Nixon en La Habana

Viajó varias veces a la capital cubana, primero como senador y después como vicepresidente de Estados Unidos.

Richard Nixon (der) junto a Fulgencio Batista. Foto: hiveminer.com

Richard Nixon (der) junto a Fulgencio Batista. Foto: hiveminer.com

La biografía de Richard Nixon tiene, como la de muchos políticos estadounidenses de su época, sus nexos con La Habana. En efecto, el luego tristemente célebre mandatario por el escándalo Watergate, viajó varias veces a la capital cubana, primero como senador y después como vicepresidente.

La primera fue en 1940, junto a su esposa Pat Ryan (1912-1993) en una embarcación de la United Fruit Company procedente de Puerto Rico. A partir de ese momento, según Henry Kissinger, “Nixon se fascinó con la mística cubana”. Mística que, ciertamente, no significaba interés por la cultura local, ni por la música, ni si siquiera por la rumba o por su gente –tampoco por las mujeres, se asegura–, sino por el alcohol y los casinos.

Fascinación por el Casino del Nacional y el del Sans Souci, donde se le veía mirar con cierto desespero hacia la ruleta o hacia el tapete de las cartas. Nada extraordinario si no fuera porque, en su caso, ambas aficiones supusieron contactos y relaciones con la mafia, que en los años 50 había tomado el control de la ciudad a partir de las prebendas y privilegios que le había otorgado Fulgencio Batista con la Ley de Hoteles 2074. Las Vegas del Caribe antes de que aquella fuera lo que llegó a ser. “De no mediar el maldito Castro”, sentenció un alma resentida, “el Caesars Palace [de Las Vegas] hubiera sido construido en La Habana”.

Casino del Hotel Nacional. Foto: Archivo.
Casino del Hotel Nacional. Foto: Archivo.

Justamente en los años 50 se originó la relación de Nixon con uno de los individuos de su vida, de esos pocos que el Servicio Secreto dejaba entrar libremente a la Casa Blanca: Charles Gregory “Bebé” Rebozo (1912-1998), un cubano-americano de Tampa hijo de tabaqueros que llegó lejos, entre otras cosas gracias a la especulación en bienes raíces, al hecho de fundar un banco en Key Biscayne y a sus contactos con el bajo mundo. Sin embargo, no empastaron bien al principio.

“Un tipo que no sabe hablar, no bebe, no fuma, no persigue a las mujeres, no sabe jugar golf, no sabe jugar tenis … ni siquiera puede pescar”, le dijo Rebozo al legislador de la Florida que los había presentado. Pero el tiempo y el roce obraron en sentido contrario. La primera esposa de Rebozo dijo que su matrimonio “no se había consumado”. Después de divorciados se volvió a casar con ella, pero solo duraron dos años.

Más tarde contrajo nupcias con una secretaria. Esta mujer puso una vez de manera elíptica lo que la otra había dicho sin ambages: “Los favoritos de Bebe son Richard Nixon, su gato y luego yo” … Por su parte, el periodista Dan Rather observó que Rebozo “trasmitía una gran sensualidad” con “su personalidad magnética y sus bellos ojos”. Veteranos de Tampa lo evocan en la actualidad como uno de los miembros más conspicuos y cotizados de la comunidad gay floridana.

Nixon y “Bebe” Rebozo, Key Biscayne, noviembre de 1971. Foto: Archivo.

Nixon también se conectó con Meyer Lansky, uno de los donantes de a su campaña senatorial mediante la figura de Mickey Cohen, lugarteniente del “pequeño gran hombre” en la costa oeste de la Unión. La pregunta de por qué Lansky lo ubicó gratuitamente en la suite presidencial del Hotel Nacional, su cuartel general durante buena parte de una de sus estancias cubanas, es a todas luces retórica.

A fines de 1952 hizo un segundo viaje a Cuba. Su nombre se vería involucrado entonces en un incidente sucio: el razzle-dazle en el casino del Sans Souci, un juego de dados donde los apostadores nunca ganaban y resultaban aporreados por la casa. Uno de ellos, el abogado californiano Dana C. Smith, perdió una noche más de 4 000 dólares, pero no se cruzó de brazos.

El letrado –casualmente asesor político y fundraiser de Nixon–, presumió estafa, litigó desde los Estados Unidos y ganó el pleito contra Norman “Roughhouse” Rothman (1914-1985), un connotado miembro de la cosa nostra al frente del casino, no sin que antes Nixon se involucrara en el problema escribiéndole al Departamento de Estado una nota para que este intercediera a favor del abogado. Hubo llamadas telefónicas a la Embajada norteamericana, mensajes que pasaron a la Comisión de Turismo de la Isla hasta llegar al despacho del propio Batista, de donde salió la orden de acabar con el razzle y sus trapisondistas, entre ellos trece norteamericanos finalmente extraditados después que los muchachos del ejército entraron en escena.

La investigación más reciente ha arrojado luz sobre ese hecho volviendo al reportaje original del St. Louis Post Dispacth, uno de los periódicos que divulgaron la existencia de prácticas desleales en los casinos habaneros. Según nuevas revelaciones, Nixon estaba esa noche en el Sans Souci, junto a Smith y Rebozo, quien solía cubrir amplia y generosamente sus deudas –y no eran de poca monta, se dice, muchas veces de tres ceros. La ironía es que con esa movida el futuro presidente de Estados Unidos contribuiría, indirectamente, a apuntalar el papel de la mafia en Cuba. El hombre seleccionado por Batista para adecentar los casinos fue el propio Meyer Lansky, un viejo asociado suyo que desde temprano “no podía sacarse a esa pequeña isla de la Cabeza”. Nixon, definitivamente, no era muy afortunado en causas y azares –y a pesar de ello, tuvo la osadía de meterse en el juego sucio de Watergate a la sombra de unos plomeros.

En febrero de 1955 volvió por tercera ocasión a La Habana, ahora para congratular a Batista y alabar la estabilidad de su régimen. Pero quizás fue un poco más lejos al recibir una condecoración de sus manos. Bien mirado, nada fuera de lo común: era nuestro hombre en La Habana, sin dudas una de las dimensiones más erráticas y fatídicas de la política de Estados Unidos hacia aquella “cabrona isla”, como le decían en privado.

Medalla en pecho, Nixon dijo lo siguiente de Cuba: “Una tierra que comparte con nosotros los mismos ideales de paz, libertad y dignidad de los hombres”. Y comparó a Batista con Abraham Lincoln, algo que debió haberse escuchado de una manera peculiar en los oídos de quienes dos años antes habían asaltado los cuarteles de Santiago y Bayamo, por entonces recluidos en el Presidio Modelo de Isla de Pinos.

Nixon (izq) con Batista (der). Foto: Archivo.

El resto también es historia. Contra todo pronóstico, uno de aquellos muchachos entró en La Habana el 8 de enero de 1959 después de derrotar a un ejército bien entrenado y avituallado, al mando de una fuerza rebelde de unos tres mil efectivos. En marzo de 1959, cuando Fidel Castro visitó Estados Unidos respondiendo a una invitación de la Asociación Americana de Editores de Periódicos, Dwight Eisenhower le dio a su vicepresidente la tarea de recibir a ese Robin Hood o Garibaldi cubano –como a menudo le llamaban en la prensa antes de que le viraran los cañones por los fusilamientos a los criminales de guerra–mientras él se iba a jugar golf a Carolina del Norte.

El encuentro estaba llamado a durar veinte minutos, pero se extendió por dos horas. El hombre de los casinos y los rones habaneros escribiría después: “Hablé con él como un tío holandés”, expresión que en la cultura anglo denota reprimenda y superioridad. Un tío holandés siempre se escucha y se respeta. Y es alguien que habla con el índice en el aire. Había que poner a Castro “en la dirección correcta”. Un constructo vigente en la cultura estadounidense desde fines del siglo XIX, según el cual los cubanos carecen de capacidad para autogobernarse. Como niños a los que hay que enseñarles todo. Y este de ahora, en particular, era “increíblemente ingenuo respecto a la amenaza comunista”, a diferencia del madrugador que lo había condecorado en La Habana cuatro años atrás.

Nixon (c) con Fidel Castro (izq) en Washington DC. Foto: Archivo.

Pero Nixon no era tonto: “Cualquier cosa que pensemos sobre él, va a ser un gran factor en el desarrollo de Cuba y muy posiblemente en los asuntos latinoamericanos en general”. Y también escribió: “De un hecho sí podemos estar seguros: tiene todas esas cualidades indefinibles que lo hacen un líder de hombres”.

La suerte estaba echada.

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