Sanciones contra Cuba: Morderse la cola

Presidente Donald Trump saluda al atravesar el jardín en su regreso a la Casa Blanca de una gira por cinco países asiáticos, ayer. Foto: Manuel Balce Ceneta / AP.

Presidente Donald Trump saluda al atravesar el jardín en su regreso a la Casa Blanca de una gira por cinco países asiáticos, ayer. Foto: Manuel Balce Ceneta / AP.

“En nuestros tiempos, querido, ya nadie se asombra”, dicen que le dijo una vez André Breton a Luis Buñuel. Me temo que algo parecido sucede con las nuevas medidas de la administración Trump hacia Cuba, esas que entraron en vigor a partir del último 9 de noviembre al quedar estampadas en el Federal Register. Un paso en sintonía con las palabras “retroceso” y “guerra fría”, claves prácticamente desde que los nuevos mandarines llegaron al poder.

Y no asombra, primero, por los tiempos: se demoraron cinco meses en lugar de los noventa días anunciados al inicio, y no precisa ni únicamente por “la sordera habanera” y todo el ruido ambiental asociado, que como se sabe tomaron como apoyatura para sacar al 60 por ciento de su personal en La Habana y expulsar a casi dos tercios de la embajada cubana en el DC. Esa dilación constituye también un indicador del lugar de la Isla entre las prioridades de esta administración, consumida por el fuego uterino ruso, las pugnas intraburocráticas y el síndrome de disfuncionalidad múltiple.

Segundo, por un doble patrón: se reitera que para los actuales inquilinos de la Casa Blanca, como para otros que estuvieron ahí antes, aparentemente hay comunistas tolerables e intolerables, buenos y malos. El hecho de haber sido anunciadas, precisamente, durante el viaje de Trump al continente asiático, y en específico a países como China y Vietnam, controlados por partidos comunistas y con parecidos records en derechos humanos y democracia –vistos desde la óptica estadounidense–, no hace sino retomar el camino de una vieja anomalía que en su momento la administración Obama se dirigió a corregir. La única diferencia con el pasado, mantener relaciones, casi se quiebra de puro sutil.

Tercero, por su amnesia. Si lo que se pretende es estimular / presionar el movimiento hacia más libertades políticas y económicas, según dice la OFAC y repiten portavoces diversos de la administración, ese ejercicio de ingeniería minimalista, que llega a listar 180 entidades donde los estadounidenses no pueden gastar su dinero, aparentemente desconoce las motivaciones, el carácter y la propia psicología de la clase política cubana, que desde los años 60 ha sido consistente en no obrar bajo presión incluso en coyunturas como la Crisis de los Misiles. Y menos parecen entender que los cambios en Cuba obedecen a lógicas internas, conectadas si acaso de manera bastante periférica con la variable norteamericana. Los planes de desarrollo turístico, que están ahí desde la caída del socialismo en Europa del Este y la URSS, se han diseñado sin la presencia de los vecinos del Norte, por bienvenidos que hayan sido o incluso sigan siendo. Los de abajo tienen razones para afirmar que no le imponen a los Estados Unidos cómo organizar su sistema, y esperan que estos hagan lo mismo con ellos (ciertamente, el gobierno no procede de la misma manera con la monarquía saudí, ni con el régimen de Duterte en las Filipinas). Pero la asimetría ha sido, y seguirá siendo, uno de los problemas más peliagudos en las relaciones bilaterales.

Cuarto –pero no menos importante–, por su imagen. Si uno se atiene al espíritu y la letra de lo que se lee y escucha, los militares constituyen electrones sueltos que nutren / financian sus propias actividades a partir de los ingresos de las empresas bajo su ordeno y mando, como si estas no entregaran al Estado sus recaudaciones. Naturalmente en Cuba, como en cualquier otro país, el Estado decide el presupuesto que les da a sus institutos armados y a su seguridad, igual que ocurre con la educación, el deporte o la construcción. En ello consiste tal vez una de las mayores incongruencias de esta lista de Schindler a la inversa, es decir, cortar el acceso a hoteles y entidades turísticas controladas por los guardias y no a hoteles del Estado –en fin de cuentas, la Gran Bestia Negra del Reino en esta historia– como los de las cadenas Cubanacán y Gran Caribe.

A lo anterior se adiciona un corolario: digan lo que digan, los grupos de viajeros estadounidenses irán a partir de ahora a facilidades oficiales, un golpe a los emprendedores vinculados a Airbnb, nutridos en lo fundamental de la variante people-to-people, también conocida como face-to-face, autorizada por la administración anterior y suprimida por la presente. Si se revisa lo que han venido haciendo desde junio hasta hoy, el paquete no hace sino complicarle más la vida tanto a tirios como troyanos. De un lado, a viajeros, agencias y hombres de negocio. Y, del otro, a esos mismos emprendedores, así como a emigrantes y no inmigrantes mandándolos a obtener sus visas en terceros países. Contra los puentes, el pragmatismo y las personas, al margen de lo declarativo.

Sanciones de EEUU dañan a emprendedores cubanos

Por lo demás, en esas prohibiciones resulta bastante grueso el gap entre la realidad y los papeles, como diría el argentino César Fernández Moreno. Vistas desde el espacio sideral, se caracterizan por un alto componente político-simbólico, como lo han reconocido diversos actores. Más allá de regular la instalación hotelera donde se alojarían los grupos autorizados a viajar a la Isla, de los comprobantes a guardar durante cinco años y de los bloqueos a posibles negocios en los escasos resquicios que deja el embargo, resulta imposible impedir en la práctica que un turista estadounidense con sombrero de yarey, pantalón corto y copioso sudor en la frente se abstenga de comprar en pleno verano una botella de agua mineral, un “refresco prohibido” o una botella de ron Varadero en un bar, una cafetería o un restaurante de Habaguanex, de esos que abundan Obispo abajo, solo porque ahora los maneja el Grupo de Administración Empresarial de las Fuerzas Armadas o porque esas bebidas las produce la corporación CIMEX, identificada como uno de los íncubos de los hombres y mujeres de verde olivo. La vida no funciona de esa manera, mucho menos en la cultura estadounidense, cuyos portadores tienen desde el inicio una relación bastante sui generis con el gobierno.

Con todo, siempre quedan espacios para otros maximalismos. Los congresistas cubano-americanos, que le echaron gasolina a ese tanque, se enteraron de las nuevas medidas por la prensa y los medios, lo cual no es primera vez que ocurre en una historia demasiado parecida a sí misma. Sus mensajes sociales podrían resumirse en un okay but responsabilizando a la burocracia federal pro-Obama de la concesiones y torpedeos que perciben –una de ellas, por ejemplo, la persistencia de los negocios en el hotel Four Points Sheraton, de la Marriot International, allá en la Quinta Avenida de Miramar, aparentemente un modelo de lo que pudiera lograrse mediante la cooperación mutua. Y que por lo mismo funciona con hombres de negocio de la vieja Europa y Canadá. Y donde se integran, como en China y Vietnam, empresarios nacionales con carné rojo y capitalistas transnacionales, neoliberales o no.

El problema es sin embargo más complicado. Los congresistas lo saben, pero lo dejan fuera del tintero: la existencia de sectores dentro de su propio partido, crecientemente dividido en torno a la cuestión cubana, que se preguntan si a pesar de la casi proverbial lentitud del otro lado a la hora de aceptar propuestas concretas, cerrar ventanas de oportunidad no dejaría más espacio y más protagonismo a rusos, chinos, españoles, belgas…, voces presentes incluso en instancias de poder como el Consejo Nacional de Seguridad, una de las involucradas en la movida.

Al final del día, no hay más remedio que reconocerlo: el gran ofidio blanco ha vuelto a morderse la cola.

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