El cuartico está igualito

No hubo personas botadas a las calles, tocando conga o sonando pitos. No hubo banderas en los balcones, ni voceadera de una acera a la otra, como cuando Santiago e Industriales discuten el número uno en la Serie Nacional de Béisbol.

Este 20 de julio, mientras la noticia de que Cuba y Estados Unidos reabrían sus embajadas estaba en titulares y televisoras del mundo, en Cuba vivimos una calma plomiza mucho más parecida al semblante de un día común que al de eso que llaman un momento histórico.

Un lunes como otro cualquiera: la gente fue a trabajar, a la consulta del médico, a tomarse un helado, a espantarse una reunión… En el intermedio de esas terrenalidades, ineludibles o deseadas, la tele pasó la ceremonia de reapertura de la embajada cubana en Washington. Algunos la vieron.

No creo que el escaso revuelo ciudadano respecto al asunto radique, por ejemplo, en la ignorancia. Desde muy niños, los cubanos estudian en la escuela como asignatura priorizada el diferendo histórico de su país con el vecino del Norte, y han oído hablar tanto de la fruta madura y Girón y la fiebre porcina y el bloqueo, que de hecho su sobresaturado biospolitikos suele tirar el plug a tierra cuando el tema resurge de sus cenizas como fénix.

Pero tampoco me parece que sea esta vez cuestión de apatía; cada ciudadano del archipiélago tiene algún tío, primo, hermano o amigo cercano emigrado por la necesidad a los Estados Unidos y la reapertura de una embajada propia allá puede significar algo tan sensible como volver a ver prontamente a la gente que es tu sangre.

¿A dónde apunta entonces la indiferencia o falta de entusiasmo de este lunes realmente memorable? Quizá un poco a lo procesual, a que este paso en particular fue anunciado con tiempo y despojado así del efecto corcho de la sorpresa. O acaso, traspasando la epidermis del razonamiento simple, habría que pensar más en cierta pérdida de la inocencia, deshojada de a poquitos en los siete meses transcurridos desde el 17 de diciembre hasta hoy.

Aquel día, en que sí hubo miles de lágrimas frente a las teles, y gente saliendo a las calles para canalizar su sorpresa o compartir con otros su cara feliz de susto; el pueblo cubano se encendió en expectativas.

Envueltos en la euforia de estar viviendo lo increíble, luego de medio siglo y tanto de rupturas, muchos pensaron que se había acabado el bloqueo, que en cuestión de días tendríamos de vuelta la Base de Guantánamo, que al fin nos iba a tocar esto de la Internet… somos así, un pueblo hermoso con la capacidad aún intacta de creer y soñar a velocidades infantiles.

De allá a acá ha seguido pasando la vida. La cotidianidad, las mismas carencias, diálogos tejidos a velocidad penelopiana, donde uno ni escuchando se entera realmente de qué se dice.

Diez horas de internet sigue costando lo que un mes entero de trabajo; once libras de carne, también. La gente tiene en casa cosas más urgentes por las cuales preocuparse y entonces los sucesos trascendentales de la historia tienen que marcar la cola y conformarse con la emoción de unos pocos y el escepticismo del resto.

¿Qué nuestra bandera de la estrella solitaria ondea ahora en Washington con el respeto de una casa propia?  Ah! Eso le llena el pecho acá a todo el mundo. Pero nos ahorramos los arrebatos.

En el juego torvo que es la política, los equipos de cualquier bando suelen reportar pocas alegrías a las turbas que sufren cada uno de sus tantos. Quizá por eso los cubanos nos lanzamos a las calles solo con la pelota. Por muy mal que le vaya a Industriales o a Santiago, suelen decepcionarnos menos.

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