Por fin, de vuelta en casa

Ahí, en ese ejercicio de mirar lo que antaño me pudiera ser indiferente, enfoco en cosas comunes, sencillas, diminutas.

Foto: Kaloian Santos.

El 2021 ya es pasado. Otro duro año que se fue, aunque algo menos cruento que su antecesor, el 2020, que, a poco de comenzar, nos sorprendió con una pandemia mundial y nos obligó a recluirnos y a tomar distancia como único antídoto para resguardar la vida.

Para ser justos hay que agradecerle al 2021 que, desde sus primeros días, se presentó con un mejor semblante. Aparecieron por el mundo las ansiadas vacunas contra la COVID-19 y reverdecieron las esperanzas, mustias tras el acecho constante y real de la muerte.

Con el transcurso de los meses y el efecto probado de la inoculación, esa luz tan ansiada al final del túnel se hizo cada vez más cercana. Dejó de ser parpadeante y fugaz. De a poco fuimos retomando nuestras vidas, aunque ya no serían como las de antes de la debacle.

Yo fui uno más de los cientos de millones de personas que alrededor del mundo quedaron atrapados en la fría virtualidad como única vía para estar cerca de sus seres queridos y los lugares entrañables. La Internet y la redes sociales fueron, paradójicamente, un consuelo cálido ante el susto real y constante de que alguno de mis afectos pudiera contagiarse de la COVID-19, complicarse, fatalmente morir de golpe y no poder ni siquiera estar cerca para compartir el dolor.

Aunque la muerte es un hecho tan común, cotidiano e impredecible como la propia vida, nunca nos acostumbraremos a las apariciones de la Parca. Especialmente si, como sucedió en medio de la pandemia, esa señora merodeó salvajemente.

El impacto de la lejanía, la imposibilidad de estar cerca ante una noticia fatal y dolorosa, el hecho de no poder despedirnos de nuestros amigos y familiares, lo sintieron, incluso, hasta aquellos que habitaban bajo el mismo techo. No hacía falta estar en otro país, con la imposibilidad de viajar de urgencia, con un obstáculo geográfico como, por ejemplo, los 7 mil kilómetros que separan a Cuba y Argentina. Tampoco el impedimento económico de un boleto de avión que cuesta más de mil dólares. La espera y estar lejos ha sido desesperante, como nunca.

Este desahogo lo escribo y fotografío desde Cuba. Luego de dos años y medio, de atravesar la dichosa pandemia y con la suerte —hasta hora— de salir ileso, por fin estoy de vuelta en casa. 

Lo más sentido de este regreso a Cuba: Abrazar a mi madre y a mis afectos. Dejaron de ser virtuales esas imprescindibles manifestaciones de cariño. Quedó atrás la imagen familiar en la pantalla de mi celular por el que mandé todos los días del 2020 y 2021 besos y mensajes de “cuídate mucho, por favor”, “te quiero”, “los extraño”. El amor tan necesario volvió a hacerce carne, al fin.

Y aquí estamos, un poco aliviados en este primer día del 2022, aunque alertas porque el bicho mortal sigue entre nosotros, mutando y mutando en muchas variantes.

Desde el día en que llegué no he parado de caminar por las calles de La Habana. Voy entre la gente como siempre pero, a la vez, diferente. Imposible que seamos los mismos tras una pandemia.

Ahora, con el nasobuco, esa prenda ya cotidiana, las miradas de mis conterráneos las siento más penetrantes que lo habitual. Y eso me conmueve.

Por eso trato de agudizar mi mirada como nunca antes. Ahí, en ese ejercicio de mirar lo que antaño me pudiera ser indiferente, enfoco en cosas comunes, sencillas, diminutas… “Pequeñas grandes cosas de todos los días” y en las que me cobijo cada vez que estoy de vuelta en Cuba. 

Nunca tuvo más sentido esos versos de “Ay, la vida”, ese testamento filosófico en forma de canción de mi entrañable Santiago Feliú:

“La vida es el milagro/ sinceramente amado,/ la culpa de morirse, /las mentiras, las verdades/ que nos quedan de este lado./ La vida de imprevista,/ sencilla y complicada,/ absurda y egoísta,/ amorosa e inteligente,/ extraordinaria y desalmada.”

Por un 2022 feliz, saludable y ojalá que prospero. Salgamos mientras podamos, que aún entre tantos grises, hay muchos motivos para gritar ¡carajo, qué bien vale la pena estar vivos! 

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