron abiertos mercados y farmacias.

Millones de personas perdieron sus empleos. La mayoría de ellas, trabajadores informales que vivían literalmente al día y que se vieron sin nada de la noche a la mañana. Muchos perdieron lo poco que tenían y se fueron a vivir a las calles de la ciudad, bajo los puentes, en alguna esquina, donde pudieran.

Solo en el primer mes, en lo más estricto de la cuarentena, unos 5 000 000 de personas quedaron desempleadas en el país, un tercio de ellas en Manila.

El gobierno ha buscado reactivar una economía que ha entrado por primera vez en recesión en 30 años y ha ido relajando poco a poco el duro cierre. Desde hace un mes, Manila vive un confinamiento más relajado, en el que se ha reducido el toque de queda nocturno y se han ido abriendo distintos sectores de la economía, aunque el país permanece cerrado al turismo, una de sus principales fuentes de ingresos.

Muchos negocios no han podido aguantar la dureza de los primeros meses y han tenido que cerrar; otros se mantienen con la variante del teletrabajo y el resto funciona, pero no a plena capacidad. El resultado siguen siendo millones de desempleados, gente que no tiene cómo subsistir.

A pesar de esta tímida apertura económica, las calles siguen llenas de mendigos. No hay cifras, pero basta recorrerlas día tras día para ver cómo aparecen nuevos e improvisados “hogares”; cómo, donde ayer malvivían pocas personas, hoy hay una familia numerosa y mañana probablemente sean más.

Desde que llegué a esta ciudad, me impactaron sus niveles de pobreza, de miseria. Todo eso se ha agravado en estos días y duele recorrer Manila.

Las rigurosas medidas de confinamiento, que incluyen la ley seca en algunos barrios, la prohibición de salir a la calle a menores de 21 años y mayores de 60, y el uso obligatorio de mascarillas y pantallas (que los filipinos usan muy a su manera) solo pueden ser acatadas por las clases medias y altas. A los pobres, a los que no tienen casa ni comida, poco les importan esas restricciones. Su prioridad es buscar qué comer, con qué alimentar a sus hijos.

A pesar de este semestre de confinamiento, terrible en sus primeros tres meses, Filipinas sigue siendo el principal foco de COVID-19 en el sudeste asiático. En Manila se concentran más de la mitad de los casos, mientras la gente intenta sobrevivir como puede, tratando siempre, a pesar de las dificultades, de sonreírle a la vida.

Salir de la versión móvil