La playita de 16

Y ese diminutivo, que gramaticalmente refiere algo pequeño, a fuerza de afectos se traduce en algo entrañable.

Playita de 16. Foto: Kaloian Santos.

Uno de los grandes eufemismos de La Habana es, a su vez, uno de sus lugares más populares y queridos. La playita de 16 es literalmente todo lo contrario a una playa. No es la ribera del mar. Tampoco un paisaje con palmeras, extensiones de arenas blancas y aguas azules turquesa por donde se pasean peces de colores. Todo lo contrario. Son un poco más de cien metros de costa cubierto de diente de perros donde hay que bañarse con zapatos porque, además, hay erizos negros por doquier.

Sin embargo, por clamor popular, este lugar es una playa con todas las letras. Más bien una playita. Y ese diminutivo, que gramaticalmente refiere algo pequeño, a fuerza de afectos se traduce en algo entrañable.

Este punto de nuestra geografía se encuentra en el barrio de Miramar, en la calle 1era entre 14 y 16. A la vista de cualquier forastero que no conozca su historia de identidad popular la sensación puede ser la de un lugar desaguisado. No es para menos. Un marco de concreto sin puerta, donde alguna vez tuvo un cartel que decía “Playita 16”, es el camino que conduce al mar por unos pasillos de cemento trazados sobre los arrecifes. Ahí se levantan largos bancos también de material concreto y unas pocas sombrillas para guarecerse del sol. Una caseta desvencijada supone que alguna vez hubo un puesto gastronómico. Nada que ver el sitio con los portentosos balnearios vecinos, de salones, restaurantes, pistas de baile y piscinas hacia el mar. Mas, esas construcciones, erigidas hace más de medio siglo y convertidas en círculos sociales con el triunfo de la Revolución, nunca han sido más queridas que la playita de 16.

A este venerado pedacito de costa, que está como escondido detrás de fastuosas casas y edificios (derruidos algunos por los embates del tiempo, la falta de materiales y el salitre) la gente siempre lo aceptó con sus naturales precariedades. Quizás por ello fue un gran hogar sin paredes, puertas ni ventanas, abierto siempre como el inmenso mar del que forma parte, a donde recalaron los amantes para arroparse de besos, caricias y ternuras. Ese oasis en medio de la gran ciudad a donde fugarse con amigos para celebrar la vida, a pesar de la jodida realidad, con alguna botella de ron barato. Ese lugar de pasada para darse un chapuzón en medio del calor y retomar la ardua actividad. Ese remanso para estar un rato en soledad, acompañado por los pensamientos y fantasmas propios; para mirar al infinito, en el horizonte, con la banda sonora de las olas estallando contra los arrecifes.

De las escapadas de adolescentes cuenta la escritora habanera Dazra Novak, en su blog Habana por dentro:

“Nunca se advirtió el peligro al romper las olas, un tanto agresivas, en el inhóspito diente de perro plagado de erizos y moluscos, porque cuando se es adolescente no se toman en cuenta este tipo de cosas, porque cuando se deja de ser adolescente ya no se va casi nunca a la playita de 16, salvo algunas madrugadas donde el alcohol lo sacude a uno de tal manera que hasta los recuerdos caen de los bolsillos, y uno se decide no solo a llegar hasta allí sino que, en una rapto de energías renovadas, hace uno la campana para probar que todavía nos queda un poco de vida dentro”.

Son disímiles los recuerdos que puede atesorar este lugar. Un amigo, al que le comenté que escribiría sobre la playita de 16, me contó que en los años ochenta solía reunirse de noche en este paraje con otros amigos. “Nos sentábamos cerca del mar, alrededor de un viejo Radio VEF 206 a sintonizar emisoras de Cayo Hueso que pasaban rock and roll”.

Otro, que ahora vive en Miami, me expresó su voluntad de que al morir sus cenizas sean esparcidas en uno de los bancos de cemento de la playita de 16. “Ahí hice el amor por primera vez, una madrugada de apagón, en medio del periodo especial”, confesó con satisfacción.

Hasta existe un grupo de Facebook llamado “Amigos de la playita de 16”. Es una comunidad integrada por cientos de compatriotas diseminados por varias partes del mundo. En ese espacio virtual vuelcan sus nostalgias. Publican fotos y videos. Rememoran pasajes de sus vidas acontecidos ahí y hasta hay quienes preguntan a los que aún viven en La Habana si está apacible o picado el mar.

La playita de 16 no tendrá los encantos paradisíacos de balnearios como Varadero, pero tiene lo suyo. Es un paraíso popular por derecho propio. Así lo han decidido de manera espontánea y natural varias generaciones de cubanas y cubanos que guardan allí algunos de sus más memorables momentos.

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