Mansiones y palacetes: Tampa y La Habana

Bienes raíces y azúcar constituyen el sustento de nuevos estilos en esta dos ciudades que se miran de frente.

I

Las venturas y desventuras del Malecón tampeño se solaparon con el land boom en la Florida. Durante la prosperidad de los años 20 hubo el suficiente dinero como para invertirlo en bienes raíces, lo cual supuso la llegada a la península, especialmente al sur, de vacacionistas y familias procedentes de otros estados de la Unión. Un cambio de esos años locos: en vez de viejos ricos y jubilados, quienes entonces empezaron a comprar propiedades en la Florida fueron jóvenes de ambos sexos pertenecientes a las clases medias.

Solían llegar y desplazarse en sus propios automóviles, símbolos de la movilidad y el individualismo estadounidense, sobre todo a partir de la popularidad de los carros de la Ford, producidos en serie por el conocido magnate industrial en sus plantas de Michigan. El modelo T o Tin Lizzie, fabricado entre 1908 y 1927, se llegó a vender a 290 dólares, precio menor que el salario nacional promedio de tres meses. De acuerdo con el periódico Tampa Tribune, en diciembre de 1922 en la ciudad había 1 200 automóviles registrados.

Los efectos del land boom fueron variados, pero en lo que aquí interesa baste decir que cambiarían para siempre la fisonomía floridana. Llegaría para quedarse la sólida y regia arquitectura Mediterranean style, síntesis de lo español, italiano y otras culturas de aquella zona europea, impulsada entre otros por la firma Schultze & Weaver en obras como el Baltimore Hotel de Coral Gables, The Miami News Tower (después Torre de la Libertad) y The Roney Plaza Hotel, en Miami Beach. Desde entonces, la Florida pasaría a ser sinónimo de palmeras, playas y campos de golf. Un lugar, en breve, para vacacionar y divertirse.

En Tampa, entre los desarrollos constructivos de este período merecen destacarse Temple Terraces (1925), un suburbio al noroeste del downtown. El terreno fue comprado en 1920 por W. E. (Bill) Hammer, quien concibió una estrategia de desarrollo urbano junto a dos socios. Establecieron dos compañías. Una, la Temple Terraces Estates, desarrolló el área residencial. Este plan urbanizador estuvo concebido para norteños ricos que querían pasar el invierno en la Florida, comprar naranjales y, de paso, incrementar su capital.

Temple Terraces constituyó desde el inicio eso de lo que hoy se enorgullece: una de las primeras comunidades de golf de Estados Unidos. Junto a su Country Club (1921), diseñado por Tom Bendelow, despuntaban soberbias mansiones de estilo mediterráneo que todavía están ahí, unas del arquitecto tampeño M. Lee Elliott, otras de los neoyorquinos Dwight James Baum y Stanford White. Una lista en la que también sobresalen las casas de su primer alcalde, D. Collins Gillette (1923), Emma Pilcher (1924), Cody Fowler (1925), el Morocco Club (1925) y otras de su tipo.

Por aquellos mismos tiempos Dave Davis, el hijo de un próspero capitán de barco, construyó la Isla Davis sobre dos pequeños cayos naturales conocidos como Little Grassy Key y Big Grassy Key, en la salida al mar del río Hillsborough. Lo hizo a partir de lodo dragado desde el fondo de la bahía. Planificó una comunidad turística con tres hoteles, un campo de golf de nueve hoyos y un aeropuerto, entre otras facilidades. Luego vendió varios lotes por más de un millón de dólares. Pero las historias locales tienen siempre sus misterios: en octubre de 1926 Davis se perdió en el mar en medio de un viaje transatlántico.

Hoy muchos de sus edificios originales siguen en pie, declarados patrimonio. Isla Davis es una mezcla de áreas residenciales y comerciales, arquitectónicamente eclécticas, casi tanto como La Habana. También son de esta época Snell Islands, la variante de este proyecto en el área de Saint Petersburg, Beach Park y otros emprendimientos.

Pero como toda burbuja, aquella se desinfló más temprano que tarde (1926). “El land boom de la Florida” –escribió un estudioso bastante cínico– “fue la primera indicación de que Dios quería que la clase media estadounidense se enriqueciera”. Tres años después, el inicio de la Gran Depresión (1929) daría al traste con el arma tibia de la felicidad. La fabulosa Cigar City, capaz de producir en 1922 más de 386 millones de tabacos –un verdadero récord–, recibió un sorpresivo jab en el mentón y cayó sobre la lona.

Y no se levantaría sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

II

Entre 1921 y 1930 el Malecón habanero dio un doble salto para extenderse, de un lado, hacia el oeste y alcanzar la calle G y, de otro, avanzar por el este hacia la Avenida del Puerto, no sin antes experimentar los efectos de otro huracán cuya fuerza de los vientos no se conoce a ciencia cierta por haber arrancado de cuajo los anemómetros del Observatorio Nacional.

Era el famoso ciclón de 1926. Al año siguiente, un informe de la Secretaría de Obras Públicas resumió sus destrozos: en el Prado, arboledas enteras derribadas; en Palatino, no lejos del parque donde se había filmado el primer cortometraje cubano (1906), casas de madera y techos de zinc totalmente destruidas; en el Vedado, muros, balcones y tejados en el suelo, inundaciones e interrupción del tráfico; en el Muelle de Caballería, derrumbes; y en la zona del puerto, brutales impactos sobre el dragado y las obras constructivas para el ensanche del Malecón. “En mayor o menor escala –escribían su autores– casi todos los edificios públicos y privados de la ciudad sufrieron desperfectos [sic]: derribos de muros, balcones, tejados, puertas, etc. Algunos fueron totalmente derribados por la fuerza del viento”. El saldo fue de seiscientos muertos y alrededor de cien millones de pesos en pérdidas.

Desde principios del nuevo siglo la ciudad estaba cambiando. A la zona del Prado y el Parque Central, dominio de los hoteles Inglaterra (1856) y Telégrafo (1860), se habían añadido el Sevilla (1908), el Plaza (1909) y el Miramar (1903), este en Prado y Malecón, a pocos pasos de la Glorieta diseñada por el arquitecto francés Charles Brun, en la que tocaba la Banda Mayor del Ejército para esparcimiento y disfrute de los habaneros, bien sentados en sillas de hierro a su alrededor o iniciando la práctica de plantar en el muro para tomar la brisa que venía del mar. Luego vinieron nuevas obras sociales como el hospital Calixto García (1914-1917) y el de Emergencias (1920).

También monumentos y parques, uno a la memoria de Antonio Maceo, inaugurado en 1916 con la estatua del escultor italiano Domenico Boni, pero concluido casi una década más tarde, en 1925. En mayo de ese mismo año, el gobierno de Alfredo Zayas (1921-1925) inauguró el monumento a las víctimas del Maine, afectado por el huracán del 26, que entre otras cosas lanzó al mar un águila con alas verticalmente abiertas –sus planificadores, encabezados por el arquitecto Félix Cabarrocas, la habían colocado en la cima. Se reconstruyó el año siguiente.

Bajo la Danza de los Millones, sobrevendría el Palacio Presidencial (1918-1920), del cubano Rodolfo Maruri y el belga Paul Belau, con decoraciones interiores de la firma neoyorkina Tiffany. La modernidad estaba entonces en pleno apogeo. En enero de 1920 en La Habana circulaban 10 000 automóviles.

En efecto la Danza y después el Plan Director (1925) de La Habana la cambiarían de manera espectacular enclavándola en el lado moderno y hasta avant-garde de la historia. Era el ensanche de la ciudad a partir de parques y avenidas verdes, empeño para el que el presidente Gerardo Machado (1925-1933) y su secretario de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, también conocido como “El Dinámico”, halaran de París al gran Jean Claude Nicolas Forestier y su equipo de colaboradores, que trabajaron junto a profesionales del patio.

A partir de ese momento, la mirada se dirigiría más a Francia y Estados Unidos, si bien hubo lugar para otras perspectivas, una de las fuentes de la diversidad arquitectónica habanera. El edificio de la Compañía Cubana de Teléfonos (1927), el Centro Asturiano (1927), la Escuela de Ingeniería y Arquitectura de la Universidad (1927) –actual Facultad de Física de la UH–, el Havana Biltmore Yatch and Country Club (1928) –actual Club Habana–, el Teatro Auditorium (1928) –actual Teatro Amadeo Roldán– y el Capitolio Nacional (1929), colocarían a la capital en un punto muy alto en un plazo de apenas treinta años. Y, desde luego, con sus correspondientes colofones: el Hotel Nacional (1930) y los edificios Bacardí (1930) y López Serrano (1932), la inmensa mayoría diseñados por arquitectos cubanos con estilos que van del plateresco español al Art Deco.

La zona baja del Vedado había sido una de las primeras en levantarse cuando todavía el muro quedaba bastante lejos de ahí. A unos pocos metros del mar, en 12 y Calzada, se erigió el Vedado Tennis Club (1912), del arquitecto Leonardo Morales Pedroso, un graduado de Columbia University que trascendería no solo por esa obra, sino también por otras como la mansión del banquero Pablo González de Mendoza (1918), en 15 y Paseo, con una fabulosa piscina bajo techo diseñada por el arquitecto neoyorkino John H. Duncan.

Ese boom de mansiones y palacetes se extendería prácticamente por todo el Vedado, urbanizado con un sistema de letras y números en sus calles, a la manera norteamericana, pero en particular por las calles G, Paseo y Línea. En la intersección de G y Calzada, también a escasos palmos del mar, se edificó la mansión de la Condesa Loreto (1923), una de las más extraordinarias del período, junto a la de Juan Pedro Baró y Catalina Lasa, en Paseo entre 17 y 19 (1926), de estilo renacentista italiano e interiores Art Deco, proyectada por los cubanos Evelio Govantes y Félix Cabarrocas y con jardines del propio Forestier.

En la calle 17 se desplegaban tres joyas en cercanía: la residencia de los Marqueses de Avilés (1915), diseñada por Tomas Hasting y construida por la firma Durdy & Henderson (ICAP, 17 entre H e I); la del banquero Juan Gelats (1918), del arquitecto cubano José Rafecas (UNEAC, 17 y H), y la mansión de María Luisa Gómez Mena (1927), viuda de Cagiga y Condesa de Revilla de Camargo (Museo de Artes Decorativas, 17 entre D y E). Inspirada en un palacio francés del XVIII –con sus mármoles de Carrara y adoquines belgas–, al final del día terminó como una pieza clásica del eclecticismo.

“La calle 17 –escribió en 1925 Alejo Carpentier–, es una de las que más admiran los extranjeros que vienen a disfrutar de las delicias de nuestros inviernos templados, por la galería de residencias suntuosas que presenta”.

Todas emulaban con las de Temple Terraces y las de Isla Davis.

Y a veces las dejaban atrás.

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