El maestro Lazo

Carlos Lazo, un maestro cubano de Seattle se ha vuelto “viral en algunas redes sociales tras haber publicado un video en que canta con sus jóvenes alumnos estadounidenses la canción “Cuba Isla Bella”, del trío de hip hop cubano Orishas. Su gesto y el de sus alumnos ha conmovido a miles de cubanos y trasmitió el poder de la amistad entre los dos países que Lazo reconoce hoy como su madre (Cuba) y su padre (Estados Unidos).
Hace pocas semanas Lazo visitó nuevamente a su “madre”, acompañado por un grupo de sus alumnos estadounidenses.  Este hombre cubano que ha aprendido a sacarle verdadero provecho a los medios sociales en Internet, documentó cada jornada en las que le aseguró a sus estudiantes un experiencia inolvidable “en español”. 
Pocos días antes de despegar de Seattle y de volverse a internar en la sofocante Habana, conversé nuevamente con Lazo. Durante más de de dos horas me contó cómo se ha convertido en el maestro Lazo. Su vida comenzó a 200 metros de la playa, comiendo pescado y descalzo. Era feliz. A los ocho años le respondió a su tía de San Diego de Los Baños una carta rimada donde, me dice, esbozó sus sueños más altos de entonces: “ser un hombre de bien y tener mi guitarrita.”  

Solo en La Habana

“A los quince años me quedé solo y aprendí a cocinar. Cuando sentía miedo a la oscuridad y a las cucarachas, salía caminando hasta el Malecón y me sentaba allí frente al mar hasta que me cayera el sueño”.
En 1980 su hermano mayor consiguió exiliarse en Perú a partir de los sucesos de la embajada, y su madre viajó a Miami, unos meses después, con la idea de quedarse allí y recobrar a sus hijos. Aunque legalmente podría ser muy difícil.
Todo en él, toda su energía, estaba dispuesta para “irse” de Cuba. Su padre, revolucionario, siguió siendo el padre amoroso de su niñez. Venía a visitar a Carlos todas las semanas. Pero sus vidas tendían a bifurcarse. La política se fue volviendo un tema imposible, aunque todo lo demás, hermoso, seguía creciendo entre ellos. Y fue así hasta el último día.
“Yo estaba ofuscado”. Y la decepción creció cuando supo que no lo dejarían estudiar Medicina porque “no tenía condiciones político-morales”. Una madre en Estados Unidos y un hermano exiliado en Perú eran suficientes motivos para los tamizadores de entonces.
“Para mí, Cuba era el peor país del mundo”.
Después de eso ni siquiera intentó entrar a la universidad. Fue estibador en los muelles, trabajó en el almacén de la tienda La Época, fue vendedor en un puesto de viandas en los bajos de su casa, carnicero en Lawton. Su don de gente le regaló amistad por todos lados.
“Tenía clientes ‘contrarrevolucionarios’ que decían que yo les recordaba a los dependientes de antes del 59 por mi trato amable. Y los clientes ‘revolucionarios’ me decían que yo era como el Hombre Nuevo”. 

Carlos Lazo y sus alumnos estadounidenses en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.
Carlos Lazo y sus alumnos estadounidenses en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

Salida ilegal

Una noche de 1988  “se tiró” al mar por la playa de Baracoa, en una balsa rústica, con un amigo. Tenía 23 años y su brújula vital se orientaba siempre al Norte. Pasaron dos días vagando hasta que los capturaron los guardafronteras cubanos cerca de Jaimanitas, el pueblito costero donde había nacido Carlos Lazo en 1965, en un país socialista.
Esa vez su travesía terminó en la cárcel de Quivicán. Lo condenaron a un año de prisión por el delito de “salida ilegal del territorio nacional y apropiación ilícita” (por llevarse a su viaje unas patas de rana que había alquilado en un campismo).
“La prisión fue un período de crecimiento”, cuenta. Leyó “como un animal”: Víctor Hugo, Dostoievski, Verne, Hemingway… “Un día vino un oficial a pedirme que convirtiera un cuarto lleno de libros en una biblioteca”. Organizaba y desorganizaba luego. “Me convertí en una variante de Penélope para ganar tiempo a mi favor”.
Su propósito mayor, y secreto, seguía siendo llegar a los Estados Unidos. En 1991 se arriesgó nuevamente, sin poder despedirse de nadie, ni de sus dos hijos pequeños que quedaron en Cuba. 

A la segunda…

Serían las 5 de la tarde cuando comenzaron a ver una luz roja a bastante distancia. Era el tercer día a la deriva.
Hicieron fuego con todo lo que tenían a la mano todavía, desde que el motor Champion americano de 1951 se detuvo a las 7 horas de haber partido de La Habana rumbo a Florida. Pero la luz roja se hizo cada vez más pequeña.
En el bote se oía el rumor de un rezo entre aquellas seis personas, náufragas por unos minutos en su propio terror inconfesable. Era la madre del niño de tres años la que sonaba. “No vamos a poder”, lloró ella. Entonces Carlos Lazo sacó uno de los dos libros que llevaba consigo.
“Ábrela”, le dijo. “Donde caigas, encontrarás una respuesta”. La mujer fue a parar al Salmos 23: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”. Y siguió gimoteando los próximos cinco minutos mientras leía en voz alta para el resto: “Aunque pase por el valle de sombra de muerte no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo”.
Lazo hubiera podido compartir con ella también su otro librito envuelto en nylon. Pero pensó que no estaban las cosas como para los versos de un poeta, un Rafael Alcides agradecido como un perro: “hoy doy la bienvenida a todo lo que tengo y a todo lo que soy”.
Entonces fue cuando alguien avisó –cómo recordar ahora, 27 años después, quién fue el Rodrigo de Triana de aquella expedición.
Una temblorosa luz verde se fue acercando hasta dejarse ver, plena, en la proa de un yate con matrícula de la Florida: “¡Esperen ahí, que ya avisamos a la Guardia Costera!”. La luz roja seguía encendida en la popa. Tuvieron mucha suerte y recibieron la gracia de empezar su vida otra vez, en Estados Unidos. 

Miami-La Habana: ida y vuelta

“Cuando llegué a Miami todo me parecía maravilloso”.
Trabajó en una cafetería, repartiendo pizzas, aprendió a manejar rastras y fue técnico en salud mental en un home de ancianos. “Llevaba mi guitarra y la pasaba bien con ellos”.

Carlos Lazo y sus alumnos estadounidenses en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.
Carlos Lazo y sus alumnos estadounidenses en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

El 12 de julio de 1994 volvió a Cuba por primera vez, cuando su padre enfermó y gracias a que pudo conseguir un permiso especial de la Cruz Roja.
El país estaba atragantado con algunos de los extremismos cometidos, apaleado por la más profunda crisis económica y a las puertas de la gran “crisis de los balseros”. El Período Especial y la Ley de Ajuste Cubano empujarían a más de 30,000 al Estrecho de la Florida.
Carlos Lazo se reconoció en ellos. Él también era un balsero, pero estaba de regreso. Comprendió que no podría ya volver a abjurar de Cuba. 

Seattle-Iraq-Washington-La Habana

Cuando decidió ir a vivir a Seattle sintió que estaba en Estados Unidos de verdad. Imbuido de agradecimiento a su nuevo país se inscribió en la Guardia Nacional con la idea de ser útil frente a incendios, terremotos… Pero en 2004 Iraq fue su destino insospechado.
El cubano, que hasta entonces solo había terminado el preuniversitario, fue entrenado como enfermero y se convirtió en el Sargento Lazo. “La guerra no se la deseo a nadie”. Para él duró hasta 2005.

Carlos Lazo y su perrita Fallujah, rescatada en esa ciudad de Iraq. Foto: Cortesía del entrevistado.
Carlos Lazo y su perrita Fallujah, rescatada en esa ciudad de Iraq. Foto: Cortesía del entrevistado.

Durante unas cortas vacaciones, mientras estaba apostado en Iraq, decidió volver a Cuba a visitar a sus hijos. En el aeropuerto de Miami le impidieron viajar. El entonces presidente George W. Bush había decidido que las visitas familiares a Cuba solo se podían realizar cada tres años. Y ya Carlos Lazo había consumido su “cuota”.
Comenzó para él un camino de liberación: hizo lobby ante congresistas en Washington y en Miami, portando la dignidad de un padre cubano y a su vez la de un soldado norteamericano.
“Hay un momento que recuerdo especialmente. La congresista cubanoamericana Ileana Ross Lehtinen era una de las representantes federales que habían auspiciado la implementación de esas crueles restricciones. Al principio yo dudaba de si visitar o no visitar su oficina, pero al final decidí hacerlo. Esperaba encontrar una señora seria, hostil e intransigente. El caso es que, junto a otros cubanos que me acompañaban, solicitamos hablar con ella sobre cómo esas medidas afectaban a las familias cubanas a ambos lados del estrecho de la Florida. Al rato de estar en su oficina, comenzamos a conversar de nuestras propias familias y de nuestras historias personales. De pronto, la congresista, a la que yo consideraba una persona dura, fría, y cruel, comenzó a adquirir ante mis ojos un perfil más humano. Aquel día, en la oficina de Ileana Ros Lehtinen, acabé metido en la cocinita y preparando café. Nunca nos pusimos de acuerdo en lo de las restricciones de viajes familiares, pero aprendí que a veces encasillamos a las personas en un rol, pero cuando tenemos la oportunidad de dialogar, de conocernos, terminamos apreciando lo que tenemos en común. El hecho de haber oído sobre sus experiencias como hija, como esposa, y como madre, me permitió verla a través de un lente más humano. Después de aquel encuentro, en varias ocasiones me tropecé con la congresista, en foros públicos donde se debatían las relaciones con Cuba. Siempre estuvimos en bandos opuestos. Sin embargo, desde aquel primer encuentro nunca más la pude encasillar. Algunos pudieran tildarme de iluso o sentimental (y puede que lo sea), pero confieso que hasta cierto afecto sentía (y siento) por ella. Lo que más lamento es el no haber tenido el poder de convencimiento para demostrarle a la congresista lo equivocada de su posición con respecto a las relaciones con Cuba y la necesidad de que revisara y modificara su postura.”
El sargento Lazo declaró ante el Senado y durante semanas fue referenciado en varios medios de prensa en Estados Unidos. Desde Iraq había grabado un video: “si pierdo mi vida en esta guerra y no puedo ver a mis hijos otra vez, no será porque Cuba me lo impidió, sino Bush”.
Con el senador Charles Rangel, en Washington. Foto: Cortesía del entrevistado.
Con el senador Charles Rangel, en Washington. Foto: Cortesía del entrevistado.

Carlos Lazo fue, en ese momento, el eslabón de una cadena de progreso –como le dijo Sarah Stephen, la directora del Centro para la Democracia en las Américas que ayudó a Lazo a abrirse camino con contactos en Washington. Era parte de un gran cauce de esfuerzos compartidos que, ya para entonces, impulsaba de manera explícita o discretamente el todavía inacabado proceso de normalización política entre ambos países y ambos pueblos.
“Sarah Stephen es una amiga y mentora a la que quiero y admiro. Su trabajo fue de vital importancia para acabar con las restricciones de viajes a Cuba que castigaban a la familia cubana y para mejorar las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Hace años, mientras conversaba con ella, comenté mi frustración pues en aquel momento parecía  que estábamos en un punto muerto. Y ella me habló de eso, de “la cadena del progreso”. En esa cadena imaginaria, me dijo, a veces no somos el último eslabón, el de los logros. Pero Sarah me recordó que todos los eslabones son imprescindibles.”
A sus 40 años Lazo por fin decidió “ir a la escuela” y se hizo maestro. Estudiar y enseñar ha sido desde entonces una de sus más mayores motivaciones. A punto de terminar un doctorado, ya acumula dos licenciaturas, dos masters, y siente una intensa motivación –de procedencia cristiana– para contribuir a sanar las separaciones entre familias y pueblos. “Pasarán las profecías, pero el amor no pasará jamás”. (Corintios 13:8)

Ser maestro

Carlos Lazo enseña español en un preuniversitario de Seattle, en el estado de Washington. Sus alumnos de décimo grado en la North Creek High School, de Bothell, aprenden español y aprenden a admirar a la “Isla Bella” del profesor.

En nuestra conversación le pedí al maestro Carlos Lazo sus recomendaciones para educar a distintos tipos de jóvenes. Fue atento al tratar de identificar y contextualizar las necesidades de cada grupo.
Los que pertenecen a minorías que viven en Estados Unidos, me dijo, deberían tratar de mejorar sus habilidades de inglés con el mismo énfasis con que deben intentar aprender la cultura y lengua de sus ancestros. “A veces, en su afán por insertarse en la cultura dominante, jóvenes y padres, desechan la lengua y cultura de su herencia. Así, en la casa donde antes se hablaba español, de pronto solo se oye inglés –y en unos pocos años, los nietos ya no se pueden comunicar con los abuelos.”
“Se sabe que aquellos que tienen conocimientos profundos y leen literatura en su lengua nativa, aprenden inglés más rápidamente y tienen más posibilidades de insertarse y alcanzar su máximo potencial en las comunidades donde residen.”
Por otro lado, “cuando un joven estadounidense aprende sobre la vida, cultura y lenguaje de las minorías que viven en los Estados Unidos, el joven ya no es solo un ciudadano de los Estados Unidos confinado a una geografía o entorno limitado, sino que, por obra del aprendizaje, amplia su bagaje cultural y se va convirtiendo en un ciudadano universal. Lejos de atrincherarse en su propia cultura  –¡como si la cultura fuera un ente que se puede aprisionar y mantener inamovible!– los jóvenes norteamericanos deben abrirse a la diversidad que existe en sus comunidades y en el mundo y apreciarlas en toda su belleza. Para los jóvenes norteamericanos, este no es el tiempo de decir dirigiéndose a las minorías, “habla solo inglés porque estamos en USA”, sino de expresarle con una sonrisa inclusiva  a esas minorías “enséñame de tu lenguaje y cultura que yo también quiero ser parte del mundo”.”

Carlos Lazo recomienda que los jóvenes cubanos en Estados Unidos actúen siempre como si representaran a sus familias, a su país de origen, a su patria de nacimiento.
“Deberían ir por el mundo armados de una brújula invisible de valores éticos. Deberían actuar de manera que cuando alguien pregunte: “¿Quién hizo ese buen trabajo? ¿Quién ayudo en esa labor digna? ¿Quién puso este granito de arena para que el mundo fuera mejor? La respuesta obligada ante la obra meritoria sea: “¡Tenía que ser cubano!”. Recibir las oportunidades y los retos en el país donde fundan hogar nuevo como bendiciones. Pero ostentar su identidad y raíces con orgullo. Quien lleva consigo el honor y el cariño de sus antepasados, nunca está solo.”
“Los jóvenes cubanos que viven en Cuba –remata el cubano, balsero, sargento, maestro Carlos Lazo– deben saber que, a pesar de la historia de enemistad entre Estados Unidos y Cuba, y de la retórica que ha plagado el discurso de los gobiernos de ambos países, el pueblo de los Estados Unidos ama al pueblo de Cuba y quisiera tener buenas relaciones con el pueblo cubano. Yo he visto interactuar a los estudiantes norteamericanos con jóvenes cubanos y, hoy más que nunca, me doy cuenta de que no hay barreras divisorias sino puentes de amor, conexiones de ternura entre la juventud norteamericana y la juventud cubana. Es nuestro deber trabajar, para que eso sea lo que prevalezca: el amor. En cuanto a la comunidad cubana que vive fuera de Cuba, quiero que los jóvenes cubanos en Cuba sepan que la mayoría de ellos han mantenido por décadas el amor a sus raíces, a su tierra y a su cultura; son tesoreros de pasión interminable hacia la tierra que los vio nacer. Ni el dolor de la separación, ni las amarguras que muchas veces trae aparejada la experiencia de alejarse del terruño, han hecho que estos compatriotas renieguen de sus raíces y de su cultura. Cuando ha sido necesario, ellos han acudido a socorrer a familiares y amigos que viven en la Isla. No han importado diferencias políticas o ideológicas porque tanto los de afuera como los de adentro son una familia –y para el cubano, la familia ha sido, es y será siempre lo primero.”

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