Agricultura cubana: un “desaprobado” a pie de surco

Las visitas a los mercados siguen saldándose con muchas menos compras y muchos más gastos.

Foto: Otmaro Rodríguez

Hubo una vez, al comienzo de la pandemia, cuando en Cuba abundaron los partidarios de una estrategia de confinamientos similar a la que por entonces se implementaba en buena parte del mundo. Sus argumentos chocaban, sin embargo, con el obstáculo virtualmente insalvable del desabastecimiento.

Las colas han sido la imagen más cotidiana de la Isla en tiempos de COVID-19. Al punto de que la razón de su existencia (la escasez de artículos esenciales, entre ellos los alimentos) ha mantenido su protagonismo en la agenda de gobierno. Particularmente durante los recorridos de las máximas autoridades por el interior del país.

Hace solo unos días, en Villa Clara, el presidente Miguel Díaz-Canel y varios ministros criticaron la situación de la ganadería y la caficultura, y comprobaron que los impagos a los agricultores no han dejado de ser moneda corriente.        

A mediados de enero, en una visita a Camagüey, el vicepresidente Salvador Valdés Mesa le había salido al paso al optimismo del delegado local del Ministerio de la Agricultura (Minag), observando que “es en los mercados y placitas donde se comprueba realmente el cumplimiento de los planes”.  

En su rendición de cuentas, el funcionario provincial había asegurado que a lo largo de diciembre en esa provincia se habían comercializado más de 8000 toneladas de viandas, hortalizas, granos y frutales. Onzas más o menos, la cifra equivalía a unas 24 libras por habitante, bastante cerca de las 30 proyectadas como percápita ideal de consumo mensual.

Los alimentos que necesitamos

La estadística podía considerarse positiva, luego de un año signado por las plagas, las escaseces crónicas y sucesivos desastres naturales. La única objeción al dato estaba en si, efectivamente, era ese el volumen de alimentos que había llegado a manos de los consumidores camagüeyanos.

A primera vista, cuesta creerlo.

Las grietas del abastecimiento

Salvo por las muy concurridas ferias de fin de año, el último mes de 2020 no se diferenció demasiado de los que le precedieron. “Cuando sacaban algo en los mercados estatales, siempre era con la correspondiente cola de dos o tres horas. De los particulares, mejor ni hablar. Incluso, los fines de semanas en el mercado de El Hueco (el principal de la ciudad de Camagüey) casi todos los puestos se mantenían cerrados, y a lo más que se podía aspirar era a conseguir alguna vianda y un poco de condimento”, recordó Julia, una jubilada.

A los presentes en el encuentro no los tomó por sorpresa aquella reflexión de Valdés Mesa. Palabras más o menos, era la misma que repetía a comienzos de siglo, cuando como primer secretario del Partido en la provincia dedicaba buena parte de su tiempo a fomentar la producción agropecuaria. Entre sus metas más añoradas estaba que Camagüey fuera capaz de satisfacer sus necesidades de viandas y de productos que, como el café, “se importaban” desde otras provincias.

Pero ni él ni sus sucesores en esa responsabilidad lo consiguieron.

Para Edilberto Oliva, un ingeniero agrónomo retirado, el primer error de quienes lo han intentado radica en el voluntarismo. “Desde siempre, las viandas y la mayoría de las frutas se traían de Ciego de Ávila. ¿Qué era Camagüey?, pues ganadera, azucarera y arrocera. Para esas tres actividades, son inmejorables sus suelos y su clima, por no hablar de que necesitan menos mano de obra, algo fundamental en una provincia cuya densidad de población es la mitad del promedio nacional, y que se cuenta entre las más urbanizadas. Las plantaciones de cítricos y papa en Sierra de Cubitas, o de tomate y frutales en Camalote y Forestal no eran más que excepciones que se beneficiaban con las características de regiones muy específicas”.

En la década de 1990, el Ministerio de la Agricultura adoptó la política de autoabastecimiento local, todavía en vigor. Bajo sus dictados, se espera que un municipio como Guáimaro —de los más secos del país— impulse la producción arrocera, sin tener en cuenta que ese cultivo requiere grandes volúmenes de agua, y que sería mucho más rentable destinarla a la cría de ganado vacuno.

“Aunque se ha intentado transferir algunas facultades de decisión a los municipios, esas propuestas no han dado los resultados que se esperaba. Los gobiernos locales no pueden siquiera determinar el destino de una parte de lo entregado por sus campesinos”, explica un funcionario del Ministerio de Economía y Planificación en la provincia. “Sin ‘irnos’ de Guáimaro, cuando años atrás se hablaba de los Proyectos de Desarrollo Local, allí se bajaron algunas ideas que implicaban el uso de productos de la ganadería. El caso que más recuerdo es el de la fábrica de cremitas del poblado de Cascorro, que para su funcionamiento requería leche y azúcar. No se trataba de grandes volúmenes, y la primera de esas materias primas podía garantizarse en el territorio y la otra en un municipio vecino, pero el proyecto fue rechazado de plano, debido a que esos recursos forman parte del balance nacional. Cuando analizábamos con los funcionarios de Guáimaro el porqué de la negativa, uno se quejó: ‘¿Y sobre que otras bases pudiéramos planificar el desarrollo local, si toda la vida este ha sido un pueblo ganadero?’”.

Viejas respuestas para viejos problemas

A pocos días de que Barack Obama visitara Cuba, a mediados de marzo de 2016, una compañía estadounidense causaba sensación en la Feria Internacional Agroindustrial de La Habana. El producto estrella de su stand era un tractor nombrado Oggún, cuya producción en la Isla acababa de recibir el visto bueno del Departamento de Estado. Con optimismo, Saul Berenthal, uno de los directivos de la empresa declaraba a la prensa: “Para el primer semestre de 2017 está previsto el inicio de los trabajos productivos de la planta [instalada en la zona especial del Mariel, ZEDM], la cual ensamblará en un principio 500 equipos agrícolas y progresivamente elevará su quehacer, en dependencia de las demandas”.

Pero aquel proyecto terminó diluyéndose luego de que La Habana no aprobara su establecimiento en la ZEDM. Tampoco rindió frutos un acuerdo que a finales de 2017 firmaron las empresas John Deere y Maquimport, esta última a nombre del Ministerio de la Agricultura y la Empresa Mayorista de Suministros Agropecuarios. Por aquel entonces, OnCuba citaba al vicepresidente de John Deere: “Los tractores ya se están ensamblando en Augusta, Georgia […] Servirán para proveer de equipos a importantes sectores de la agricultura cubana, como el lechero y la producción de granos, verduras y frutas”. Poco después dejó de hablarse del asunto. 

Los capítulos más recientes de esta historia se remontan a noviembre del año pasado, cuando se anunció que en la fábrica de cosechadoras de Holguín avanzaban las pruebas de un tractor con “hasta un 30 por ciento de componente nacional”. Este mes se reportó que en febrero comenzarán las ventas en moneda libremente convertible de tractores importados desde Bielorrusia y Brasil.

Pero en ambos casos las expectativas pudieran estar muy por encima de los efectos reales de las propuestas que las motivaron, toda vez que masificar un prototipo requiere tiempo, y que la comercialización proyectada apunta a objetivos limitados (el primer lote se compone solo de diez vehículos).

Ante la crisis económica, y la consecuente imposibilidad de sostener sus millonarias importaciones de alimentos, el gobierno cubano se ha concentrado en reforzar el control sobre las cosechas. Desde la primera mitad de 2020, el Ministerio de la Agricultura se embarcó en una “campaña de recontrataciones” orientada a traer desde el campo hasta la última producción disponible, mientras Valdés Mesa y el presidente Miguel Díaz-Canel recorren el país convocando a mayores campañas de siembras.

Sin embargo, el aumento de las áreas en explotación no se traducirá en mercados mejor abastecidos, anticiparon desde el Ministerio de la Agricultura a finales del año pasado. A causa de las afectaciones meteorológicas y la escasez de insumos, se espera que cultivos como el boniato vean caer su productividad hasta en un 70 %.

Un año atrás, la falta de insecticidas abrió las puertas a una plaga que destruyó casi por completo las plantaciones de frijol. De entonces a la fecha poco ha cambiado, salvo que la posibilidad de que se repita el percance es mucho mayor.

Con una población marcadamente urbana y solo el 10 por ciento de su fuerza de trabajo empleada en labores agropecuarias, en Cuba el aumento de las cosechas y los aportes ganaderos pasaría por la mecanización y el uso intensivo de fertilizantes, plaguicidas y prácticas como la inseminación artificial, que el gobierno no está condiciones de sostener.

Nuestra otra guerra

Una alternativa para lograr los recursos necesarios sería la inversión extranjera, pero entre las oportunidades de negocios promovidas por La Habana, la agricultura y la ganadería han ocupado siempre un segundo plano, muy a la zaga de sectores como el turismo, la energía y los servicios profesionales. En la última edición de la Cartera sobre el tema, presentada en diciembre, la producción agropecuaria de alimentos sumó 18 proyectos, con un monto de poco más de 900 millones de dólares; menos del 8 % de los 12 mil 70 millones de dólares solicitados, en general, por las autoridades.

La falta de inversiones públicas y de capital extranjero torna aún más decisivo el papel de los pequeños agricultores, que ya antes de la crisis aportaban alrededor del 70 % de las cosechas. “Era para que la gente de la Agricultura [el Ministerio] no saliera del campo, tratando de ver en qué podían ayudarnos. En vez de eso, lo que hacen es poner en dólares las tiendas de Gelma [el Grupo Empresarial Logístico del Minag] y mantener los mismos precios de acopio, como si con la Unificación las cosas no hubieran subido de valor”, se quejó Yoandris, un arrocero de Vertientes, uno de los municipios con mayor producción de ese cereal en el país.

La ficha de costo del arroz húmedo fue uno de los ejemplos planteados en octubre por Marino Murillo Jorge, durante la serie de mesas redondas dedicadas al tema. Los productores no se verían afectados, razonó, pues se les reconocerán los mismos 1354 pesos de utilidad por tonelada que ahora. Con su interpretación discrepó el economista Mauricio de Miranda Parrondo, profesor de la Universidad Javeriana de Cali, en Colombia. “Es evidente que la tasa de utilidad disminuye en casi la mitad, por lo que la rentabilidad financiera de la inversión disminuye. ¿No será esa una razón para que el productor decida producir otra cosa que le resulte más rentable? A lo mejor no puede, porque el gobierno le dirá que eso es lo que tiene que producir y estaremos en las mismas, es decir, con un sector agropecuario que no es eficiente, que no produce suficientemente y que tiene muchísimos obstáculos para crecer y desarrollarse”, publicó el economista en su blog.

Yoandris planificó sembrar en esta campaña de frío apenas la mitad de lo que cosechara por las mismas fechas del año pasado. “Es que no hay combustible ni casi semilla”, justificó. Su decisión se fundó en esas razones, pero de ingenuos sería pensar que fueron las únicas. Sobre los arroceros —como sobre los productores de otras ramas agropecuarias— durante los últimos meses se redoblaron las exigencias, pero en la misma medida no se pusieron a su disposición ni recursos ni políticas de incentivo.

A finales de diciembre, al defender la propuesta de que las pequeñas y medianas empresas “deberían comenzar por el agro”, el economista Pedro Monreal resaltó que “en el sector agropecuario cubano se mantienen sin solucionar deficiencias importantes en cuanto a la organización del ciclo productivo”, y que el Ministerio de la Agricultura y las instancias superiores del Gobierno han sido incapaces de solucionarlas.

La dirección estatalizada del sector está en contradicción con su signo marcadamente privado, observaba el experto, antes de recordar cómo “en la producción de alimentos claves predominan los campesinos y arrendatarios [… quienes] en medio de la crisis asociada a la pandemia fueron esenciales en una de las actividades económicas que no interrumpió sus operaciones”. Un esquema de producción, suministros y comercialización más flexible, con diversidad de actores, sería el primer paso en el camino hacia terminar con el desabastecimiento histórico.

Con independencia de la estrategia que se adopte, cualquier hijo de vecino sabe que las decisiones deberían estarse tomando ya. A despecho del optimismo con que el año pasado se hablaba de las campañas de siembra, que habrían de satisfacer las necesidades del país durante la pandemia, las visitas a los mercados siguen saldándose con muchas menos compras y muchos más gastos. Allí “donde se comprueba realmente el cumplimiento de los planes” la nota de la agricultura cubana no supera el desaprobado.

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