Percepción de riesgo

Una historia basada en hechos reales.

Foto: Otmaro Rodríguez

La percepción de riesgo, leo en una sintética definición científica a raíz de la pandemia de la Covid-19, es “una evaluación subjetiva de la probabilidad de que nos ocurra un accidente o suframos una enfermedad”. El concepto clave aquí es “evaluación subjetiva”, o sea, lo que cada uno interpreta, analiza, opina sobre el asunto; pero esa subjetividad, ya se sabe, está mediada por muchas objetividades. O por una sola, que contiene las otras: la propia vida.

Una cola es algo objetivo. Tener el refrigerador vacío, también. El refrigerador nunca está “subjetivamente” lleno o desolado: o tiene pollo o no lo tiene; o tiene picadillo, salchichas, huevos, embutido o –milagro– carne, o no los tiene.

Yolanda es una mulata fornida, rolliza podría decirse, que se pasea de un lado a otro de la cola controlando, poniendo orden, imponiendo su carácter aun detrás de su nasobuco. Nadie la eligió para eso, lo decidió ella misma. Y lleva adelante su tarea con la disciplina de un monje tibetano, aunque no con su mutismo y moderación. La gente le reconoce la voluntad, la acata, aunque de vez en cuando alguien la cuestione, los ánimos se exalten, y todo el delicado equilibrio de la cola se ponga en peligro.

El peligro, leo en otra sintética definición, “es un agente que tiene el potencial de causar daño”. El peligro de que se acabe el pollo en la tienda, por ejemplo. O de que el refrigerador se mantenga objetivamente vacío. El riesgo, en cambio, “mide la probabilidad de daño por un peligro” y “los peligros solo se convierten en riesgos –leo– cuando las personas se exponen a ellos”.

Peligro y riesgo, por tanto, no son exactamente lo mismo, aunque la gente los confunda. Aunque a la gente de la cola de Yolanda poco le importe la diferencia. Para ellos, que ya están en la cola, que ya están “expuestos”, el riesgo de que se acabe el pollo, de que su refrigerador no reciba los paquetes que le corresponden –o el paquete, según sea la disponibilidad y la decisión de la tienda–, es tan o más peligroso que una anaconda les exprima los huesos.

Foto: Otmaro Rodríguez

La cola es una anaconda fornida, rolliza podría decirse, que se extiende por toda la cuadra y cruza la calle en busca de la otra esquina. Su cabeza, a la entrada de la tienda, es controlada por un policía que intenta mantener separados a quienes están más cerca de hacer su compra. Allí se aplana, adelgaza, se entumece bajo la mirada severa del policía. Otro agente recorre la cola velando porque haya distancia y tranquilidad, lanzando advertencias mayormente estériles. Pero una anaconda no se apacigua con advertencias.

Yolanda y el agente se cruzan, se reconocen. Yolanda sabe que el policía hace su trabajo lo mejor que puede, pero que nunca podrá controlar por sí solo los musculosos anillos de la serpiente humana. Menos allí donde se enroscan amenazantes, donde se amontonan y se lanzan unos sobre otros, espoleados por el cansancio y la desesperación, azuzados por el peligro –en su caso el riesgo real, palpable– de quedarse –otra vez– sin pollo. Ese es su feudo.

El policía, por su parte, conoce a la mujer y la deja hacer. La ve día tras día, mientras otros compradores van y vienen, rezongan, protestan, pujan por salir del abrazo funesto de la anaconda. Ella, en cambio, él sabe, persevera en la cola, ilesa, imbatible, a horcajadas sobre el grueso lomo de la serpiente constrictor, ajena al peligro de quedarse sin pollo –cuando venden pollo, ella siempre alcanza–, indiferente al riesgo de contagiarse con el coronavirus.

El coronavirus también es objetivo, como la cola; el peligro que representa: real. En la Habana se han reportado ya más de 900 casos, suficientes como para que las autoridades hayan reforzado las medidas de aislamiento. Sin embargo, la vida sigue como antes. O casi. La percepción de riesgo es inversamente proporcional a las ventas de pollo. O a las posibles ventas.

Foto: Otmaro Rodríguez

No siempre se sabe si venderán pollo, nunca se sabe cuánto va a durar. Yolanda, que vive cerca de la tienda, se las ingenia para estar informada. Cuando hay, cuando habrá, clava su estandarte, reparte tickets, organiza las guardias, lidera la rectificación de turnos en la tarde y el amanecer, a veces por varios días seguidos. No vende los tickets, no cobra dinero por apaciguar la anaconda. (Ha decidido no sucumbir de más a la avaricia, o tal vez no quiere salir en el noticiero si la delatan.) Su precio es tener más de un turno, comprar pollo siempre, ahuyentar, antes que a la Covid-19, al riesgo de tener vacío su refrigerador.

Tampoco lo hace sola, tiene su séquito, su corte de habituales, satélites tan indiferentes a la amenaza del coronavirus como ella, como el resto de la cola, más preocupados por el peligro de la ausencia de pollo que por el de contagiarse con una enfermedad que ha infectado a más de cinco millones de personas y ha causado la muerte a cientos de miles en todo el mundo.

“Sin comer no se puede vivir”, es todo lo que obtengo por respuesta cuando le pregunto, a cierta distancia, con nasobuco, por qué hace lo que hace. Yolanda, que en verdad no se llama Yolanda, o tal vez sí, pero que en otro lugar –en otro consejo popular, en otro municipio, en otra provincia, en otra tienda– puede llamarse Gladys, o Yaniuska, o Luisa, o Roberto, y no ser fornida, o más bien rolliza, como la cola, economiza las palabras y los esfuerzos para lo que en verdad cree que merece la pena, apaciguar a la anaconda, por ejemplo, llenar su refrigerador. En lugar de responderle a alguien que le pregunta por la percepción de riesgo.

“Sin comer no se puede vivir”, me repite. Y se va a la cabeza de la cola, a uno de sus turnos, que ya le toca. Mientras, yo, con el número 98 escrito en un pequeño rectángulo de cartón, cruzo la calle, me alejo en lo posible de los demás que esperan, y pienso, resignado, que si no hoy, al menos mañana, pudiera comprar.

Salir de la versión móvil