Cubano-americano 2.0: hacia un disenso necesario

El trumpismo nos descubre nada preparados para responder a futuras medidas desalmadas e ilegales contra el pueblo cubano.

Foto: Cristóbal Herrera/EFE.

El trumpismo nos ha cogido desprevenidos a los cubano-americanos, mudos algunos, otros cómplices ante las multitudes en los Trump rallies clamando “Send Them Back!”; inquietos ante el nuevo Comandante en Jefe incitando a la turba; desorientados ante el animus anti-inmigrante; perturbados ante las medidas de Trump hacia Cuba que tanto complacen al exilio histórico pero que ya no responden a nuestros diversos pareceres y nuestras más profundas convicciones.

El trumpismo nos descubre nada preparados para responder a futuras medidas desalmadas e ilegales contra el pueblo cubano, contra aquellos cubanos de a pie con quienes especularon los arquitectos del embargo al recetar hace sesenta años “el hambre, la desesperación, el derrocamiento del gobierno”.

A lo mejor muchos cubanos en Estados Unidos no se sienten aludidos siquiera ante el reciente espectáculo xenofóbico, anti-inmigrante, pues muchos siguen convencidos de la excepcionalidad del inmigrante cubano, de su estatus privilegiado relativo a los mexicanos, los centroamericanos, los haitianos, su aptitud peculiar para adaptarse a la dura competencia de libre mercado, su peculiar talento emprendedor, su amor a la libertad, su rechazo visceral ante la injerencia estatal en la vida del homo economicus—y convencidos, además, que los trumpistas sabrán distinguir entre tantos inmigrantes latinoamericanos.

Nuestra incapacidad de responder ante el demagogo tal vez no debería sorprendernos. Nuestra identidad cultural y política mantiene muchas de las características que nos adjudicara Gustavo Pérez Firmat en los años noventa. A fin de cuentas, afirmó el autor, el cubano-americano no es “oppositional” sino “appositional.”

Los emblemas de la cultura cubano-americana eran, en aquel entonces, Desi Arnaz y Gloria Estefan. La oposición y el disenso sólo cobraban sentido al otro lado del Estrecho, en Cuba. En tierra firme, ¿disenso para qué? Por su parte, la cultura miamense es shamelessly materialistic (desvergonzadamente materialista) y el rechazo implícito de este shameless materialism hacia ese otro materialismo, el materialismo dialéctico, era desde luego cosa de celebrarse. El auténtico espíritu cubano se acoplaba con el shameless materialism que potenciaba este mejor de los mundos posibles.

Este texto fundacional de la cultura cubanoamericana, Life on the Hyphen de Pérez Firmat, postulaba, más allá de una identidad colectiva, una generación especialmente capacitada para definir o articular esa identidad, especialmente dotada para navegar ambos mundos—el cubano y el estadounidense.

La generación 1.5, los que guardaban recuerdos de una niñez en Cuba pero que llegaron a la edad de mayoría o came of age en Estados Unidos, éstos eran los virtuosi de la transculturación, los maestros del anfibianismo lingüístico, cultural, político.

Décadas después, esa generación sigue en gran medida definiendo el ethos colectivo, elaborando la historia oficial, identificando las “ofensas” contra las normas—identificando el diversionismo ideológico, digamos. El post de Facebook (eliminado posteriormente) de Arturo Sandoval reprochando a Pitbull (quien luego se retractó) por haber “ofendido” al exilio al saludar a los cantantes de Gente de Zona en un concierto en Bayfront Park el 31 de diciembre, es sólo un ejemplo reciente de ese tipo de vigilancia de las fronteras —políticas, culturales, generacionales.

Mientras tanto, sin embargo, esas fronteras se desdibujan, y llega el momento para volver a pensarlas y hasta de contemplar nuevos mapas. Pitbull no es menos parte del exilio, desde luego, que Arturo Sandoval. Pero sí es más joven, y llegó a tierra firme después que Sandoval. Pitbull forma parte del exilio, desde luego, pero de aquel otro exilio—los que no hicieron el exilio—y ahí reside, tal vez, su pecado original.

Gustavo Pérez Firmat veía en la generación de sus propios hijos una generación cuya relación con Cuba era netamente pasiva. “Their cubanía was second-hand, a bond”, escribe Pérez Firmat, “forged by my experiences rather than their own.” [La cubanía de mis hijos era de segunda mano, un lazo forjado por mis experiencias en vez de por las suyas.] Por cierto, la metáfora que elige Pérez Firmat para la cubanía pasiva de las subsiguientes generaciones es precisamente el humo de tabaco, el second-hand smoke. “Cuba is for [second generation Cuban Americans] as ethereal and as persistent as the smell of their grandfather’s cigars (which are not even Cuban but Dominican)” [Cuba es para la segunda generación de cubano-americanos tan etérea y persistente como el aroma de los tabacos de su abuelo (que ni siquiera son cubanos sino dominicanos)].

Pero si el autor de estas palabras, como Arturo Sandoval, postula su propia “autoridad” para definir el ethos colectivo, para fijar las fronteras ideológicas y generacionales, ¿qué sucede cuando las generaciones susbsiguientes o las olas inmigratorias más recientes—los que no hicieron el exilio—asuman su debido papel en la polis y se “autorizan” ellos mismos, volviéndose autores, o incluso protagonistas?

¿Convalidarán los nuevos autores la narrativa oficial del exilio escrita por sus padres? ¿Celebrarán la epopeya de quienes fundaron el exilio? ¿Asumirán el papel pasivo ante esa cubanía que inhalaron sin querer y sin poder objetar? ¿Forjarán con la cultura y la historia cubanas sus propios lazos? ¿Y acaso tiene propiedades nocivas, pensándolo bien, el second-hand smoke?

Hay motivos concretos para pensar que el consenso cubano-americano forjado en los años de la Guerra Fría por el así llamado exilio histórico viene desmoronándose. Los sondeos realizados por The Cuban Research Institute de Florida International University muestran contundentemente que los que dominan los medios de comunicación cubano-americanos, o los que se manifiestan en Miami delante del restaurante Versailles, o los que escriben cartas al editor de Diario las Américas ya no representan la comunidad compleja y diversa que ha estado gestándose durante décadas.

Por ejemplo, casi la mitad de los cubano-americanos, el 49%, se opone al embargo de los Estados Unidos contra Cuba. Es más, los que todavía apoyan el embargo se concentran entre los mayores de sesenta años. Entre los cubanoamericanos de 18 a 39 años de edad, el 65% se opone al embargo. Vociferan las autoridades auto-designadas en nombre de un exilio monolítico, unido, pero el consenso ya no existe, si bien existió durante la Guerra Fría.

En el campo literario, el año 2019 vio la publicación de un volumen de cuentos, Let’s Hear Their Voices. Las cuatro palabras del título, al parecer nada contestatarias, constituyen todo un manifiesto si tenemos en cuenta la radical asimetría discursiva entre el “exilio histórico” y los que nacieron o llegaron después.

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Pocos dramas culturales han puesto de manifiesto las divisiones e incomprensiones como el que se produjo tras las protestas estudiantiles March for Our Lives que se organizaron como respuesta a la masacre en Stoneman-Douglass High School, en Parkland, Florida, en las afueras de Miami. Una de las protagonistas de ese movimiento era estudiante de escuela secundaria, hija de padre cubano, que sin embargo no domina el español. Se llama Emma González. Para los propósitos del exilio histórico, esta joven bien podría descartarse como pichón de cubano, desautorizada por su español limitado y por su madre norteamericana—en fin, una desheredada del acervo cultural cubano. Pero en la manifestación March for Our Lives que se llevó a cabo en Washington, DC, se atrevió a aparecer en el escenario y alzar la voz ostentando una chaqueta de verde olivo con la bandera de Cuba en el hombro derecho. Pretendía ser autora y protagonista, y esto desde luego constituía una ofensa al exilio, ofensa que se debía censurar.

Apareció la escritora Zoé Valdés, escribiendo desde Francia, para llevar a cabo el escarnio público, el concienzudamente literario acto de repudio. Vino para marcar claramente las viejas fronteras. Se mofaba de la joven rapada, la que en Cuba llamarían, “sin inmutarse,” “machorra,” “marimacha,” “bombera,” términos ya repudiados en occidente por los censores del political correctness. La joven, que semanas antes había perdido diecisiete compañeros de escuela en un acto de violencia iba, “para colmo… con la carcajada o la lagrimita fácil, según lo que toque en el teatro del absurdo.” Ahora resultaba, para Zoé Valdés, que la masacre en la escuela secundaria y las leyes que regulan las armas de fuego en los Estados Unidos y el fenómeno de los mass shootings y la protesta de los jóvenes ya no eran el asunto principal sino mero pretexto para la investidura de un nuevo ícono “que formara y forme parte del caudillismo internacional de la izquierda.”

Las palabras de la joven eran irrelevantes. Emma González no era ni autora ni protagonista sino títere, y hacía falta una autora de verdad, una autorizada, para interpretar y verbalizar la puesta en escena. Zoé Valdés llegaba desde otro continente, de otra generación, pero de la misma fuente epistemológica de los símbolos patrios para explicarnos el verdadero significado del atuendo, del corte de pelo, del teatro del absurdo en el que apareció un día una joven no autorizada siquiera para hablar por sí misma, ni en inglés ni en español, mero títere de la izquierda internacional. Las palabras pronunciadas por la joven eran lo menos importante, pues faltaba poco, aseguraba la autora cubana, para que Emma González espetara las consignas comunistas, “¡Pioneros por el comunismo! Seremos como el Che.”

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Pero lo reprimido retorna, y las epopeyas generacionales tarde o temprano ceden el paso a nuevas voces, a nuevos impulsos emancipatorios. Por más que se esfuerce Trump en callar y ridiculizar a Greta Thunberg o Zoé Valdés en callar y ridiculizar a Emma González, las jóvenes hablarán, y tienen muchos años por adelante. Let’s hear their voices.

En una época en que el mismo “Washington consensus” se desmorona, los artículos de la fe neoliberal dan paso, según el premio Nobel Joseph Stieglitz, al “rebirth of history,” en una época en la que el trumpismo, a pesar de la consigna “Make America Great Again”, representa en realidad una crisis de fe en el establishment, llega para los cubano-americanos la hora de volver a pensar nuestro papel más “appositional” que “oppositional”, de contemplar nuevos mapas, de descubrir nuevos derroteros.

Tal vez el “shameless materialism” del Miami cubano-americano no constituye nuestro horizonte de expectativas ni nos equipara para enfrentar la coyuntura actual. Y si de emancipación se trata, y si la Calle Ocho empedrada por el exilio histórico resulta ser callejón sin salida, quizás el único camino abierto es el de la contestación. Tal vez la luz guía ya no es ni una generación ni una identidad tribal sino una lealtad a las ideas. En esta coyuntura tal vez los cubanoamericanos harían bien en reflexionar ya no sólo sobre las páginas de Pérez Firmat sino también sobre las de Edward Said en las que nos exorta a priorizar la conciencia intelectual en lugar de la conciencia nacional o tribal, “por más solitarios que nos haga sentir.” Emma González y Greta Thunberg ya deben saber algo de esa soledad, pero no se inmutan, y, por el bien de todos, ojalá sigan hablando y sepamos escuchar.

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