El alcohol y los muros

En esas interacciones culturales, defectos y excesos eran como dos caras de una misma moneda.

I
En 1919 el Congreso aprobó la Ley Volstead, una de las más erráticas y contraproducentes en la historia de Estados Unidos, que penalizaba con multas o cárcel la producción, transporte, importación y venta de licores en todo el territorio nacional. El inicio de una era conocida como la Prohibición, que duraría hasta 1933.

En Tampa, como en el resto del país, sus efectos fueron inmediatos. El primero, el apogeo del moonshine, literalmente “brillo de luna”, un aguardiente cristalino de fabricación doméstica hecho a partir de maíz, azúcar, malta, levadura y agua. Para decirlo en cubano, una suerte de “chispa de tren” o “hueso de tigre” estadounidense, típico al inicio de la zona de los Apalaches y producido desde luego sin la correspondiente licencia federal. Al declararse ilegal el alcohol, la disponibilidad de ese moonshine –antes marginal y sin mayores impactos sociales, excepto entre los fabricantes del campo y sus vecinos–, se disparó a niveles desconocidos.

Pero con un cambio. Generalmente asociado a zonas rurales, coexistiría a partir de ahora con el destilado en sótanos, áticos y patios de viviendas urbanas. Uno de los orígenes de la mafia italiano-siciliana en Tampa, dedicada a esa tarea para complementar los magros salarios que sus inmigrantes recibían en aquellas grandes factorías de ladrillos rojos. Un historiador local anota que

la Prohibición trajo enormes sumas de dinero a la comunidad italiana de Tampa, elevando el estatus socioeconómico de los involucrados en el comercio ilegal. El “Experimento Noble” también fue importante porque llevó a los estadounidenses de origen italiano al inframundo criminal de Tampa. Antes de la aprobación de la Enmienda 18, el crimen organizado era dominio casi exclusivo de cubanos y españoles. Controlaban todas las formas principales de vicio, incluida la lucrativa bolita, los números cubanos. Traídos a Ybor City en la década de 1880, esta forma popular de juego comenzó como un pequeño negocio paralelo en los salones latinos. Pero pronto se convirtió en la mayor empresa ilegal de hacer dinero en la historia de Tampa.

El segundo, haber convertido a Tampa en uno de los centros del contrabando de alcoholes y melazas más activos de la Unión, otro de los costos del puritanismo al ser este asumido, de nuevo, por la política. Y oportunidad dorada que supo aprovechar la mafia al devenir suministradora exclusiva de un producto de gran demanda, consumido en los llamados speakeasies de la ciudad, y en especial de Ybor City, esos sótanos y “capillas ardientes” a los que se accedía con solo mencionar una palabra clave, según lo recrea Some Like It Hot o Algunos prefieren quemarse (1959), la famosa comedia de Billy Wilder sobre esos locos años 20.

En Tampa la Prohibición tenía, además, serios problemas existenciales debido a su condición de centro vacacional para norteños y extranjeros. Los traficantes desafiaban de mil maneras a las autoridades, pero sobre todo sobornaban a Mahomacán. Según testimonios de la época, no pasaban mucho tiempo en prisión por violar la ley. Y hasta sonreían cuando se les arrestaba. Pagaban sus multas y al día siguiente continuaban haciendo exactamente lo mismo.

También daban identidades falsas o distorsionaban sus nombres. Y no resultaba excepcional que policías tocados les advirtieran acerca de inminentes redadas para calmar durante un rato a los devotos de YMCA y las comunidades cristianas. Les avisaban a los dueños de speakeasies de manera que tuvieran tiempo para poner a salvo el material de calidad y dejar solo –para seguir en cubano–, el ron peleón y el moonshine, consumido preferentemente por menesterosos y pobres.

Las Bahamas se convirtieron en un importante centro para el contrabando. A escasas millas de la Florida, lugares como West End, Grand Bahamas, Bimini y Gun Cay fueron los principales del trapicheo, controlado por un grupo de comerciantes locales. Y con un gobierno tan oportuno como pragmático que en 1919 introdujo una ley aumentando impuestos sobre las bebidas alcohólicas que ingresaban a las islas.

Cuba también: otro caso de integración económica horizontal informal. Meyer Lansky (1902-1983), Lucky Luciano (1897-1962) y Santo Trafficante Sr. (padre, 1886-1954) lograron importantes dividendos para sus negocios y sentaron las bases para la alianza con miembros de las élites locales, una de las fuentes de corrupción durante la primera y la segunda repúblicas.

II
Por contraste, en La Habana de 1920 el alcohol corría suave sobre la lija. Ese mismo año el compositor Irving Berlin (1888-1989) estrenaba la tonada “I´ll See You in C-U-B-A”, un hit que resonaría prácticamente durante toda la década, e incluso más allá. Un manifiesto, una incitación que contribuyó en no escasa medida a continuar modelando/alimentando desde la cultura popular lo que alguna vez el historiador Louis A. Pérez llamó “la construcción de una Cuba en función de las necesidades norteamericanas”:

No muy lejos de aquí
Hay una atmósfera muy viva
Este año todo el mundo va para allá
Y hay una razón.
La estación empezó en julio pasado
Desde que los Estados Unidos se secaron
Todo el mundo va para allá
Y yo también estoy en mi camino
A Cuba, para ahí me voy
Cuba, ahí me quedaré
Cuba, donde el vino fluye
Y donde las Estelas de ojos oscuros
Encienden los Panetelas de sus parejas.
Cuba, donde todo es feliz
Cuba, donde todo es alegre
¿Por qué no planificas
Un viaje maravilloso
A La Habana?
Date un brinquito en un barco
Y te veré en C-U-B-A.

Oye el consejo de un amigo:
Beber en un sótano no es agradable
Todo el que ha pagado el precio
Debe ser un cubano
¿Has estado buscando la “sonrisa”
Que no has tenido durante mucho tiempo?
Si la tienes, sígueme entonces, que te enseñaré el camino.
Me estoy yendo para allá.
¿Por qué no bebes como un cubano
En vez de esconderte en un sótano?
Desde la Prohibición, dime, mi socio, ¿has sido
Una personita muy asustada?
¿Por qué no lo bajas directo de la botella
En vez de una canequita de plata?
Tómate tu whisky, tu ron y tu ginebra
Donde la sequía no llega.

Más adelante:

Allí están los bares más exquisitos, los tabacos
Que solo se hacen en Cuba.
No soy una dama bebedora, nunca me he fumado un Panetela
Pero me gusta estar donde todo es alegre, ¿okay?
Dejemos atrás nuestras preocupaciones y problemas
Y démosles nuestras nuevas direcciones
Donde madrugaremos y beberemos hasta quedarnos ciegos.
Ciegos, pero alegres de verte en C-U-B-A.

Y cerraba:

¿Por qué no viajas con nosotros en un tren o en un ómnibus
A Miami, donde podemos empezar
A planear un maravilloso viaje en avión o en barco
Que nos llevará de la Florida a La Habana?
¡Te veré en C-U-B-A!

La Prohibición movió hacia La Habana tanto a dueños de destilerías como de bares, y hasta bartenders que habían perdido sus empleos en Estados Unidos. Algunos desmontaron, literalmente, sus negocios en Chicago, Nueva York o Nueva Orleáns para trasladarlos a La Habana, muchas veces incluso con el mismo nombre. Cuentan que por entonces llegó a haber alrededor siete mil bares en la ciudad.

 

Se bebía prácticamente en cualquier parte, pero los visitantes lo hacían con preferencia en los sitios más céntricos y frecuentados por su turismo, sobre todo en el Paseo del Prado y sus alrededores: los bares de los hoteles Inglaterra, Plaza, Sevilla Biltmore, y en las barras de El Floridita y el Sloopy Joe´s, que nunca cerraba. Y no precisa ni únicamente whiskey, sino también ron y coctelería cubana, entre la que despuntaban el Daiquirí, el Presidente y el Mary Pickford, combinaciones híbridas al cabo de los crecientes contactos entre ambas culturas desde la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, junto al Cuba Libre, a base de Coca-Cola, ron, hielo y limón.

Ahí entraba Bacardí, la firma por entero nacional con cuyo ron se inventaron esos cuatro tragos, y que hizo su primer despegue al implementar estrategias y mecanismos de marketing absolutamente modernos utilizando vallas y propaganda gráfica –por ejemplo, un afiche art deco de Conrado W. Messeguer (1889-1965) — que llegaron a promover con bastante efectividad el consumo de licor. CUBA ES GRANDE, rezaba una leyenda al pie en uno de ellos. Y HAY UNA RAZÓN: BACARDÍ.

Medio millón de litros de ron producidos en 1924, el mismo año en que empezaron a construir el edificio también art deco con su murciélago en lo más alto de la torre, ubicado en la Avenida de Bélgica entre Empedrado y San Juan de Dios, cerca del Palacio Presidencial, en aquella crecientemente glamorosa Habana.

La diferencia con Estados Unidos era esta:

[…] en Cuba los visitantes no eran molestados por vecinos entrometidos o autoridades moralizantes. Cuando los norteamericanos se emborrachaban hasta matarse, la policía miraba al otro lado. Si se requería algún tipo de intervención, la policía turística escoltaba al ofensor hasta su hotel, o quizás hasta la estación para ponerlo sobrio, pero casi nunca se le acusaba. Y no solo esa atmósfera de libertinaje hacía a Cuba tan popular. Había espacios para virtualmente cada tolerancia, de pistas de carreras a prostíbulos y fumaderos de opio. El escenario tropical era descuidado y seductor. Tanto las mujeres como los hombres hallaban a Cuba irresistible: la lujuriosa calidez y fragancia de sus noches, las brisas del mar, la luz, los cocteles exóticos, la música suave que parecía fluir de todas partes, la gracia, el baile sensual, los cuerpos fabulosos y la ropa elegante.

Un periódico local impreso en inglés se los advertía: “No trate de consumirlo todo durante los primeros días. Recuerde que las destilerías cubanas trabajan día y noche”. Pero solía ser un viaje breve.

La tonada de Berlin tenía entonces razón: la cosa era mover el péndulo “hasta quedarnos ciegos”.

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