Abrir el hueco con un cigarro en la boca

                                                                                                                                     (…)
Trece pisos abajo el país y los muchachos se hacen
y se deshacen como un puzzle.
Pero no importa porque tú estás todavía
de este lado de la tierra
y tu olor sin tregua manosea la madrugada.

Ella, como yo, tiene 19 años y fuma poco. Llevamos más de un curso en el mismo grupo de la misma insufrible facultad, pero ninguna ha reparado demasiado en la otra. O sea, yo, hasta este momento de la historia en el que tengo 19 años y fumo poco, reparo solo muy de vez en cuando en estas muchachitas de pelo negro que hay desperdigadas en el aula y que se leen hasta los ovarios todas las enciclopedias de arte de todas las bibliotecas de La Habana. Ando por estos días con una muchacha rubia, delgada, desmedidamente elegante, que la gente confunde en la calle con una hija perdida de Lady Di. Esta muchacha, a la que por carambola le pueden decir entonces Diana, es de Pinar del Río y le importa poco, gracias a dios, la historia del arte. Quiso estudiar cualquier otra cosa, pero tuvo la mala suerte de salir más o menos bien en las pruebas de ingreso y eso le alcanzó para una cuarta o una quinta opción. Yo solo ando con Diana porque habla poco, no piensa en el arte, no piensa en el sexo y no piensa en la tristeza. Se ríe, eso sí, con muchísimos deseos de casi todo. Es buena, quiero decir que la he calibrado y es una muchacha verdaderamente buena, pero he aquí que un día se busca un novio y se va a vivir con él. Y me dice: antes de irme a vivir con Lázaro para Santos Suárez, vamos a comprar esa dichosa caja de More que queremos fumarnos hace más de un año. La caja de More cuesta 2.40 cuc, eso viene siendo tres jornadas sin reforzar los calamares del comedor. La compramos y ese mismo día Lázaro la viene a buscar, recoge todas las cosas, y partimos los More a la mitad: Coge once, Olga, que tú te quedas en esta beca y yo me voy.

Me quedan dos cigarros, dos More de la caja que partí a la mitad con Diana: nueve para ella y once para mí. Estoy parada en el balcón del cuarto piso de la facultad, en los cinco minutos del cambio de turno o en los cinco minutos en que un profesor está explicando algún detalle espectacular de la arquitectura mozárabe sin el cual, con seguridad, me será insoportable después la existencia. Este es el instante justo en que esa otra muchacha que fuma poco y que tiene como yo 19 años, sale del aula, tira la puerta, me pide una patada del cigarro y se chupa mi vida. ¿More? Coño, tú sí fumas bueno.

Las cosas siempre se pueden contar de otro modo. El modo en que está dosificada o estructurada o al menos planteada una historia, no habla, por supuesto, del modo en que caló en la vida o en la mente o en cualquiera de las superficies calables del que la escribe, sino que habla más bien del modo en que el que la escribe quiere calar en la vida o en la mente o en cualquiera de las superficies calables del que la lee. Pero esa es una lógica ampliamente manoseada. Lo que deben saber es que yo hubiese preferido decir desde el inicio, por ejemplo, que ella se llama Ismary López, pero esos son, como ustedes acaban de comprobar, un nombre y un apellido espantosos. Aunque ahora ya no hay remedio y ella se llama Ismary López Guerra, se ha leído más de diez enciclopedias de arte como todas las otras niñas de pelo negro que hay en aula y le gusta Sabina, obviamente, como a todas las otras también. Yo no he oído a Sabina, yo soy de Cienfuegos, le digo, allá la gente no oye a Sabina. Le gusta The Doors, Led Zeppelin, David Bowie, yo no sé de qué tú me estás hablando a mí, yo no sé quiénes son esos. Tengo un novio, pero es tonto, me dice. Es completamente tonto. Si tú no fueras mujer me haría tu novia, pero ya tú ves qué cosas más raras tiene la vida, a mí no me gustan las mujeres.

Ismary tiene las caderas duras y anchas, la piel blanca y resentida, fragilidad capilar o algo así le dijo el médico. Tiene las defensas bajas y los ojos grandes y negros como dos piedras recién formadas. Le gusta el arte asiático, yo nunca voy a entender el arte asiático, le digo. Le gustan, como a mí, las películas alemanas, las rusas no, las rusas son muy lentas, y la vida no perdona que le cojas el tiempo a una película rusa a los 19 años. Pero hay una película rusa, Olga, que se llama Ven y mira y que no vas a poder entender después.

Yo vivo en el piso 13 de F y 3era, tengo 20 años y nunca me duermo antes de las cuatro de la mañana. ¿Tú qué cosa crees que es el infinito? ¿Tú qué crees que pasa cuando uno se muere, que dice la gente en Cienfuegos de eso? Qué coño va a decir la gente Ismary. No seas comemierda. ¿Tú que vas a hacer cuando se acabe todo esto, cuando no tengamos 20 años y no nos quede más remedio que empezar a entender algunas cosas? ¿Tú por qué viniste para La Habana si siempre estás diciendo que eras feliz en el campo aquel en que hiciste el PRE? ¿Tú en que piensas, Olga, cuando alguien dice en el aula que lo único que realmente importa es el arte? Duérmete Ismary, que son las cuatro y tengo sueño.

La caja de Hollywood verde cuesta 1.20 cuc y trae 20 cigarros. Las que traen 10 cigarros cuestan 0.65 cuc. Una caja de 20 cigarros a la semana deja sin comer dos o tres días, todo está en dependencia de cuánto dinero te hayan dado para ese mes cuando fuiste a tu casa, o de cuánto te giraron por el correo, o de si lograste vender una saya o un pullover que ya no te pones o que haces como que ya no te pones. El espectro varía considerablemente, claro, si eres una muchachita de Matanzas o si eres una muchachita de Las Tunas. Ismary es de La Habana, se consiguió la beca para no tener que dar los viajes hasta Arroyo Naranjo todos los días. Llega los lunes y se va los viernes, pero si hay algún trabajo que entregar o alguna prueba, entonces se queda el fin de semana. Los fines de semana, como puede presumir cualquiera, son días tenebrosos en la beca: arroz, frijoles y boniato. El yogurt siempre está fermentado, así que no cuenta mucho. Si es sábado reunimos casi siempre 20 ó 25 pesos con alguien más que se haya quedado también y compramos espaguetis, una cebolla, una cabeza de ajo, si alcanza para un poco más compramos una piña. El del almacén nos da la mayoría de las veces un vaso de puré y dos líneas de aceite. Preparamos los espaguetis en una hornilla eléctrica que alguien deja en la cocina y después, invariablemente, nos recostamos a fumar en el muro del balcón con el último pedazo de tierra ahí, a 100 metros. Y hacemos, claro, memoria impune de lo que vendrá. Lo terrible de tener 20 años es tener la conciencia de que tienes 20 años, Olga, porque nada puede salvarte de eso. No ahora, no, ahora no hace falta. Pero nada puede salvarte de eso después.

En este punto, y me perdonan, voy a parar de golpe y decir que Ismary se fue del país hace un año exacto y que cuando se fue ya no fumaba nada. Decir que para ese momento yo seguía fumando poco, pero que después del 14 de noviembre del 2012 dejé el Hollywood verde y empecé con el H. Upmann a un ritmo descontrolado. Fue, creo, la única actitud verdaderamente consistente que pude asumir. Para el momento en que se fue ya no vivíamos juntas, claro, en ningún piso de F y 3era y ya la vida había hecho algunos ajustes de cuenta.

Pero Ismary fue, a mis 20 años, mi único reducto, mi único cuartel. A los 20 años, cuando cae a veces, de imprevisto, una oscuridad que uno no sabe muy bien cómo paliar. Después uno aprende más o menos a apartarse, a tantear, a irse y venir, pero a los 20 años nadie te ha dicho cómo son las cosas y la madrugada puede caer con una cerrazón tremebunda. Y cualquiera podría pensar que no sirve de nada, yo, a mis 20 años, pensé que no servía de nada, pero si tienes a alguien ahí, tratando de abrir el hueco contigo, largando la noche a tu lado con un cigarro en la boca, puede que todo pase y todavía sigas aquí.

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