El hombre de hierro

Caro siempre esperaba el pie forzado para contar sus historias. Una situación que coincidiera con viejos recuerdos era la mejor manera de acaparar mi atención.

Era domingo y con la música de despedida de Palmas y Cañas en la televisión, el viejo buscaba algo que lo entretuviera. Así que pasé desde el baño cojeando, quejándome del uñero que me había salido en el dedo gordo del pie derecho. Me apoyaba en el metatarso con el dedo mirando al cielo como la cabeza de una jicotea y Pipa se sonreía mientras evocaba a un viejo conocido: “Vas a tener que hacer como Bartolo”, me dijo. “¿Y qué fue lo que hizo el tal Bartolo?”, le pregunté complaciente.

Y ahí comenzó el relato. Se sentó en el sillón de suiza del portal y sin decir palabra esperó a que yo hiciera lo mismo, como quien sabe lo que se avecina y no debe preguntar más. Busqué un pequeño banquillo para apoyar el pie y comenzaron los recortes de historias.

Si al famoso Bartolo, bautizado como Bartolomé de las Mercedes, le mencionaban el segundo nombre era como una afrenta. Este guajiro era un clásico, cumplía estrictamente las normas del hombre de campo machista y exagerado con que los describen en sátiras. Medía seis pies y pesaba casi 300 libras, puro músculo forjado en la fragua donde herraban todos los caballos de Malpotón  y sus alrededores, los famosos caballos moros mosqueados “primero muertos antes que desprestigiados”, una variedad muy común en el occidente cubano.

Contaba mi abuelo que Bartolo contrajo matrimonio con una prima y sus catorce hijos tenían por apellidos Arteaga Arteaga. En aquel tiempo no se veía el incesto como hoy, era común que los primos terminaran compartiendo el lecho, todo quedaba en familia. Para nombrar a los hijos no se pensaba tanto, bastaba ver el día del nacimiento en el calendario católico que su esposa colgaba detrás de la puerta del bohío. La más bien parecida de las mujeres era linda hasta que le preguntabas el nombre. Como nació el 28 de octubre fue Anastacia Cirila, pero la vieja matrona, que tenía sus dificultades en la lectura, entendió Pancracia Oriola, y así la inscribieron, contaba Caro. La muchacha para evitar burlas siempre decía: “Mi nombre es Pancracia pero la gente me dice Pancri”.

A Pancri le molestaba mucho que su padre la llamara desde lejos, porque siendo un guajiro correcto además, mencionaba cada nombre y apellidos a la perfección, con un vozarrón que hacía temblar el monte.

Bartolo era buen poeta a pesar de su analfabetismo. Los repentistas que lo conocieron decían que era tan bueno en el verso como herrando bestias y arreglando arados. Pero ninguno se atrevía a hacerle frente en una controversia. Después de los planazos que le había propinado a Juan de Dios, otro poeta atrevido, a Bartolo solo le quedaba la opción de cantar tonadas en los guateques, haciendo gala de su buena capacidad de improvisación, claro está.

Pues resulta que desde joven cada vez que padeció de dolor de muelas tomó la solución a mano. Con una de esas mismas pinzas que tenía en la herrería decidió sacarse las piezas bucales una a una hasta dejar apenas un largo canino en el lado derecho de su mandíbula superior. Como tenía una barba poblada no se notaba tanto. Pero cuando cantaba y en su embeleso abría la boca para llegar a una nota alta –aunque grave– sobresalía el colmillo, que parecía el de un viejo puerco de monte.

Juan de Dios, que solía apropiarse de los defectos de sus contrarios en los diálogos poéticos, al parecer se sintió vencido y escribió en el aire su sentencia, cantando algo que más o menos decía así:

Te voy a sacar, al fin

A darte pintura y brillo

Porque tienes el colmillo

Como un machete “Collín”.*

De repente paró el tres y paró el laud. El público quedó serio y en silencio.

En el peor de los ataques de ira, Bartolo agarró su machete –Collín a todas estas– y le propinó una pela con el plan, o sea, la superficie plana del machete, que el pobre Juan de Dios mudó la piel completa como un majá. Tuvo meses de quemaduras y dolor. ¿Quién se atrevía a meterse en el jelengue aquel conociendo a Bartolo? No se sabe cuántas veces dejó caer el yerro contra el poeta, lo que sí cuentan es que con cada sílaba bajaba un planazo: “Yo-te-voy-a-en-se-ñar-a-ti-a-res-pe-tar-a-los-hom-bres…”. Y la lección fue larga, según mi abuelo.

Al cabo de aquellos sucesos Juan de Dios se mudó a un batey lejano por los Remates de Guane. Dicen que no cantó nunca más.

***

Lo último fue que ya con sesenta y tantos años Bartolo compró cierta yegua que tenía unos raros resabios. Resulta que Margareta, como le llamaban al animal, no podía escuchar silbidos ni permitía que le tocaran la grupa porque comenzaba a tirar patadas y a orinarse. Manuel, su antiguo dueño, le había explicado a Bartolo el problema de Márgara. Se la vendió hablándole claro. Pero Bartolo no temía la furia de ningún animal; él, que metía la mano en una cueva de jutías congas sin temor a las mordidas.

Dos días después del negocio, el guajiro se dispuso a herrar a Márgara. La amarró bajo una mata de Guásima de gran sombra que cubría la fragua y una especie de amarradero donde esperaban turno los demás animales. Herró las manos, luego la pata derecha y mientras le ponía la última herradura a la yegua, pasó Pancri, su hija, silbando como un sinsonte.

El animal reaccionó y lo primero que hizo fue pisarle el dedo del pie descalzo a Bartolo, con tanta fuerza que reventó en sangre por los lados de la uña. Luego echó un chorro de orina sobre el viejo y comenzó a patear.

La fragua fue al piso, Bartolo también, se zafó la soga que la sostenía, llegó a un servicio sanitario que llevaba un mes de construido. Una a una las tablas de aquella letrina volaban mientras Margareta descargaba su frenesí. Un par de minutos después se tranquilizó, cuando ya había acabado con medio patio.

Pues Bartolo la volvió a amarrar, esta vez más fuerte, y tomó un gajo de guayaba como del grosor de un bate de béisbol. “Amansaguapo” le llamaba él. Le dio una tunda tal al animalito, que a partir de aquello cuando los guajiros de los alrededores veían caballos serreros y resabiosos, decían que tenían “Margartis aguda”, y que la cura la tenía Bartolo en el pie de la fragua.

Un mes estuvo Bartolo padeciendo de dolor en el dedo del pie, casi no podía trabajar. Pero decía que los médicos no hacían falta, que todo tenía una cura sencilla. Así me lo contó Caro:

“Un día amaneció con dolores terribles y para arrancar el mal de tajo, tomó un cuchillo afilado, una mandarria, y puso el dedo gordo del pie sobre el tronco de una mata de mango que usaba para picar huesos y carne. Calculó bien el lugar donde nacía el dedo, colocó meticuloso el cuchillo con la mano izquierda, y con la derecha martilló con fuerza.

“Por un lado cayó el dedo gangrenado y por el otro Bartolo daba saltos y gritos. Para detener el sangrado tomó una pinza y con ella un tizón de carbón al rojo vivo. Así cauterizó. Con buena suerte sanó la herida pero la secuela fue una cojera para el resto de su vida, porque ese dedo que se había amputado era el responsable de buena parte del equilibrio”.

Mi abuelo se reía contando, y a mí me dolía el mismo dedo. Hasta ese momento no le daba tanta importancia al uñero, pero acababa de sentir aquella historia como si me hubiese sucedido. “Pipa, vamos al policlínico –le dije al viejo–, que yo no me llamo Bartolo”.

A los machetes de marca “Collins”, como el apellido anglosajón, los guajiros del campo cubano acostumbraron a nombrarlos “Collín”, eran famosos por su buen acero y por el filo que mantenían durante la limpia de monte.

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