De lo humano y lo divino

Foto: Cortesía del autor

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Martí y Moncada es una dirección inequívoca, es Santiago de Cuba. Es como si la ciudad no pudiera existir sin el color de esas calles, como si recibiera la fuerza de su gente.  Allí, donde medicina y magia copulan, todo parece encontrar solución.

La sabiduría ancestral se ha reconcentrado y destila generosa a cada paso. Tabaco y miel, piedras y plumas, imágenes y semillas. Gallinas y palomas se reparten en pequeñas jaulas, las hay de todos los colores y para todos los fines: caldos salvadores, ofrendas exigidas, injurias que lavar…

La gente pasa, curiosea, pregunta, compra. Aprieta su manojo de yerbas o sus raíces. La botánica popular se ha revelado de una creación infatigable. La línea afrocubana en todo su esplendor. Juan Tomás Roig y Lydia Cabrera hubieran hecho su agosto.

Al lado de los beneficios conocidos de la sábila o la yagruma, asaltan algunos nombres de plantas que lo dicen todo: vencedor, yo puedo más que tú, amansa guapo, abre camino, quita maldición… Dicen que en las dosis correctas, que en las manos exactas, cumplen sus cometidos.

La hoja espinosa de la tuna cuelga junto al amuleto que protegerá la casa contra el mal de ojo, contra las miradas que “sacan jicoteas del agua y tumban cocos”. Los collares llevan el amarillo de Oshún  y el blanco de Obatalá. Velas de todos los colores quieren encenderse para honrar a los muertos, para que los santos concedan el favor, para que ¡al fin! se haga la luz.

¿Qué habrá en los pomos que se aprietan en la madera? Tras el cristal asoma la viscosidad del aceite de corojo que suaviza o alimenta a los espíritus. Y polvos azules, blancos, encendidos. Incluso, el amarillo quebradizo del azufre, reservado para situaciones difíciles. En la canasta, la cascarilla quiere saltar al cuello.

Debajo, le toca el turno a los metales: herraduras gastadas por el uso, viejos clavos de líneas se agolpan en las cazuelas. Solo Dios sabe de qué viejos caminos llegan y hacia qué “calderos” van.

Para los riñones, para las diarreas, para la piel, para el estómago, para el insomnio. Para la buena suerte, para los viajes, para el amarre y el mal de amores, para el desenvolvimiento. Aquí hay para lo humano y para lo divino.

¿Desde cuándo estos hombres y mujeres están aquí? ¿Quién lo puede decir? Solo en años recientes se han agrupado en pequeños kioskos; pero yerberos y vendedores de Martí abajo ―de esta calle mulata y voceadora―  parecen ser parte de sus aceras, de sus esquinas, como los festejos de carnaval.

Paso, curioseo, pregunto,  “Compra algo, mi’jito”, me dice una joven sonriente. La secunda una señora que le dobla la edad. “Compra algo para que se te abran los caminos”. Y me hace una seña enfática, inconfundible: ven acá…

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