Barberos, bartenders y dentistas

Foto: Dahian Cifuentes.

Foto: Dahian Cifuentes.

Mi hermano mayor lleva años en el negocio del estilismo, y ha aprendido varios trucos. El más importante, me dice, es saber hablar. Mientras corta o tiñe el pelo, tiene que mantenerse hablando con su cliente, que como promedio es una mujer de veinte a treinta años con problemas en su relación. El asunto está en encontrar aquello de lo que el cliente quiere hablar, ir probando con cautela y disciplina hasta que aparece, y entonces solo se debe extraer un par de ideas básicas de lo que dice, y fingir que se escucha el resto.
Mi hermano, todavía no lo he dicho, nació con una frialdad de burócrata a la hora de lidiar con asuntos humanos que no le interesan. Su estrategia con el cliente va más lejos. Lo insulta, se horroriza ante el trabajo del peluquero anterior, y lo convence de que aquel último trabajo, un verdadero desastre, es la causa de todos sus problemas sentimentales. El cliente, mitad indignado y mitad inseguro, se deja llevar y hasta se ríe con sus chistes, que suelen ser de una crueldad brutal. Mi hermano, un pelirrojo con malas pulgas, sabe cuán fácil es que la gente deje pasar una villanía, siempre y cuando el villano también luzca como salvador.
Del cliente que lleva tiempo escuchando confidencias lo llega a saber todo: sus puntos débiles, fulano de tal que se fue con mengana, el tipo que está molestando hace rato, cuántos hijos quiere tener y el nombre que le va a poner a cada uno.
La conversación obligatoria que exigen ciertos oficios debería ser considerada un género discursivo, como la poesía, el teatro, la nota de prensa o el mensaje de felicitación: en todos rigen patrones más o menos convencionales. El barbero, por ley, no alcanza nunca el mismo nivel de intimidad con el cliente que el estilista, pero igual tiene que hablar. Sin importar lo que pase tiene que hablar un poco y generar empatía, porque uno va, sobre todo, al barbero que conoce, con el que se lleva bien. El barbero no insulta, es un tipo menos violento en su discurso, y sus conversaciones suelen ser más heterogéneas, entre cada tema una pausa, un saludo al amigo que pasa por la calle.
Digamos que el barbero tiene un banco sociológico. Por la manera en la que te vistes, por cómo hablas o cómo caminas, ya puede ubicarte en una categoría, y luego tratará de ubicarte en una categoría todavía más restringida. Es joven, y por la forma de hablar debe ser universitario, los espejuelos y la barbita me hacen pensar que es un artista o que se lo cree, por lo menos, piensa.
Mientras el estilista va directo a los temas personales, el barbero va de lo general a lo particular, señala que parezco de la Universidad de La Habana. Cuando le digo mi carrera, Letras, suele quedarse confundido y entonces tengo que explicar (con una torpeza que me perseguirá siempre) que estudio el lenguaje y la literatura. Lo normal es que también tenga que explicar que no, que eso no es para ser profesor de Español en una secundaria, aunque como práctica tuve que volverme uno en mi segundo año.
Y entonces viene lo peor, explicar qué puedo hacer entonces, para qué sirve mi carrera, cosas de las que me aburre hablar. Prefiero que me pregunten si la muchacha me botó o si yo la boté, si me gusta el fútbol o la pelota, si vi la película que pusieron el domingo. Pero el barbero se esfuerza, habla de no sé qué libro que se leyó cuando era joven y me dice que debería leerlo, es más, debería buscarlo al salir de la barbería. Llegado un punto, a cierta gente le digo que estudio Periodismo y se acabó. La benevolencia atontada de los barberos (nunca te contradicen) es para mí insufrible: odio comprobar mecanismos obvios. Hace alrededor de un año encontré a Yolanda, que no habla a menos que note que el cliente desea hablar. Es una mujer de unos cuarenta, alta y delgada, con la mirada pacienzuda de una maestra de primaria. Desde entonces no me pelo con nadie más.

Bartenders

La imagen del bartender amigable que habla con uno, y que de vez en cuando nos invita a un trago, proviene del cine. Está de más decir que los bares habaneros, los de letreros lumínicos, nunca representan esa escena pintoresca. Porque el bartender nunca es el dueño, para empezar, y además porque los habaneros no suelen sentarse a beber solos. Los bares, incluso los que parecen más familiares, están hechos para salidas en grupo o en pareja, son cafeterías sofisticadas donde el servicio (bueno o malo) es hasta cierto punto impersonal. El bartender sabe que para los habaneros ir a uno de estos bares es un pequeño lujo, una pequeña exhibición, y se limita a servir lo que le pidan, tal vez sonría un poco, pero solo se trata de una telón. Sabe que el cliente habanero no desea ser molestado con muestras de empatía, que no quiere anivelarse con el personal de servicio, que quiere sentir por un momento que tiene autoridad y distinción. O que por el contrario se muestra tímido, no quiere tocar nada, no quiere hacer ninguna pregunta que lo delate. Naturalmente, se trata de una falta de costumbre. Todavía los bares, al cabo, son nuevos para nosotros.
Los bartenders que sí hablan son los de los bares de letreros pintados en la pared, los estatales en dinero cubano, los de malamuerte. En esos sí es común que el bartender se ponga a hablar con el cliente solitario, que le pregunte por la esposa, que le hable de otro cliente que se acaba de ir, un tipo rarísimo. Recuerdo las visitas frecuentes que hace un par de años hacíamos algunos estudiantes de la facultad a La Antigua Chiquita. Vendían cerveza Polar a diez pesos, bien fría. Nos excusábamos diciendo que el lugar quedaba cerca y que era barato, pero la verdad lo que nos encantaba era el ambiente demacrado y familiar, los trabajadores que se sentaban a beber en la esquina y que hablaban con el bartender de pelota, o que se sentaban a ver la televisión, intercambiando comentarios sueltos y despreocupados. Nos encantaba el perro sarnoso que entraba de vez en cuando y que el bartender expulsaba con furia de viejo cascarrabias.
Lo que pasaba en La Antigua Chiquita era que el bartender, un mulato barrigón y fuerte a la vez, sabía que aquel no era nuestro ambiente. Una suerte de incomprensión –tal vez de susto– le impedía mantener con nosotros las conversaciones que mantenía con otros clientes habituales. La imagen arquetípica: estar hablando con un tipo que hace rato dejó de consumir, atendernos a nosotros en un silencio incómodo, y luego seguir hablando con el tipo como si nada. No se trataba de falta de amabilidad, sino del hecho de ser unos forasteros, turistas que pasaban de una dimensión de la ciudad a la otra con completa desfachatez. Un vagabundo en un supermercado, pero a la inversa.
Solo he podido conversar, con los rigores del género, una vez en mi vida, en un hotel todo incluido casi vacío, con algunos rusos antipáticos que de vez en cuando se dejaban ver por el lobby. Había varios bartenders, pero uno de ellos resaltaba. Era un cuarentón pequeño, canas a ambos lados de la cabeza, arriba el pelo seguía negro y sin entradas. Se metía con todo el mundo, y por la forma en la que lo trataban otros empleados, era obvio que en el hotel estaban acostumbrados, y que se lo permitían alegremente. Sus chistes eran de todo tipo, groseros unos y refinados otros, pero la gracia estaba en la manera de decirlos. He observado que ese don que tienen algunas personas para hacer reír depende también, en buena medida, no de la persona en sí, sino de la costumbre y la expectativa. Suelen apoderarse de la atención de los grupos, y consiguen que uno espere y quiera integrarse a la risa de los otros, como el televidente que espera la risa grabada para reírse.
La cuestión es que me ponía a conversar con él después de comer. Había adivinado, con esa facilidad de observación que le da su oficio, que yo estaba interesado en dos muchachas asiáticas, y me había prevenido diciéndome que no había sido el primero, que unos rusos habían intentado acercarse a ellas sin éxito unas noches atrás. Pero tú eres cubano, me dijo con un optimismo de deportista, así que tienes más probabilidades. A cada rato venía una señorona rusa a pedir unas margaritas, y nuestra conversación se interrumpía por los chistes requeridos por la ocasión. El bartender se ganaba su propina, eso era lógico. Luego reanudaba la conversación, hablaba de sus aventuras cuando joven, decía que era un lince, un felino pequeño y mortal, que cuando salía a la calle las mujeres le guiñaban el ojo por las dos aceras, esas ocurrencias…
La historia de las asiáticas corresponde a otro artículo. Aquí me bastará narrar una escena que vi desde una esquina, una escena que sintetiza la poética oral de nuestro bartender. Las asiáticas se acercaron y pidieron dos piñas coladas. Mientras las preparaba, el tipo preguntó si eran chinas en un inglés farfullado, e hizo dudosos movimientos de karate, como para explicar la pregunta. Las asiáticas se rieron a más no poder, resulta que eran coreanas del sur, eran mejores amigas, que querían conocer todas las islas del Caribe. Los gestos que en boca de otro hubieran sonado racistas, fueron perdonados al instante. Recordé la facilidad con la que las personas le admitían los chistes a mi hermano, instrumentos útiles para generar intimidad y confianza. En otros casos comprobé que el bartender hablaba muy bien el inglés: resaltaba su acento cubano, con clientes muy específicos, para generar empatía y recibir más propina.

Dentistas

Ojalá todos los dentistas se esforzaran tanto como los barberos y los bartenders por ser agradables en su discurso. El asiento de dentista, estilización del asiento de barbero (oficio con el que alguna vez estuvo unido), parece fabricado para generar incomodidad: si bien el que nos corten el pelo implica hasta cierto punto una manipulación, no resulta tan humillante como verse a uno mismo tendido, cegado por una luz de un blanco estéril, con la boca abierta. En el tiempo que dura la consulta, el hombre es solo boca, todo lo demás son apéndices que le permiten ver su alimento, caminar hacia su alimento o digerir su alimento. La boca con cada uno de sus dientes es lo que importa. El dentista suele hacer un par de preguntas amables al principio, mientras arregla los brillosos instrumentos, pero en cuanto la boca se abre ya no hay qué decir, ya consiguió lo que quería, ahora queda esperar.
He conocido dentistas excelentes, oradores de raza, pero la mayoría de ellos, es triste decir, están demasiado ocupados como para ensayar buenos discursos distractores que el dolido paciente necesita. El colmo me sucedió con el segundo cordal inferior. Hubo que remplazar en el último minuto al dentista que yo estaba esperando. El remplazo era un hombre de unos cincuenta o sesenta, de complexión robusta y cara reservada. Blanda e implacable a la vez, daba síntomas de esa vejez femenina y misteriosa que le sucede a la cara de ciertos hombres. Me preguntó la edad y, tras examinar a contraluz la placa del cordal impactado, dijo que sí, que era urgente extraerlo. Un estudiante latinoamericano (nunca supe el país), que hasta entonces estaba jugando en su celular, asintió con diligencia desde el fondo. Llevaba aparatos, y los ojos demasiado juntos lo hacían parecer atontado.
La clase fue en extremo explicativa. Cada paso, la anestesia, la incisión con el bisturí, la excavación en la carne, la limadura de la muela con una fresadora, y por último la extracción del subterráneo cordal con una pinza de mecánico, fue narrado minuciosamente por el dentista. Por si me quedaba alguna duda de lo que me estaban haciendo, el estudiante hacía cada dos minutos una pregunta estúpida, tras la cual había que repetir la monstruosa explicación, con más énfasis, con mayor incomodidad. Varias veces intenté hacer señas para que se detuvieran, puesto que tenía la impresión de que la anestesia no había hecho efecto del todo. El estudiante hizo eco de mi solicitud. No le hagas caso, dijo el dentista con una frialdad desdeñosa. En el peor momento, cuando el cordal cruje ante la presión de la pinza, cuando toda mi mandíbula sentía que estaba siendo destruida, lancé un grito sordo. Cállate, dijo el dentista, o te atragantarás con tu sangre y la soltarás por la nariz. Sentía, más que el dolor físico, una indignación infinita.
La primera costura que hizo el estudiante estuvo mal. Hazla de nuevo. La segunda estuvo mejor, pero dejaba una parte mal agarrada. La tercera la hizo el dentista, ya furioso por la carencia de oficio del estudiante, una demostración de fuerza tardía, porque ya mi carne estaba suficientemente agujereada para entonces. Escupe. Pregunté si aquello era todo. En cuanto me dijeron que sí salí por la puerta sin dar gracias ni despedirme. Todo lo que quería era escapar de allí. Los pasillos se alargaban y las personas a ambos lados, enfermeras y pacientes, me miraban con alguna curiosidad.
La calle fue un alivio: no quería que me vieran llorar como un niño. Un hombre de veinte años con barba y bigote llorando afuera del hospital, con la mano en la mejilla hinchada. Confieso que debí verme bastante ridículo. En definitiva decidí no sacarme los cordales de arriba. Ahí los tengo.

Salir de la versión móvil