Bosques en llamas: convivir con la catástrofe

Estamos tan acostumbrados a convivir con el desastre que nos resulta ajeno, siempre y cuando suceda lejos de nuestros contextos y entornos. 

Foto: Kaloian Santos.

En el marco del día mundial del medioambiente, acabamos de conocer que la práctica de la minería ilegal fue la causante del mayor incendio forestal registrado en la historia del Parque Alejandro de Humboldt, en Cuba, en abril pasado. El fuego ardió por varios días a lo largo y ancho de 1.896 hectáreas, de las más de 70 mil que abarca el Parque, considerado Patrimonio Común de la Humanidad desde 2001. El Alejandro de Humboldt forma parte del grupo montañoso Nipe-Sagua-Baracoa y es el centro más importante del Sistema Nacional de Áreas Protegidas de Cuba.

Hoy, a 7 mil km del Humboldt por donde he tenido la oportunidad de desandar en par de oportunidades, recorro el que fue un majestuoso bosque antes de ser arrasado durante semanas por el fuego. No importa el país. Todos los bosques son un mismo país.

Es dantesco y sobrecogedor el panorama que veo, protagonizado por las cenizas, el humo, el polvo, los árboles hechos carbón, las piedras negras, esqueletos de animales que no pudieron huir… y así, una tierra arrasada, donde apenas sobró cualquier vestigio de vida.

Es espeluznante pensar que, en condiciones halagüeñas, la recuperación de gran parte de las propiedades del suelo afectado del Humbolt puede tardar entre uno y cinco años. Aunque, quizás, dolorosamente, podría pasar más de un siglo para que renazca esta tierra, donde el fuego ha arrasado con todo en menos de una semana. O, en el peor de los panoramas, se ha terminado por completo la materia orgánica del suelo y la restauración de la vegetación puede no volver a producirse nunca más.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (ONUAA) más conocida como FAO los bosques abarcan casi un tercio de la superficie total del planeta. Esta institución ha estipulado que “el área total de bosques en el mundo es de 4.060 millones de hectáreas, que corresponde al 31 % de la superficie total de la tierra. Esta área es equivalente a 0,52 hectáreas por persona, aunque los bosques no están distribuidos de manera equitativa por población mundial o situación geográfica. Las zonas tropicales poseen la mayor proporción de los bosques del mundo (45 %); el resto está localizado en las regiones boreales, templadas y subtropicales”.

La FAO también da cuenta que en los últimos 30 años se han perdido en el mundo 178 millones de hectáreas de bosque, una superficie igual o mayor a la dimensión de 178 países, de los 194 reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Esa pérdida detiene las alarmas en muchos sentidos. Entre los más importantes aspectos están la cada vez menor capacidad de los bosques de absorber el dióxido de carbono o CO2, uno de los principales gases causantes del cambio climático.

 

La capacidad de los bosques tropicales de retirar de la atmósfera el dióxido de carbono (CO2) generado por los humanos se está acabando. Un estudio con cientos de miles de árboles de las selvas amazónicas y centroamericanas muestra que la cantidad del gas que retienen sus troncos, ramas y hojas en forma de carbono orgánico es cada vez menor. No se trata de que haya menos ejemplares por la deforestación, que también, sino que los que quedan crecen más deprisa y más grandes gracias a que hay más CO2, pero también están más expuestos al aumento de la temperatura y la sequía, muriendo antes”, refiere un reportaje publicado en marzo de 2020, en el diario El País.

El diario español, que entrevista a varios expertos en la materia, como la investigadora Aida Cuní, de la Universidad de York, y al ecólogo forestal Roel Briene, de la Universidad de Leeds, entre otros especialistas, revela que en “términos absolutos, en los años 90, las selvas tropicales aún intactas retiraron de la atmósfera unos 46.000 millones de toneladas de CO2, que se redujeron hasta apenas 25.000 millones en la década pasada. La diferencia equivale a una década de emisiones de los combustibles fósiles de Reino Unido, Alemania, Francia y Canadá juntas. En total, estos antiguos bosques recogieron el 17% de las emisiones antropogénicas de dióxido de carbono en los 90 y ahora apenas llegan al 6%”.

Otra preocupación con los incendios forestales es la emisión de aerosoles atmosféricos (partículas sólidas y líquidas suspendidas en el aire) que provocan contaminación sobre los ecosistemas y afectan la salud humana.

A inicios del 2021, un grupo de investigadores israelíes hicieron públicos datos de una investigación satelital realizada durante los incendios sucedidos en Australia entre 2019 y 2020, donde queda demostrada la gravedad de la emisión de aerosoles atmosféricos. Según el estudio, publicado en Science prestigiosa revista científica y medio de publicación oficial de la American Association for the Advancement of Science, durante esos siniestros “se esparcieron tal cantidad de partículas de humo por la estratosfera que cubrieron el hemisferio sur durante meses y generaron niveles récord de aerosoles atmosféricos”.

Si los bosques son los pulmones del planeta, la tierra es su piel. La pérdida de suelo por erosión tras los incendios forestales es de las más peligrosas de las consecuencias de este fenómeno. Las cenizas son arrastradas por las lluvias, se compactan y sellan la tierra. Esto impide el drenaje y la penetración del agua en el suelo.

Aunque son varias las causas de muerte y desaparición de los bosques como la deforestación—, la principal son los incendios forestales. Las quemas, provocadas por fenómenos naturales y la actividad humana negligente accidental o intencional son casi un daño irreversible y ambiental. Cada año se incrementan esos siniestros.

A grandes rasgos, estas son solo algunas de las consecuencias de un incendio forestal. Nos es tan cotidiano el “acabose” medioambiental, que ya somos inmunes al espanto. Nos hemos acostumbrado a convivir con el desastre y nos resulta ajeno siempre y cuando suceda lejos de nuestros contextos y entornos. 

Triste y dura realidad que nos acecha, así como el fuego.

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