Mi derecho a la consternación: crónica de un positivo a la COVID-19

Cuando comenzaba a contagiarme la confianza de los médicos y enfermeras, de las decenas de amigos que me llamaron o enviaron hermosos mensajes de aliento, en una noche de insomnio me asomé al pasillo-balcón del hospital y vi pasar el inconfundible carro funerario.

Joel del Río. Fotograma de la serie "Selfies. Rostros en pandemia", de Arturo Santana.

Aquel lunes de marzo di mi clase en la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisuales, y luego nos informaron, a estudiantes y profesores, que las clases quedaban suspendidas hasta nuevo aviso. Ese mismo día me vinieron a buscar de la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV), de San Antonio de los Baños para dictar un taller sobre géneros cinematográficos en la cátedra de producción, y sustituir a un profesor extranjero que no pudo llegar a causa de los estragos de la pandemia en España.

Durante el siguiente fin de semana, varios estudiantes presentaron síntomas y fueron detectados positivos, de modo que el profe quedó en categoría de sospechoso y en aislamiento, restringido a su habitación en la escuela. El dos de abril, por la tarde, mi PCR dio positivo. Fui ingresado ese mismo día, a todo correr, en el Hospital Naval. En mi cadena de contagio quedaron como sospechosos y, por tanto, pasaron al internamiento en la escuela Lenin o en Casablanca, no solo mi familia en pleno, sino también una parte del colectivo del programa televisivo Te invito al cine, que fui a grabar el sábado 28 de marzo, justo después de la conclusión del taller en la EICTV.

Aquel día comenzó la angustia, porque además del sentimiento de culpa, lacerante, por la posibilidad de ser el vehículo de enfermedad para seres queridos y compañeros de trabajo, comienzas a vivir pegado al móvil, para saber cómo les va con el aislamiento, cuándo les hacen las pruebas y cuál ha sido el resultado. Mientras tanto, mis compañeros de hospital y yo nos resignábamos a la inyección de Interferón en días alternos, y a las pastillas mañaneras de Kaletra y Cloroquina, con la esperanza de que el próximo PCR diera negativo.

Optimismo y pesimismo se turnan mientras estás ingresado. Comencé a percibir, en las salas vecinas, a varios jóvenes pacientes con síntomas, refugiados en una confianza mayor que la mía, que estarían de alta en unos días. Cuando comenzaba a contagiarme la confianza de los médicos y enfermeras, de las decenas de amigos que me llamaron o enviaron hermosos mensajes de aliento, en una noche de insomnio me asomé al pasillo-balcón del hospital y vi pasar el inconfundible carro funerario, que se aproximaba a una puerta del primer piso, por donde salían aquellos que no resistieron. El carro negro se alejaba del hospital por la misma calle que los semivacíos ómnibus con los privilegiados que se iban de alta.

Tampoco encontré un modo de eludir la depresión cuando me enteré del caso de un jovencito de 18 años, vecino de sala, cuyos exámenes insistían en dar positivo, luego de varias semanas de ingreso, y cada vez le aparecían síntomas más notorios, luego de aplicarle el mismo tratamiento que a mí. Te derrumbas porque chocas con la posibilidad de que te ocurra lo mismo a ti y a tu cadena de contactos.

La convicción de que podría salir indemne de todo aquello se restableció cuando los médicos comprobaron que yo seguía totalmente asintomático. Sin embargo, estaba equivocado: todos los seres humanos que habiten este momento, absolutamente todos, enfermos y asintomáticos, sanos y contaminados, llevaremos cicatrices de la pandemia. Las marcas empiezan a notarse, por mucho que sigas milimétricamente los protocolos para tratar de curarte o mantenerte sano, asumas con toda disciplina la higiene extremada, y te las arregles para extraer alguna cosa positiva, en términos espirituales y morales, de este periodo de nasobucos, olor a cloro y malas noticias mañaneras.

Joel del Río. Fotograma de la serie «Selfies. Rostros en pandemia», de Arturo Santana.

La mayor alegría del periodo de ingreso llegó cuando me enteré de que las pruebas de toda mi familia y mis compañeros de trabajo en la televisión dieron negativas… Así se extinguió la última posibilidad de ser culpable del contagio de otros. Pocas horas después, ya de noche, cuando no esperaba que ocurriera algo nuevo, escuché a una doctora de voz rumbera y ojos vivísimos (todo lo demás quedaba comprensiblemente oculto bajo máscaras protectoras y capas de tela verde) que daba saltos de alegría mientras gritaba los números de cama de los pacientes que se iban de alta.

De vuelta a casa, se prolongó el aislamiento durante 14 días más, con el mismo tratamiento que en el hospital. En días alternos me visitaba una enfermera gordita, de mi edad, locuaz, cristiana y muy diestra, que junto con el Interferón compartía conmigo las más altas dosis de optimismo y fe de las que pueda disponer alguien por estos días. Después me dieron el alta domiciliaria, PCR negativo mediante. Comenzaron los exámenes en el policlínico para estudiar las posibles derivaciones de la enfermedad. Nada. No tenía ninguna secuela, aparte de los malos recuerdos.

Así pasaron los nada primaverales meses de abril, mayo y junio, todos de vuelta a casa y saliendo a la calle lo menos posible. La rutina goteaba incesante; nada más parecido a un domingo que un miércoles. Uno se distinguía del otro solo por la programación televisiva y la telenovela de turno, cubana o brasileña, aunque ninguna de las dos me interese demasiado. Llegó el verano, con cierta apertura y el consiguiente (al parecer inevitable) aumento en el número de casos positivos, fallecidos y enfermos, que ocasionó el actual retroceso a la etapa de cierre y aislamiento en La Habana.

Cinco meses después de mi alta del Hospital Naval, el pesimismo ha cobrado diezmo, disminuyen los aplausos de las nueve de la noche y escasean las tiendas donde comprar lo necesario (por la reintroducción de numerosos establecimientos que venden en dólares, o por el bajón consiguiente de la producción nacional y la importación). La firme parsimonia del Dr. Durán, en su comparecencia televisiva diaria, parece ya un ritornelo sombrío, inventario de retrocesos, malas noticias y estancamientos.

Ya no se escucha la canción “Resistiré”, y aunque la pusieran al aire 30 veces al día, ha perdido su esencial significado aquel verso que millones de seres humanos canturreamos muy quedos, o a toda voz: “Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie”. Nadie se atreve a vaticinar cuándo o cómo nos levantaremos otra vez a recuperar nuestras vidas, y a muchos nos ganó la incertidumbre sobre un futuro mejor, que llegará quién sabe cuándo.

Todo está mustio, difícil, y las personas se ven iracundas, amedrentadas por la escasez o abrumadas por la rutina. Los equipos eléctricos continuaron estropeándose, hay mil arreglos de fontanería o carpintería que deben hacerse y ahora resultan imposibles. Fue in crescendo la necesidad de fumigar contra las plagas y virus (que no solo de COVID mueren el hombre y la mujer). Escasean muchísimas cosas de primera necesidad, mientras menguan los lugares de venta asequibles y se anuncia un cambio de moneda. Solo crecen las colas.

Entonces, ante un panorama tenso, deprimente, apenas te sirve de consuelo estar sano y haber resistido el embate del virus, porque Cuba y el resto del mundo (como dicen pretenciosa y chauvinistamente algunos locutores cubanos de televisión) muestran un panorama bastante desolador, y tal vez nunca vuelvan a ser como antes. Esta es una certeza que uno se niega a asumir en toda su dimensión. Cuando la comprende a fondo, se siente “como un desierto, como un libro olvidado en el polvo, como una silla rota”, por decirlo con las palabras de Ballagas, uno de los poetas cubanos que mejor supo expresar la tristeza y el desamparo.

Con tal estado de ánimo, incapaz de compartir la alegría y el entusiasmo de algunos amigos desde la distancia de Facebook, siento también mi imposibilidad de sumarme a los discursos triunfalistas, que apelan a la tradicional y épica resistencia de los cubanos para confiar en un futuro promisorio e invicto. Debo aclarar, para evitar malentendidos, que reconozco el gigantesco esfuerzo que hace mi país para controlar la enfermedad y sus peores efectos. Habría que ser ciego o demasiado mal intencionado y desagradecido para no hacerlo.

Solo exijo mi derecho a sentirme desolado, y a tratar de paliar el pesimismo de estos días, a mediados de septiembre, cuando se anunciaron 15 días más de aislamiento en La Habana. Busco un tenue consuelo: compartir mi estado de ánimo con otros, a ver si logramos acopiar las menguadas raciones de confianza y esperanza que nos quedan, para reconfortarnos en la certeza de que todo, en algún momento, tendrá que mejorar. A lo mejor logramos convencernos unos a otros de que la humanidad, sonriente, dictará el año que viene el término de estas dolencias planetarias, y que en enero o en febrero de 2021 volverá la calidad tranquila, o bullanguera, de una nueva luz, capaz de triunfar sobre la oscuridad impuesta por la enfermedad, el abatimiento y la clausura.

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