La multitud de remembranzas de un lugar vacío

A pesar de estar hoy abandonadas a su suerte, las “Escuelas al Campo” atesoran memorias entrañables de la juventud de muchos cubanos.

Instituto Preuniversitario en el Campo “Mario Martínez Arará” (Holguín). Foto: Kaloian Santos Cabrera.

Mi novia me dice que últimamente dedico esta columna a personas que quiero, hechos del presente que me movilizan, lugares que me han marcado o recuerdos, no tanto para rememorarlos sino para revivirlos. Y tiene razón, aunque no es algo reciente. 

Mi fascinación por la fotografía, por contar historias en instantáneas, viene de cuando mi primer fotograma me estremeció, haciéndome pensar en la posibilidad de tejer una memoria gráfica con el tiempo. Por supuesto, esa es siempre un tipo de huella subjetiva pero —irremediablemente— también colectiva.

Así sucede con las imágenes que acompañan al texto de hoy; imágenes de un lugar aparentemente vacío, corroído por el paso del tiempo y, sin embargo, repleto de historias. Esta es mi remembranza también sobre una arquitectura que ha sido el escenario de disímiles marcas en mi vida, y de varias generaciones de cubanas y cubanos. Se trata de la construcción-tipo de las Escuelas Secundarias Básicas en el Campo (ESBEC) y los Institutos Preuniversitarios en el Campo (IPUEC), surgidas a principios de la década del 70 del siglo pasado como una nueva modalidad pedagógica en Cuba que combinaba el estudio con el trabajo agrícola. 

Formar al “hombre nuevo” era la tarea. 

Por un lado, se avecinaba una explosión del grupo etario que conformaba la enseñanza secundaria y media y, por otro, el país carecía de escuelas preparadas para aguantar esa avalancha. Se necesitaban soluciones urgentes y tenían que implementarse con recursos nacionales, pues no sería hasta julio de 1972 que Cuba ingresaría al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), organización de cooperación en materia económica entre los antiguos países socialistas de Europa del Este.

En ese contexto surgió el “Sistema Constructivo Girón”, constituido por elementos prefabricados de hormigón armado, protagonista arquitectónico de las construcciones posteriores a la Revolución en Cuba.

En 1968 comenzaron a construirse las primeras ESBEC y ya en septiembre de 1972, con el inicio del curso escolar, 44 de estas escuelas recibieron a 22 mil estudiantes.

“Esta es la nueva escuela,/ esta es la nueva casa,/ casa y escuela nueva,/ como signo de nueva raza”; así describía en 1970 el trovador Silvio Rodríguez a estas instituciones escolares, en una canción que tituló “La nueva escuela” y que forma parte de la banda sonora del documental “No tenemos derecho a esperar”, del realizador cubano Rogelio París.

A las secundarias básicas se sumaron luego escuelas para la enseñanza media. Se constituyeron por todo el país en diferentes planes que agrupaban a varias de esas nuevas escuelas. Los planes más conocidos se alzaron en los municipios de Güines, Melena del Sur, Caimito y Güira de Melena, pertenecientes en aquella época a la antigua provincia de La Habana. 

Otros de resonancia fueron los construidos alrededor de las áreas citrícolas de Jagüey Grande, en Matanzas, y en la Isla de la Juventud, donde, además, estudiantes extranjeros fueron acogidos.

El diseño arquitectónico de estos inmuebles los hacía idénticos: los formaban dos edificios (uno de tres plantas para el área docente y otro de cuatro plantas para los albergues), conectados por un pasillo aéreo. En el medio, un bloque de una sola planta fungía como comedor, cocina y almacén.

En la planta baja de los dormitorios se disponía un teatro, una cafetería y una sala médica. Completaba la obra una amplia plaza adyacente al pasillo central y en los alrededores se habilitaban espacios para jardines, parqueo, canchas de baloncesto, un campo de béisbol y, en algunas escuelas, hasta se construyó una piscina olímpica.

En cuanto a las condiciones logísticas, estas instituciones estaban bien fortalecidas. Contaban con un parque automotriz de varias guaguas (ómnibus) para el traslado de alumnos, profesores y personal de servicio; una alimentación basada en un amplio y variado menú, casi a la altura de cualquier restaurante. Además, cada alumno recibía un uniforme y un módulo de aseo personal regularmente.

Hacia 1980 ya existían en todo el país 415 ESBEC y 141 IPUEC que albergaban a más de medio millón de estudiantes. Con la llegada del “Período Especial”, las excelentes condiciones materiales de estas escuelas mermaron casi hasta tocar fondo.

En el año 2010 los IPUEC alojaban el 70 % de la matrícula de los alumnos de los preuniversitarios del país. A partir de 2011, con los “Lineamientos de la Política Económica y Social” del Partido Comunista de Cuba (PCC), el “Programa de la Escuela al Campo”, en todas sus modalidades, desapareció por ineficiente. Ya desde el advenimiento de la crisis económica de los 90 era un secreto a voces que tal despliegue logístico era imposible de sostener.

Tras cuarenta años de funcionamiento, unos pocos de estos emblemáticos edificios siguieron funcionando como escuelas secundarias, pero ya sin la modalidad de internación. La mayoría fueron transformados en viviendas o reconvertidos para ser usados para otras funciones, convirtiéndose, por ejemplo, en pequeñas fábricas de elaboración de alimentos para la comunidad rural. 

Unas pocas de estas construcciones quedaron en desuso o a la espera de su reconversión. Tal es el caso de la protagonista de las fotos, que tomé en 2019. En ese lugar radicó, hasta el 2010, el Instituto Preuniversitario en el Campo “Mario Martínez Arará”, al oeste de Holguín, donde ingresé a finales del siglo pasado. 

 

Fui a parar allí sin más opción porque —al menos en mi época— la mayoría de los que teníamos intenciones de continuar con los estudios preuniversitarios llegábamos a un IPUEC tras no superar las pruebas de ingreso exigidas para matricular en algún Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE).

Sin embargo, a pesar de las muchas vicisitudes —en su mayoría tenían que ver con la alimentación y las magras condiciones a las que se enfrentó cualquier becario del sistema de enseñanza cubano a partir de los años 90— experimentadas a lo largo de mi estancia de dos años en este lugar, mis recuerdos de aquellos tiempos son entrañables. Tanto así que, tras veinte años de haberme graduado como bachiller, volví para fotografiar esos espacios ahora desolados pero, a su vez, llenos de historias.

A pesar del silencio, el vacío y el deterioro actual de la construcción, mis remembranzas, vividas en esa escuela, no quedaron empañadas en lo absoluto. 

 

Algo similar quizás experimenten quienes vean ahora este fotorreportaje. Es posible que vuelvan a transitar por estos ambientes y, como yo, tal vez recordarán aquel primer beso. Capaz hasta sientan el murmullo en las aulas, aunque ahora ya no haya mesas ni sillas. O tal vez rememoren alguna maldad protagonizada por ellos en los albergues, ahora desiertos. Puede que recuerden cómo era recorrer estos o aquellos pasillos, mirar a través de los desvencijados ventanales, subir y bajar correteando o cargando un cubo de agua las escaleras, o recordar los tediosos matutinos y las divertidas recreaciones en la plaza.

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