Lo que toca

Pedaleando en aquellos callejones, descubrí el alma encantada de mi gente. Pude sentir sus dolores y sus esperanzas. Latí al unísono con sus tristezas y alegrías.

Carlos Lazo en Jaimanitas, La Habana.

Cuando era niño me encantaba montar bicicleta. Mi primera experiencia con una bicicleta debió ocurrir cuando yo tenía tres o cuatro años. Mi madre era cocinera en una escuela de la marina en Barlovento. Eso estaba cerca del poblado de Jaimanitas, en la Habana. Mi vieja iba a su trabajo en bici. Yo me trepaba en la parrilla y partía con ella. Han pasado los años, pero aquellas pedaleadas dejaron una huella que todavía perdura. 

Con mi madre, en nuestra bicicleta.

Salíamos de casa y yo iba “escarranchado” detrás de mima. Con cuidado, colocaba mis boticas ortopédicas —único par de zapatos de entonces— sobre los dos sostenes del engranaje de la rueda trasera. Y así comenzaba nuestro viaje. Parecía que los pinos verde olivo se inclinaban a nuestro paso. Los vecinos le gritaban a mi mamá “¡Hilda, ese muchacho está grandísimo!”. Los baches de la calle anunciaban los peligros del camino. “Aguántate duro mi’jo” me decía mima». Yo abrazaba a mi madre, apretaba mi cara a su espalda y seguíamos adelante.

En la Cuba de entonces (y en la de ahora) no era fácil conseguir una bicicleta. La de mi mamá, la había obtenido a través de Pilar, una amiga del barrio. Aquella vecina humilde tenía varios hijos. En esos años, en la Isla se hacía una especie de “lotería” para el día de los reyes magos. Así se decidía la fecha en que los niños comprarían sus juguetes; básico, no básico y dirigido. Pero en Jaimanitas había centenares de chiquillos y solo surtían una o dos bicicletas. Hubo un año en que Pilar ganó el primer número del sorteo. Como aquella mujer era más pobre que mi madre (y no tenía ni dinero ni intención de adquirir una bicicleta) mima le compró el número afortunado. Así fue como llegó nuestra bici a casa.

Pedaleando en aquellos callejones, descubrí el alma encantada de mi gente. Pude sentir sus dolores y sus esperanzas. Latí al unísono con sus tristezas y alegrías. Yo pasaba de largo como un bólido, impregnándome del amor de todos. Para mi no habían blancos ni negros, no existían comunistas ni gusanos, ni ateos ni religiosos; eran sencillamente mis vecinos. La bicicleta también me obligaba a ser solidario. Porque en aquel pueblo de pescadores había que compartir. Muchas veces tuve que prestarles mi bici a los amiguitos de entonces; Robertico, Panchito, Angelito… Allí ocurría a diario el milagro de los panes y los peces.

Con mi amigo Robertico (soy de la izquierda, le llevo un año a Robertico) circa 1970.

La lección de amor más importante que aprendí por esa época, me la enseño Joaquina y su prole. Aquella mujer negra había enviudado y tuvo que echar pa’ lante solita. Tenía una retahíla de hijos de todas las edades. Joaquina era la conserje de la escuela primaria de Jaimanitas. Ganaba setenta y cinco pesos de salario. Con aquella magra mensualidad alimentaba a sus muchachos. “No sé como se las arregla Joaquina, la pobre Joaquina” susurraba mima. Pero con todo y la escasez, sus hijos siempre compartían su pan conmigo. ¡Pan con azúcar! ¡Di tú! ¡Tenían tan poco, pero ofrecían tanto!

Con Joaquina en el año 2018.
Con Joaquina y «Coki», uno de sus hijos, durante la visita que les hice con mis estudiantes estadounidenses en julio de 2018.

Entonces: ¿Qué debo hacer hoy? ¿Olvidarme de aquella gente? ¿Cerrar mis ojos e ignorar las sanciones que los asfixian? ¿Matarlos de hambre para “salvarlos”? ¿Bloquearlos? ¡Por el amor de Dios! ¡Hasta cuándo! Yo no puedo darles la espalda ni Joaquina ni a sus hijos. ¡No! Yo di pedal en aquellas calles y llevo la marca. Ha pasado el tiempo, pero hay cosas que siguen en el mismo sitio, como el pan con azúcar, por ejemplo. Por eso, mi pedaleada de ayer se las devuelvo hoy en caravana de miles. Estoy en deuda con ellos. No hay más na’. Es lo que toca.

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