A la criolla

Foto: Andy Ruiz.

Foto: Andy Ruiz.

La globalización está en la Isla. No la impacta, naturalmente, como en Moscú, Beijing, México D.F., Madrid, París, Buenos Aires o Nueva York. No con corporaciones transnacionales, ni franquicias a lo Mc Donald’s o Kentucky Fried Chicken, ni malls con zapatillas Michael Jordan, confecciones Banana Republic o productos Victoria’s Secret en las vidrieras. Pero es un hecho que de los años noventa a la fecha el país la ha venido experimentando.

Primero hubo una oleada de emigrantes después que los mapas cambiaron de color: alrededor de 35 000 flotando sobre el Estrecho (1994), varados durante casi un año en la base naval de Guantánamo y finalmente recibidos, en su inmensa mayoría, por los Estados Unidos; después los acuerdos migratorios, consecuencia de aquella crisis, trasladaron a la Unión a un mínimo de 20 000 cubanos anualmente; más tarde se produjeron nuevos desarrollos en la dinámica gobierno cubano/emigración, en proceso desde fines de los años setenta; ya en el nuevo siglo, la reforma migratoria (2013) cambió y sigue cambiando de varias maneras la relación de los ciudadanos con el mundo. Una de ellas, los que salieron hacia América Latina para entrar a los Estados Unidos por la frontera mexicana –41 523 en el año fiscal 2016– gracias a la política de pies secos/pies mojados, vigente desde 1995 hasta que la administración Obama le puso fin (enero de 2017).

Por otro lado, los viajeros procedentes de los Estados Unidos constituyen hoy una de las fuentes fundamentales del turismo a la Isla, solo superados por Canadá: 292 918 durante el primer semestre de 2017, a lo que se suman 206 797 cubano-americanos en visitas familiares. Y está demostrado: ninguno viene solo a bañarse en la playa, beber ron Havana Club, fumar puros, bailar salsa, dar/recibir abrazos, tener sexo o retratarse en esos lugares emblemáticos de la cubanidad que muchos en el viejo exilio consideran un Paraíso perdido, apenas rescatado por las industrias locales de la nostalgia.

Los expertos denominan “remesas culturales” a ciertas cosas que envían a sus países de origen quienes emigran al Norte, pero siguen con la cabeza puesta en el Sur, algo que, como lo sugiere la categoría misma, no se limita al dinero que hacen llegar a parientes y amistades mediante la Western Union u otras entidades de su tipo. Crean o retroalimentan en las naciones receptoras modas, modos y otras prácticas culturales a partir de paquetes, contactos en vivo y redes informales que se van tejiendo, particularmente en momentos donde aumenta la interactividad persona-a-persona.

Todo lo anterior se refuerza con otro dato, poderosísimo: la entrada al país de las nuevas tecnologías, bien por la vía oficial (el correo electrónico e Internet, cualesquiera sean las actuales limitaciones de acceso) o informal. Un abanico de opciones que empieza en las memorias flash, pasa por la TV satelital –penalizada por la ley cubana, pero presente en el escenario por contrabando y corrupción– y, desde luego, por el Paquete.

Para ponerlo en términos gráficos: ni las llamadas telefónicas ni las cartas, como en aquella memorable escena de Memorias del subdesarrollo con las cuchillas Gillette y los chicles Adams dentro de un sobre, constituyen hoy las únicas formas de contacto entre los cubanos de allá y aquí. Para no abandonar lo gráfico, en peñas deportivas como la del Parque Central o la de la Plaza de Marte, los fanáticos conocen exactamente en qué equipo están jugando los peloteros que han decidido hacer su carrera en las Grandes Ligas y las cantidades por las que han sido firmados, al margen de lo que ocurre en los medios de difusión cubanos.

Si se mira para la música, el problema es el mismo debido, además, a los discos compactos procedentes del exterior y a su venta a cargo de nuevos actores de la hora, esos que suelen encontrarse en pasillos y portales de casas, entre cuyas ofertas figuran, por ejemplo, artistas cubanos de Miami como Gloria Estefan y Willy Chirino, excluidos de la radiodifusión por razones de sobra conocidas. Según se recordará, la primera lista de autorizaciones para el llamado trabajo por cuenta propia solo contemplaba al “Comprador-Vendedor de Discos Musicales Usados”, pero con un paréntesis: quedaba “prohibida la venta de cintas grabadas ni discos compactos”, atribución única “de la red de establecimientos autorizados”.

Pero eso cambió con el posterior otorgamiento de licencias para vender música y filmes –es decir, para el pirateo. El resultado de la movida es que Cuba (por lo menos hasta donde yo conozco) constituye el único lugar del mundo donde los ciudadanos pagan impuestos al Estado por piratear, y también (tal vez) el único país que carece de una legislación al respecto. Una asignatura pendiente por parte del Parlamento, aparentemente demasiado atribulado con la economía y sus imbroglios. Mientras tanto, Domine quo vadis? La Resolución No. 22/2017, de julio pasado, establece no otorgar nuevas autorizaciones para el comprador/vendedor de discos.

Sin embargo, visto desde otro ángulo el asunto se complica. Gracias al pirateo, factible de esa manera por el diferendo bilateral y la inexistencia de acuerdos bilaterales, en Cuba las personas sin acceso a esas nuevas tecnologías han podido ver por TV películas y seriales de diversa calidad y factura –desde luego, los hay banales, según el criterio de los apocalípticos–, pero de cualquier manera necesarios para la información ciudadana y para la conexión con el mundo.

El punto es que la globalización, sus múltiples impactos y la existencia misma de las comunidades transnacionales ponen en crisis la autarquía, las maneras de hacer, los cuerpos jurídicos que suelen sustentarlas, y hasta las relaciones entre ciudadanos y consumidores, según lo ha subrayado García Canclini en un estudio clásico. El Estado tendría entonces que dejar de jugar al rebote, atemperarse y actuar en consecuencia.

Las campañas contra el reguetón, dondequiera que se originen, están destinadas a chocar contra la roca hasta que se seque el Malecón. Por una razón: hoy aquel no controla de manera omnímoda ni la producción ni la distribución comercial de la música, como ocurría en los sesenta –y después. En todo caso, lo más que puede lograr es suprimirlo de sus predios/instituciones, lo cual sin embargo no resuelve el problema de su recepción social, que no puede ser despachada con criterios conductistas, tan extemporáneos como disfuncionales, y por consiguiente suprimiendo las múltiples mediaciones que intervienen en ese proceso, una de ellas la crisis de sentido y de valores instaurada en el país desde la caída del socialismo en Europa del Este.

En Cuba –me dijeron una vez– todo es, para bien o para mal, a la criolla.

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