La niña que no conoce el dolor

No sería hasta meses después, con el diagnóstico acertado, que Magui entendió que algo “raro” le ocurría a su hija. La pequeña no rompió a llorar el día de su nacimiento, tras la nalgada del doctor. Cuando comenzaron las vacunas de rutina, ni el estímulo de la aguja al penetrar la carne alteraba la expresión del diminuto rostro.

“Va a ser muy valiente”, le repetían las enfermeras, acostumbradas a la típica reacción de sufrimiento de los niños. No podían sospechar que Melissa nació con una mutación genética que la acompañaría para toda su vida y la hace inmune al dolor físico.

Pero cuando en la primera dentición, ella se mordió la punta de la lengua hasta desprendérsela, todos empezaron a pensar que ocurría algo distinto. Melissa se automutilaba y a ratos mordía también los labios y las extremidades.

En los brazos de su madre, transitó por varios centros médicos durante el primer año de vida, para atenderse diversas afectaciones. Hasta que un día, después de variados estudios, los especialistas confirmaron la presencia de un padecimiento poco visto a nivel mundial y único en Cuba: Síndrome de Indiferencia Congénita al Dolor o Analgesia Congénita.

Ante la pregunta, los doctores respondieron: “Mamá, su hija nunca sentirá dolor”. Aunque quizás no entendiera en ese entonces, 13 años después, la experiencia le mostró por qué Melissa no se inmuta con los golpes, las varias fracturas, las heridas cosidas sin anestesia o el calor excesivo de las ollas puestas en el fogón.

Sentada en la sala de su casa, Magui observa a Melissa. “Mi hija ya es una mujer”, dice tranquila y sonríe levemente.

La niña que nunca conocerá el dolor 03_755Madre, doctora y enfermera

Magui Carrasco no se acuerda, exactamente,  qué le ocurrió mientras esperaba fuera del salón el día de la operación del pie de su hija. Solo recuerda la voz lejana del médico, contándole cómo habían procedido sin anestesia. “Todo salió bien”, alcanzó a escuchar justo antes de ser sostenida en brazos por sus familiares, por un desmayo repentino.

Melissa cursaba el tercer grado cuando una caída le provocó la fuerte lesión que la llevó al quirófano. La carencia del dolor le permitió caminar hasta su hogar, sin quejarse.

Tiempo después, los doctores decidieron extirparle el apéndice, pues en caso de presentar alguna complicación podría resultar en extremo peligrosa, aunque en esa ocasión, sí fue sedada.

Magui cuenta estas historias, lejanas el tiempo, con su tono característico de voz -bajo y despacio. Vive en una casa de puntal alto, de estilo colonial, ubicada casi al final de una pronunciada pendiente.

En el policlínico cercano y el hospital pediátrico, el caso es bastante conocido entre los especialistas. Por eso no se asombra ante la petición de una entrevista.

“La etapa de pequeña fue muy difícil porque había que evitar los golpes. En una ocasión se mordió mucho la lengua, como si la alterara el olor a sangre, y le puse el biberón para aplacarla. Luego aprendió a caminar y siempre andaba corriendo y jugando sin parar. Se caía constantemente, se daba un golpe, pero se levantaba porque no sentía dolor. En ocasiones, me decía: que malcriados son esos niños, lloran cuando los inyectan, y yo no”, cuenta Magui.

Cuando cumplió los seis años, llegó la hora de explicarle sobre su padecimiento.

“Tú no tienes que sentir complejos porque naciste con eso, le decía yo. Hoy estoy contigo, pero el día que seas grande y te cases, tienes que tomar todas las medidas. Porque en un momento de apuro, ella puede bajar un caldero caliente de la candela porque no siente dolor”, explica Magui.

Recuerda, entre algunos sucesos, cuando a los tres años, la niña se pegó en el abdomen una plancha caliente que la abuela dejó debajo de una cama y continuó jugando. Esto le provocó quemaduras en esa región, que debieron ser atendidas en el hospital. La madre trataba de que permaneciera dentro de la casa con sus amigas para evitar el peligro.

“En séptimo grado comenzó un diario que yo leí por casualidad y por eso estuve llorando dos días por lo que escribió. Allí se preguntaba por qué nació así y le preguntaba a Dios por qué no sentía dolor. Después, comenzó a hacer versos y en fechas señaladas me dedica cartas”, afirma con cierto orgullo.

Melissa no corre tanto como antes. Aunque desearía hacer ciertas cosas, obedece a su mamá, preocupada por algo que la niña no conoce. Crece, en contra de las dificultades, evadiendo los peligros de no poseer un sistema de alerta como el dolor. Va a la escuela como cualquiera a su edad y no soporta llegar tarde y mucho menos, que la regañen por ello.

“Ella sabe de su enfermedad y me ayuda mucho”, afirma con seguridad la madre, quien no trabaja para atenderla y vive del pago de una chequera.

En las noches de frío, Magui se levanta y abriga a Melissa. Cada cierto tiempo le recuerda que debe orinar porque la niña no siente la necesidad que proviene de ese malestar común, cuando se tiene la vejiga llena. Al regreso de la escuela, le pregunta por los pormenores del día. Si ocurre una caída, la toma de la mano y la lleva al policlínico más cercano. Es la primera y más importante enfermera de Melissa.

“Las personas tienen valencias de lo que es el dolor. Te lo representas como algo negativo, que hay que evitar, pero ese constructo negativo Melissa no lo tiene. Ella no percibe una sensación desagradable cuando la temperatura es distinta y por eso no presenta una respuesta adaptativa como buscar abrigo”, explica Raúl, el sicólogo que la atiende hace varios años.

“Casi todo el que la atendió antes fue cirujano u ortopédico y si la situación seguía así, la operarían para siempre y no iba a aprender nunca. Los médicos le explican que sucede con la enfermedad, pero no es su competencia planificarle qué hacer y cómo hacerlo”, dice Raúl.

“Ella tiene pleno conocimiento de que es distinta”, añade.

Contra el dolor, Melissa escribe versos

En sus 13 años de vida, Melissa ha llorado de tristeza pero nunca por dolor físico. Los dolores del alma, cuando la afligen, le hacen escribir sus versos.

Lo que a otros despierta curiosidad, “para mi es algo normal, porque estoy adaptada. No me pregunto qué es eso”. Sin embargo, sugestionada por las historias de los demás, pide que le coloquen anestesia antes de entrar al salón de operaciones.

Ya no pregunta mucho sobre su padecimiento, más bien escucha a los doctores cuando conversan con su madre y con eso le es suficiente. Ya es bastante con que sus compañeros de aula le pregunten cómo se siente no sentir dolor.

Delante de los extraños calla y solo mira mientras los demás conversan. Sentada en la sala de su casa, junto a la madre, responde rápidamente y de forma lacónica.

“Hola Melissa. ¿Cómo te va en la escuela?, pregunto.

“Bien”, me responde, “estoy en octavo grado”.

Se siente un poco incómoda. No le gustan tantas interrogantes, como tampoco le gusta “ir al sicólogo” porque pregunta mucho. Preferiría bailar reguetón o emplear el tiempo libre para ir a casa de las amiguitas a jugar con los celulares y conversar de sus cosas.

A simple vista, luce quebradiza por su delgadez. “Me gustan mucho las matemáticas y algún día me gustaría ser maestra”, explica, en pocas palabras.

Mientras se acerca el final de la conversación, más tranquila, sonríe esporádicamente. No le importa mucho una sensación que nunca conocerá; por eso, antes de abandonar su casa, me confiesa su “preocupación” más profunda y la más sencilla: “Ya tengo ganas de cumplir los 15”.

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