El viaje sin fin

Fuimos muy felices en esos viajes por Cuba, descubriendo nuestra propia casa y a nuestra propia gente.

En la loma del león, en la Sierra Maestra.

Entre los grupos de Whatsapp de los que formo parte, uno de los más activos no tiene nombre sino banderitas. Todas las personas que habitamos en esa especie de barrio virtual somos cubanas y cubanos que hoy estamos esparcidos por España, Brasil, Estados Unidos, Argentina y Cuba.

Somos amigas y amigos que durante un período de nuestras vidas —hace casi veinte años— compartimos varios viajes por nuestro país. Esa experiencia colectiva nos hermanó y, de cierta forma, nos ancló a nuestra tierra. Incluso creo que a esos viajes les debemos algo de lo que somos y hasta cómo nos definimos frente a nuestras respectivas y diferentes realidades.

Una de las divertidas noches, pernoctando en algún lugar desconocido.

En lo particular conté en muchas ocasiones cómo viajar de mochilero por Cuba —sobre todo por parajes rurales— torció mi historia personal y, con ella, la visión sobre mi país y mis compatriotas.

Una de las calles no turísticas de Trinidad.

Incluso, que esos periplos que hice intermitentemente a lo largo de casi una década, durante mi época de estudiante universitario (en ese tiempo rodé por dos carreras, tres universidades y tres provincias), los considero el kilómetro cero de mi relación intensa con la fotografía y el puntapié de mi profesión: el fotoperiodismo.

El monumento a José Martí en el Pico Turquino, en la Sierra Maestra, el punto más alto de Cuba.

No nos hacía falta casi nada para que surgieran esos viajes. Éramos un grupo que compartía la obsesión de salir a explorar nuevos destinos. Así, por ejemplo, nunca fue un freno el poco avituallamiento con que contamos para lanzarnos al camino. Las escaseces casi siempre fueron una norma y, hasta podría aseverar, nunca nos afectó.

De esa manera organizábamos aventuras cortas y largas. Las primeras las proyectábamos hacia lugares cercanos a nuestra ciudad de Holguín, donde residíamos. O a puntos de provincias vecinas como Granma y Santiago de Cuba.

La ciudad de Santiago de Cuba enfocada desde un barco cuando navegamos por su bahía.

Casi siempre, mientras transcurría el curso lectivo, los viajes los hacíamos los fines de semana. El destino surgía en cualquier oportunidad. Coincidíamos casi a diario por los pasillos, las plazas o aulas de la Universidad de Holguín, donde cursábamos diferentes carreras.

Los viajes de mayor alcance se cocinaban con más tiempo y próximos a las vacaciones de julio y agosto. Ahí apuntábamos como meta principal escalar la cumbre de alguna montaña o recorrer sitios casi inhóspitos que solo conocíamos por libros de geografía o programas televisivos como Entorno, que conducía el destacado naturalista cubano Jorge Ramón Cuevas.  

Río subterráneo de los mogotes del Valle de Viñales, en Pinar del Río.

En el trayecto hacíamos escala en pueblos, asentamientos rurales, lugares históricos o de interés natural. Así recorrimos toda la Isla. Conquistamos sus principales cumbres montañosas y recorrimos lugares únicos, como la península de Guanahacabibes, reserva de la biosfera localizada en el extremo más occidental de Cuba o, en el oriente, navegamos durante varios días por el río Toa, el más caudaloso del país, hasta desembarcar cerca de Baracoa, la primera villa fundada en Cuba. 

Faro Roncali, situado en la Península de Guanahacabibes, reserva de Mundial de la Biosfera, en el Cabo de San Antonio, en Pinar del Río.
El ocaso en Baracoa, la primera villa fundada en cuba, con el emblemático Yunque de fondo.

Para determinar el destino y rutas a seguir nos valíamos de un viejo mapa toponímico de Cuba —que todavía conservo— y una guía turística de carretera, de esas que vendían a precios siderales en CUC (moneda libremente convertible) para quienes —sobre todo turistas— arrendaban autos.

El tema logístico lo teníamos muy bien engrasado. Nuestras finanzas estaban atadas a nuestra condición de estudiantes. Así que íbamos ahorrando lo que podíamos. Y algunas veces, próximos al viaje, hasta llegamos a vender cosas personales.

En el Pico Turquino, en uno de los cuatro viajes en que recorrimos la Sierra Maestra.

Mi recuerdo es que el dinero no era realmente un problema. Nos la arreglábamos con una pequeña suma. A una expedición por sitios del Escambray, en Villa Clara, en el verano de 2003, recuerdo que llevé, para unos 20 días, 380 pesos cubanos.

Por lo general cargábamos con la comida, eso nos ahorraba gastos. Casi siempre arroz, fideos, leche en polvo, pan tostado, sobres de refresco instantáneo (había uno marca Toky con tanto colorante que te teñía la lengua), azúcar y algunas latas de conserva de carne y pescado que íbamos acopiando durante el año cuando aparecían.

En un par de ocasiones, cuando nuestra fama de viajantes se hizo conocida en el ambiente universitario, tocamos las puertas de algunas empresas gastronómicas de la ciudad y hasta acudimos al rector de nuestra propia universidad, para que nos donaran algún alimento.

Nos abrieron las puertas y hubo un par de viajes, como uno que hicimos por la provincia de Guantánamo y otro a la Sierra Maestra, en que viajamos con más comida que la que había en esos momentos en nuestras casas. 

Nos movíamos —casi siempre— pidiendo “botellas”. Otras veces, sobre todo en los lugares montañosos, caminábamos kilómetros y kilómetros por largas jornadas hasta llegar al destino.

Terminal de transporte de Morón, en Ciego de Ávila, una tarde de larga espera.
Ferrobus, medio de transporte público en zonas rurales.

Una vez en el sitio decidido para descansar —fuese una ciudad, un pueblo o un caserío recóndito— buscábamos algún inmueble estatal y a quien estuviera a cargo en ese momento; le soltábamos un discurso ya muy ensayado que comenzaba tipo: “Somos jóvenes universitarios, de Holguín. Nos interesa conocer la historia y lugares de nuestro país. Venimos recorriendo muchos kilómetros y buscamos un lugar donde pasar la noche. Somos tranquilos y nos acomodamos en cualquier espacio…”.

Un hospedaje seguro eran las salas de video que, por esos años de principios de siglo, se construyeron como parte del programa de la “Batalla de Ideas”. Se alzaron en comunidades rurales de todo el país. Era un lugar —sin pretenderlo— también hecho a nuestra medida, a la de los forasteros.

El único inconveniente era que debíamos esperar, pasada la medianoche, a que cerraran las transmisiones de televisión para entrar a dormir.

Sala de TV en la Sierra Maestra.

Así pernoctamos en insólitos espacios. Desde una estación de policía a una vetusta sala de cine, la sala de un consultorio médico, la sede de un comité municipal de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), el almacén de una bodega, un museo en medio de vitrinas con piezas arqueológicas o una histórica fortaleza de paredes ancestrales.

Del mismo modo, sin conocernos, nos acogieron en sus hogares muchas personas a lo largo y ancho de Cuba. Desde quienes apenas tenían espacios y aún vivían en bohíos hasta quienes contaban con casas de mayor confort.

Familia de la Sierra Maestra.

De ese tiempo se nutrió mucho mi mirada fotográfica: en esos días y noches, entre comidas colectivas y horas pidiendo “botella” en alguna carretera; apilados arriba de un camión o encima en un tren destartalado; compartiendo ron sin marca o el sueño bajo un manto de estrellas y a la orilla de ríos en algún monte intrincado; escalando montañas o zapateando museos y calles de alguna ciudad de la Isla. 

Niños del pueblo de Caletones, en la costa norte de la provincia de Holguín.
Bahía de la ciudad de Cienfuegos.
Mujeres a caballo por Piloto del Medio, en Sierra Cristal, en Holguín.
Carbonero en la Ciénaga de Zapata, en Matanzas.
Un abuelo con su nieta, en el Escambray, principal sistema montañoso del centro de Cuba.

 

Esos periplos nos atravesaron de tal manera que, aunque hace ya casi 10 años desde que nos reunimos todos en vivo y directo por última vez, nos reencontramos y reconocemos desde nuestras diferentes cotidianidades en el espacio virtual que es nuestro grupo de Whatsapp de las banderitas.

Fuimos muy felices en esos viajes por Cuba, descubriendo nuestra propia casa y a nuestra propia gente. Pasado el tiempo, en diferentes puntos cardinales donde vivimos, con algunas perspectivas ideológicas opuestas, con nuevas historias de vida y hasta —la mayoría de estas amigas y amigos— ya con descendencia, seguimos en nuestro viaje sin fin.

 

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