San Roque, cuatro historias y seis días de un hospital en pandemia

Si para cada uno el cambio que ha significado la COVID-19 ha sido dramático, puede calcularse lo que representa allí en el epicentro mismo de la tragedia: una sala de hospital. A lo largo de mayo el fotoperiodista Kaloian Santos Cabrera siguió las rutinas de cuatro trabajadores del hospital público San Roque de Gonnet, en La Plata, Argentina.

Es domingo en la ciudad de La Plata. Hace frío. Miro Instagram casi por inercia. Las historias se amontonan: hace más de un mes que estamos en cuarentena. Entonces me cruzo con la foto de un atardecer. Leo la ubicación: Hospital San Roque, en Gonnet. Esta es su historia.

Donde único el domingo no debe ser un día de letargo es en la guardia de un hospital, pienso. Y aquel, el tercer domingo de abril de 2020, no fue la excepción en la sala de Ginecología y Obstetricia del hospital público San Roque. Un mes atrás la llegada de la pandemia modificó abruptamente toda la dinámica del lugar.

En medio de ese bregar y tras casi veinte horas de guardia, Melina advirtió cómo los últimos destellos de la tarde atravesaban una ventanita al final de un pasillo. La doctora se detuvo a contemplar la escena y, de los tres o cuatro minutos que dura una puesta de sol en otoño, usó un par de segundos para retratarla con su celular. Quizá se le dibujó una sonrisa debajo de la mascarilla. En medio del vértigo cotidiano que se vive en la guardia de un hospital estos días, un haz de luz puede provocar un suspiro en medio del caos.

Un rato después, la noche y el frío coparon la ciudad. Puertas adentro, en un salón con luz cálida como la de aquel ocaso, la joven obstetra asistía al quinto parto en el día. Mientras, su foto de la ventana a contraluz surcaba los mares de sus redes sociales.

Siempre que está de guardia y puede, la doctora Melina no se pierde los atardeceres en el Hospital San Roque de Gonnet.

Maximiliano

El Hospital Inter Zonal General de Agudos San Roque, en la localidad de Manuel B. Gonnet, es una institución pública que cuenta con departamentos de todas las especialidades, excepto hemodinamia y cirugía cardiovascular. Bautizado con el nombre del patrono católico de los pobres, los enfermos y los perros, fue inaugurado en 1962 en virtud de la Ley de Reforma Hospitalaria, que le aseguraba un funcionamiento descentralizado.

Maximiliano Salvioli, médico clínico y director asociado, tiene la mitad de años del hospital donde trabaja. Cuando estaba por terminar la secundaria, decidió estudiar Medicina: “Me gustaba la Biología”, cuenta.

Años de psicoterapia le revelarían “el verdadero motivo” de su vocación: “desde muy pequeño sufrí la muerte de familiares cercanos, o personas muy queridas se enfermaban. Así, aunque siempre supe que perdería por goleada ese partido contra la muerte, decidí dedicarme a la Medicina para hacerle la vida mejor a la gente”, comenta Maxi, como todos lo conocen, mientras recorremos el San Roque.

Maximiliano Salvioli, médico clínico y director asociado del hospital.

Es sábado por la mañana. Mi guía me hace notar las transformaciones hechas en el hospital desde que comenzó, el pasado 19 de marzo, el régimen de cuarentena: “Nos agarró de golpe, como a todo el mundo. Manejamos una gran incertidumbre por lo que nos podía llegar a pasar. En medio de todo, tuvimos que capacitarnos, incorporar protocolos, transformar el cuerpo de guardia, rearmar el primer piso exclusivamente como sala para la COVID-19…”.

Mi visita continúa el lunes por la mañana. Esta vez acompaño al director asociado a un par de reuniones. En el trayecto, Maxi critica unos carteles, escritos a mano alzada con caligrafía ininteligible, pegados en la puerta de uno de los consultorios. Antes, en el salón de reuniones, se había reído de una pared tapizada de diplomas y títulos de antaño. Egolatría. «Todo eso va a desaparecer. Vamos a inundar de arte el hospital. Los médicos curamos y la cultura nos salva”, asiente el doctor que en sus pocos ratos libres escribe cuentos.

A las citas de rigor de Maxi con su equipo se suman mini encuentros de imprevisto. Mientras caminamos juntos tres personas aprovecharon el cruce de pasillo para plantearle un manojo de diferentes problemas. Él conoce muy bien los entretelones del lugar. Parece resolutivo, dinámico. Todo lo contrario al personaje dubitativo de Amurado a las paredes, uno de sus cuentos, donde el protagonista camina asustado por el hospital y una chica lo frena en seco y le espeta: “Tenés miedo hasta de que las cosas salgan bien”.

En los últimos diez años Maxi ha pasado más tiempo en el San Roque de Gonnet que en su casa. Aquí hizo su residencia. Entre consultorios, salas, guardias, compañeros y pacientes se graduó y ejerció como médico clínico. También ha sido docente como instructor de médicos residentes. Desde febrero es uno de los directivos.

Apenas tuvo oportunidad de soñar y reorganizar ideas que hicieran de este inmueble “más que un mero centro de salud”. “El torbellino COVID-19 nos hizo torcer todo y comenzar a elaborar sobre la marcha nuevos proyectos de emergencia. Hay que estar sereno para poder pensar y tomar decisiones urgentes en medio de esta coyuntura. Eso, a su vez, requiere no perder el foco, porque lo público es de todos, y para muchas personas es lo único que tienen”, remata Maxi.

 

Nahuel

Nahuel Oliva llega al filo del mediodía al hospital. Se viste con un uniforme azul oscuro, guantes de látex y barbijo (como usualmente se le nombra aquí a la mascarilla). Agarra la planilla de tareas que está colgada en la puerta y corrobora su faena: limpiar la sala de Rayos X, apoyar en Urgencias y recolectar los residuos de cada piso. Su hoja de ruta será también la mía por el San Roque siguiendo a este muchacho de 23 años, protagonista de este lunes.

Nahuel Oliva, 23 años, agente de limpieza del hospital.

Mientras atravesamos el estacionamiento Nahuel indica por dónde cortar camino. Conoce cada rincón de estos lares porque de chico fue un asiduo visitante. “Esta es como si fuera mi segunda casa”, dice, mientras con cuidado derrama agua sobre el pasillo. Comienza a limpiar y rememora su historia: “Mi madre, mi abuela y un tío trabajaron acá. Yo los acompañaba. Mi recuerdo es de sentirme a gusto. Me divertía”.

Las vueltas de la vida hicieron que en octubre de 2017 ingresara a trabajar al San Roque como agente de limpieza. “Es mi primer trabajo. También fue la oportunidad para independizarme económicamente e ir progresando. Siempre lo tomé con mucha responsabilidad. Más en estos momentos duros”.

Por el contenido de sus tareas, el personal de limpieza recorre todas las áreas del hospital. Desde la Sala COVID-19 hasta el Cuerpo de Guardia, lugar de detección de los sospechosos de estar infectados con el virus.

“Cuando llega un caso a la guardia es complicado. Termina la consulta y uno de nosotros debe limpiar el consultorio. Otro desinfecta todo el trayecto del paciente, desde que entró al centro hasta la habitación donde finalmente queda internado”, explica Nahuel tranquilo, con tanta naturalidad como si habláramos de algo inofensivo y no de un virus altamente contagioso.

“No he experimentado ningún tipo de miedo al respecto. Soy consciente del peligro, de que tengo que cuidarme porque mi trabajo es esencial, como lo es el de los médicos. Acá nos capacitaron y aunque no sienta temor, soy cuidadoso y cumplo estrictamente con las normas dispuestas”, asegura.

Nahuel se cruza con el personal de salud, los pacientes y sus familiares, “así que estar sereno es una manera de proyectar seguridad a los demás en medio de esta situación”.

“Acá hubo algunos —revela sigiloso al tiempo que arquea sus cejas— que cuando saltó la pandemia entraron en pánico y se sacaron carpeta médica para no trabajar”.

 

Melina

 “Una vez mi abuela me confesó que le hubiese encantado ser médica. Pero era mujer y los prejuicios de su época le impidieron cumplir el sueño. Creo que esa fue una de las cosas que marcó mi decisión para estudiar Medicina”. Quien habla es Melina Alzogaray, la ginecobstetra, la autora de la instantánea que me llevó hasta este fotorreportaje.

Dos semanas después de aquella fotografía, otro domingo de guardia, estamos en la terraza del San Roque ante un ocaso alucinante. “Los atardeceres del “hospi” (el apócope es común entre el personal de salud y denota sentido de pertenencia por el lugar) son de los más lindos del mundo. Siempre que estoy de guardia, trato de no perdérmelos”, dice “Meli”, como le llaman los de su entorno.

Antes habíamos pasado por el salón donde en unas horas sucedería un parto. En medio de una pandemia letal, la vida sigue viendo la luz. El lugar es espacioso, con paredes blancas y luces frías. Una camilla algo grotesca resalta en el centro de la escena.

Meli, la autora de la instantánea que me llevó hasta este fotorreportaje.

En lo que va del día Melina y sus compañeras ya han asistido cuatro nacimientos. Ahora siguen de cerca el trabajo de parto de una joven que será madre por segunda vez. Meli entra en la habitación donde están la embarazada y su compañero. Les detalla todo el proceso por el que transitarán.

Así estará la doctora, entrando y saliendo de ese cuarto varias veces en la noche. En cada oportunidad conversará con la pareja, chequeará con un pequeño amplificador los latidos del bebé y la dilatación del cuello del útero. Hasta que este no se ensanche a un total de diez centímetros no enfilarán hacia el salón de parto.

Ya es la hora. “¿Todo en orden? Ahora con más calma. Relajada. Venimos muy bien”, anuncia Meli a la embarazada y sonríe. O eso infiero, por la expresión de sus ojos pues todos llevamos barbijos.

Atraviesan el pasillo a pasos lentos. La futura madre va de la mano de la doctora. Traspasan el umbral del sitio que había visto horas antes. Sin embargo, ahora hay una atmósfera íntima y amable. Solo alumbra el ambiente una luz tenue y cálida que emana de un pequeño caloventor eléctrico.

«El acto propio de parir es un proceso natural y saludable. Es tan intenso e íntimo como el acto sexual». Así me había dicho Meli antes de entrar.

Aquella cama donde se supone debió subirse la embarazada y quedar boca arriba, quedó relegada. Escoge sentarse en un banquito de madera. Su pareja la respalda. A pesar de lo doloroso de las contracciones se le nota sosegada. Comienza a pujar. Meli, cerca de la panza, sentada en el suelo, le habla pausado y bajito. Entonces es cuando le extiende sus brazos y en un acto sublime y sororo… llega la calma. En poco más de una hora, cerca de la media noche, habrá nacido Priscila de manera natural, en un ambiente muy acogedor.

“La madre es quien marca el tiempo y escoge en qué posición le es más cómodo parir. Yo soy una arquera muy atenta, que ataja esa maravillosa pelota”, define la doctora, empedernida futbolera.  

La profesionalidad y el humanismo de Melina explican de cierta forma por qué hace seis años, cuando era estudiante, se desmayó en una de sus primeras prácticas de parto.

“Fue terrible. En una habitación había cuatro mujeres en trabajo de parto en simultáneo. Solo las separaba un telón. De un lado, la camilla, y después un inodoro para pujar. Nada de intimidad. Luego, en el parto en sí, aplicaron una maniobra conocida como Kristeller (proceso invasivo de parto que se utiliza para hacer salir al bebé con mayor rapidez a través del canal vaginal) que es innecesaria y muy dolorosa. Encima, de manera rutinaria y sin valoración previa les hicieron una episiotomía (incisión que se hace en el perineo —el tejido entre la abertura vaginal y el ano— durante el parto para ampliar el canal «blando» y apresurar la salida del feto). Al parecer no aguanté tanta violencia y me desplomé”, recuerda.

El rechazo a esas prácticas y la naturalización de la violencia obstétrica comenzaron a interpelar a la joven. “En ese momento no tenía mucha idea de cómo era asistir un parto, pero la violencia y el sufrimiento de seguro no eran el camino”.

Comenzaría a abogar entonces por el parto respetado, un acto humanizado donde la profesional acompaña a la embarazada y le explica todo el proceso, respeta sus voluntades, derechos y tiempos fisiológicos en todo el trabajo de parto, el parto mismo y el postparto.

En Argentina sucede un nacimiento por minuto y en el ochenta por ciento de esos casos la madre y/o su bebé son víctimas de alguna forma de violencia obstétrica. 

“Hay mucha evidencia científica que demuestra que respetar los tiempos fisiológicos de la mujer es lo mejor para ella y la criatura. Por otro lado, tenemos desde 2004 una Ley Nacional en Argentina que garantiza el parto respetado como derecho. La misma, incluso, fue reglamentada en 2015. Sin embargo, no siempre se cumple y siguen prácticas horrendas, a la vieja manera. Hay que ir por otro lado para que las mujeres sientan que el proceso de parto es un placer, un momento feliz y trascendental. Y no una instancia donde no les queda otra que aguantar y sufrir. Además, me enorgullece demostrar que es posible en un hospital público”.

 

Mariana

Mariana Pozo Palacios escucha Oh, mamãe, esa canción que entre sus versos dice “somos bosques ardiendo / brotes que nacen de lo muerto / repetición en espiral” y se le pone la piel de gallina.

Ese tema de las argentinas Perotá Chingó definen en cuerpo y alma a esta médica clínica. Es la impresión que tengo luego de compartir con ella una noche de viernes en la guardia del primer piso del San Roque, donde está la sala COVID-19.

«No siento miedo sino preocupación de que si me contagió quedó inhabilitada para
ejercer mi profesión cuando más le hago falta a los demás”, reflexiona Mariana Pozo Palacios, médica clínica en la sala COVID-19 del hospital San Roque de Gonnet.

Esta chica de 32 años y semblante jovial es parte del equipo sanitario que atiende directamente a pacientes sospechosos o confirmados de tener el virus. 

Entre sonrisas y codos Mariana saluda a sus compañeros, que están desde la mañana. Son las 20:00 horas y se presta a tomar la guardia. Hay varios pacientes entre sospechosos (a la espera de los resultados) y otros ya confirmados. A dos de los casos hay que seguirlos muy de cerca porque, además de padecer COVID-19, presentan patologías complejas debido a su avanzada edad.

Casualmente Mariana realizó el hisopado (prueba para detectar material genético del virus a través de muestras de mucosas de la garganta o las fosas nasales) a una de las primeras personas positivas de COVID-19 detectadas en el San Roque. En ese momento pensó que el resultado daría negativo. Luego atendió otros casos donde creyó serían positivos y tampoco acertó. “Con esas experiencias entendí que no podemos poner las manos en el fuego, aunque tengamos las más fuertes sospechas clínicas”, reflexiona.

Al conocer de las primeras noticias sobre el coronavirus, Mariana pensó que no iba a ser para tanto. “Tomamos dimensión de la gravedad del asunto cuando colapsaron los sistemas de salud en otros países con mayores recursos que el nuestro. Recién ahí tuvimos la sensación que podía llegar a ser una catástrofe para el sistema sanitario y, sobre todo, para la gente”.

El personal de salud que está en esta franja roja sabe que no se puede relajar ni un segundo. Las consultas, chequeos, curas y medicaciones deben ser certeras, cronometradas.

Al filo de la media noche Mariana entra a ver a una paciente con una enfermedad pulmonar que la tiene en cama hace un año. Ahora la señora es sospechosa. (A la mañana siguiente llegaría la mala noticia de su fallecimiento víctima de coronavirus). 

Antes de entrar, la joven doctora sigue unos estrictos pasos para vestirse con los equipos de protección personal. Tienen que usar un barbijo quirúrgico, camisolín, cofia, antiparra y guantes de látex que son desechados una vez terminada la visita. Tras cada paso se lava las manos con alcohol en gel. 

A lo largo de estos dos meses en que ha tenido que atender en estas condiciones, lo que más ha padecido es el distanciamiento.

“Acumulamos mucha tensión. Es estresante tener que pensar todo dos veces. Llegamos a estar desbordados de pensamientos que terminan tapando los sentimientos. Soy de mucho contacto directo. Ahora, en esta situación, me es muy incómodo que la consulta tenga que ser rápida y concreta. Extraño quedarme charlando con el paciente. Siempre pienso sobre la impresión de la otra persona, que está de por sí ya asustada al tener este virus, que se encuentra sola en una habitación, con oxígeno y suero, cuando me ve disfrazada como una astronauta. Por eso en ese breve tiempo trato de mirarlos fijo a los ojos y hablarles despacio”, describe.

No solo la invaden preocupaciones médicas y personales, sino también filosóficas: “Creo que un problema más grande que la propia existencia del virus, es lo que destapó a su alrededor. Sobre todo el miedo desmedido, al punto de condicionarnos personal y profesionalmente. Eso es muy dañino para poder realizar nuestro trabajo en aras de salvaguardar la vida.” 

Lo anterior no quiere decir que no tenga en cuenta el riesgo y la posibilidad de contagio. Eso sobrevuela todo el tiempo. Mas ella está curada de espanto. Hace cuatro años, cuando tenía 28, le diagnosticaron cáncer en un riñón: “Nunca vi al tumor como un enemigo. Para poder transitar por ese estado y hasta aprender de eso, no podemos estar enojados con nuestro propio cuerpo o cargar con eso de ganar o perder una batalla. No es ninguna guerra. Es algo que me atravesó y como tal lo afronté”.

Tras un feliz desenlace de esa experiencia, ahora la vuelve a inquietar el miedo. Pero es otro el susto esta vez: “Cuando me descubrieron el cáncer sentí temor por mí, por la posibilidad de la muerte. Ahora no siento miedo, sino preocupación de que si me contagio quedo inhabilitada para ejercer mi profesión cuando más les hago falta a los demás”.

San Roque, cuatro historias y seis días de un hospital en pandemia

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