Let´s go to Cuba

Foto: Yaniel Tolentino

Foto: Yaniel Tolentino

Uno de los resultados de la relación histórica entre los Estados Unidos y Cuba fue la existencia de toda una infraestructura para el movimiento de mercancías y personas, historia que puede rastrearse en el tiempo y que alcanzó su punto más alto durante los años 40-50 del pasado siglo.

Hacia la primera década del XX, los cambios en las comunicaciones y medios de transporte público posibilitaron un aumento sustancial en el movimiento de pasajeros, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Hubo, por ejemplo, más ferrocarriles y líneas que conectaron a Key West con Tampa, Nueva York, Washington DC, Chicago y otros puntos de la Unión, a veces de manera expresa para un salto a Cuba: un combo de ferrocarril y buque. Eso fue lo que utilizó el presidente Calvin Coolidge para asistir a la VI Conferencia Panamericana, celebrada en La Habana en enero de 1928. Asimismo, hubo más barcos dedicados a la “industria sin humo”, fenómenos todos relacionados con la mayor disponibilidad de tiempo libre de las personas como consecuencia de la reducción de la jornada laboral diaria y más vacaciones.

Como destino, Cuba combinaba dos dimensiones inusuales: el exotismo –una cultura e idioma ajenos– y una cercanía casi al alcance de la mano, lo que quedó sellado desde el principio. Edificaciones coloniales con la impronta de la dominación española: patios con vegetación de ecos moriscos; una arquitectura que le valió tempranamente el calificativo de “el París del Caribe”, con un Parque Central e instalaciones confortables y lujosas en sus cercanías: el Hotel Sevilla (1908), el Plaza (1909), el Parkview (1928), el Saratoga (1933), adicionados al Inglaterra (1856) y Telégrafo (1860), además de un clima envidiable, lejos del frío de Boston, Chicago o Nueva York. En diciembre de 1930 vino la joya en la Loma de Taganana: el Hotel Nacional, a cargo de las firmas norteamericanas McKim, Mead & White y Purdy & Henderson Co.

Postal antigua del Hotel Saratoga. Foto: cubaism.com.
Postal antigua del Hotel Saratoga. Foto: cubaism.com.

Los vínculos Key West-Habana son sanguíneos, y por consiguiente pletóricos de vasos capilares. Inicialmente el cayo fue territorio subordinado a la Capitanía General de la Isla. Pero incluso durante la posesión británica de la Florida ocurría algo muy peculiar: los españoles le llamaban “el Norte de La Habana” y expedían licencias para pescar allí, regresar a San Cristóbal y vender la captura en los mercados. En 1815 el Gobernador de La Habana se lo traspasó legalmente a Juan Pablo Salas, militar destacado en San Agustín, Florida, y auténtico exponente de la picaresca española: lo vendió dos veces, la segunda, al hombre de negocios norteamericano John W. Simonton por el equivalente de 2 000 pesos, arreglo que, según cuentan, ocurrió en un café habanero.

Establecida su pertenencia definitiva a la Unión, en 1822, Key West también fue lugar de asentamiento de migraciones cubanas antes, durante y después de las guerras del XIX, y sobre todo de tabaqueros, colectas y prédicas patrióticas. Y hasta de piedras llevadas al otro lado del Estrecho: una del ingenio “La Demajagua” y otra de la vieja muralla habanera, como mismo en Tampa hay seis palmas reales sembradas en tierra de las antiguas seis provincias en un parque donde estuvo la casa en que vivió el José Martí de “Con todos y para el bien de todos”.

El 19 de mayo de 1913 se produjo un acontecimiento histórico: el primer vuelo entre Key West y la isla, piloteado por Agustín Parlá Orduña (1887-1946), nacido en el cayo de padres cubanos exiliados y laborantes. El hidroavión, que voló sin brújula, amarizó en el Mariel cargando un elemento de deliberado y profundo contenido patriótico: la bandera que José Martí había utilizado en sus peregrinaciones por la Florida mientras recaudaba óbolos entre los pobres de la tierra. Finalmente, las alas habían vencido. Y llegarían para quedarse.

Ocho años después, en 1921 Aereomarine Airways –una fusión de dos compañías–, inició vuelos diarios para traer / llevar correspondencia y pasajeros entre el cayo y la isla, iniciativa que a falta de otra tecnología incluyó el uso de palomas mensajeras para poder avisar a tierra en caso de contratiempos o accidentes. Se trataba de una flota de hidroaviones –tres bautizados como “La Niña”, “La Pinta” y “La Santa María”– que amarizaban frente al Malecón, cerca de la bahía, ante la mirada entre curiosa y atónita de los habaneros, quienes veían en aquellos portentos boyantes otra expresión de una modernidad iniciada durante la primera intervención y profundizada durante la Danza de los Millones, con sus magnificencias de El Vedado y sus espectaculares automóviles haciendo ruido en las calles. Un salto espectacular, toda vez que se redujo el viaje entre ambos puntos a una hora y media entre las nubes.

En plena Ley Seca, que disparó no solo el número de turistas norteamericanos sino también de bares en La Habana, estos vuelos fueron conocidos con una etiqueta programática: Highball Express. En 1928 la Pan-American Airways, Inc., fundada un año antes, inauguró la primera línea de vuelos comerciales Key West-Habana con siete pasajeros a bordo de un Fokker F-7 (NC53), trimotor que aterrizó en el aereopuerto de Columbia el 16 de enero. A partir de entonces, sus vuelos diarios salían de allá a las 8.00 am y regresaban a las 3.45 pm. Doce años más tarde, en 1940, la Pan American Airlines, que había inaugurado sus operaciones en 1927, llegó a tener un servicio de 28 incursiones diarias a Cuba a un costo unos 45 dólares el boleto de ida y vuelta.

Por su parte, los ferrys habían continuado su desarrollo. En 1956 se implementaría una movida superatractiva: el automobile ferry service, es decir, el SS City of Havana, construido en 1943 con fines bélicos, como mismo había ocurrido con los hidroaviones Model 75 de los años 20. La novedad consistía en trasladar a los pasajeros con sus autos de Key West a La Habana a un costo de 23 dólares por persona y 76 por vehículo; el ferry llegaba tres veces a la semana y tenía capacidad para 500 personas y 125 carros. Esto fue lo que permitió a los turistas rodar por la ciudad esos “maquinones” de testimonios y fotos de los años 50, añadidos a los que la élite y las clases medias compraban a plazo en las agencias, algunas en La Rampa y sus alrededores.

Foto: thecubanhistory.com.
Foto: thecubanhistory.com.

En 1916 visitaron la Isla alrededor de 113 000 turistas norteamericanos como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, que por razones obvias vedó Europa a los viajeros del Norte. Ya para fines de la tercera década del siglo xx distintas excursiones originadas en los Estados Unidos trasladaban a Cuba –y sobre todo a la capital– a miles de turistas. De acuerdo con la Comisión Nacional de Turismo, en 1930 visitaron La Habana 86 270 turistas y 76 982 pasajeros de tránsito, para un total de 163 252 personas, en su mayoría norteamericanos. Según el informe de la Comisión de Asuntos Cubanos, en 1935 ambas categorías de visitantes habían dejado en el país 12 591 000 dólares, cifra solo superada por los ingresos de azúcar y tabaco.

Los 50 fueron de boom: el primer año de esa década vio desembarcar en la Isla 194 000 viajeros del Norte; siete años después ya alcanzaban los 356 000, procedentes de todas las clases y grupos sociales, en consonancia con un momento en que el turismo se había democratizado aún más en los Estados Unidos al bajar los precios del transporte y alojamiento debido a una economía boyante y a estrategias específicas de mercadeo y competencia.

Además, los norteamericanos tenían a su favor ciertas facilidades aduaneras y migratorias. De acuerdo con Havana. The Portait of a City (1953), del escritor jamaicano W. Adolphe Roberts, podían visitar la Isla sin necesidad de un pasaporte. Un recibo de impuestos o una licencia de conducción eran más que suficientes, privilegio que compartían con canadienses, ingleses y franceses (los demás debían presentar ante las autoridades el pasaporte visado y el boleto de ida y vuelta). El automóvil entraba libre de impuestos por un período de 180 días, y circulaba con la chapa de su propio estado. A los choferes solo se le expedía una licencia de conducción temporal.

El ferry, propiedad de la West India Fruit & Steamship Co., Inc. suspendió sus operaciones el 31 de octubre de 1960.

Las flechas ya estaban lanzadas.

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