Un manicomio abandonado en la montaña

Foto: Eduardo González Martínez

Foto: Eduardo González Martínez

Sobre la elevación, se erige todavía regia la mole azulosa y descascarada del hospital psiquiátrico de Guanito. A 261 metros sobre el nivel del mar, en esta zona ligeramente montañosa, el aire es puro y sopla con frecuencia.

En mitad de la nada, en el kilómetro 18 de la carretera a Luis Lazo, en la provincia de Pinar del Río, hace 22 años comenzó el retroceso. Primero, se retiraron los enfermos mentales y el personal médico. El hospital perdió, lentamente, sus órganos internos. Se fueron las camas, mesas y camillas. Se desvencijaron los laboratorios de rayos x, consultas externas y allí se perdió hasta los últimos bisturís, cucharas, platos y cuchillos.

Armado quedó el esqueleto de mampostería, para alimentar la ficción popular sobre aparecidos y enfermedades remanentes. Y dispuesto quedó también el vacío para quienes recibían en esta carretera los servicios médicos.

Por el costado, donde hubo cercas, está el paso abierto. Los bancos de cemento están cubiertos de yerba, los árboles han invadido el lugar y las hojas en el suelo forman un colchón. De las amplias puertas de la recepción, subsisten apenas los marcos de madera. En el interior, la puerta de acceso al segundo piso permanece cerrada y el elevador tapiado.

Por el pasillo lateral, que conduce a la cocina, Carmelina Reyes barre el piso. Ella es una de los afectados por ciclones que viven en la primera planta, en algunas de las instalaciones.

“Aquí no hay ruidos, ni apariciones, ni nada. Eso son chismes. Hace más ruido la viejita aquella que cualquier otra cosa en la noche”, afirma señalando a Lidubina, regordeta y bajita.

“Bernardo, el custodio, te explicará mejor”, dice Carmelina.

Minutos después, Bernardo Cabrera me mostrará el ala perpendicular, donde se observan las primeras muestras de los daños. El piso de granito pulido aún brilla, pero los charcos de agua se han extendido y las paredes y el techo toman el color de las filtraciones. Todos cuentan como un arquitecto realizó un levantamiento sobre las estructuras y como, cada cierto tiempo, se realizan inspecciones similares.

Foto: Eduardo González Martínez
Foto: Eduardo González Martínez

El clima hizo de estos parajes el área perfecta para la recuperación de infectados con Tuberculosis. Allí transcurrían las horas en la quietud de los pinares, lejos de la ciudad y sus familias, con el estigma de una enfermedad incomprendida. Ante el aislamiento terapéutico, hubo incluso, alguna historia de amor que terminó en muerte.

Bajo el gobierno “auténtico” de Ramón Grau San Martín fue inaugurado el 27 de mayo de 1948 el hospital Antituberculoso Pilar San Martín, cuyo nombre corresponde a la madre de aquel presidente de la República.

En los periódicos pinareños de la época se dio seguimiento al suceso. Con capacidad para 69 camas, el sanatorio original constaba de dos plantas. El costo fue de un millón 400 mil pesos y se erigió de mampostería, estructura monolítica y piso de terrazo (granito).

En la planta baja, dónde ahora radican un consultorio médico y las seis familias, estuvieron los servicios generales y un departamento de consulta exterior. Salones para electrocardiograma, fisioterapia, rayos X y aparato de fluoroscopía con autodiagrama, así como oficinas para personal administrativo, lavandería, almacenes, y otros, ocuparon el espacio.

En el piso superior se ubicó la galería de cura y los salones de cirugía. Los pacientes dormían en habitaciones con capacidad para tres. Se preveía poder atender el estimado de enfermos de la provincia, de acuerdo con los estudios insuficientes de la época. A mediados de la década de 1950 se construyó una tercera planta y se amplió la capacidad hasta 150 enfermos.

“En aquel tiempo decir tuberculosis era peor que decir SIDA”, afirma Carmelina, una de las trabajadoras que terminó su contrato con el cierre de la institución.

Imágenes de la construcción del sanatorio.
Imágenes de la construcción del sanatorio.

Cuando Ovidio Camejo Jordá llegó al Pilar San Martín, en 1953, tenía 25 años y no podía saber que iba a retirarse allí. Fue práctico de salón, dirigió la farmacia, laboró en estadísticas y se encargó de los ingresos. Llegó, incluso, a memorizar los nombres y las características de cada caso que le tocó ingresar mientras estuvo en admisión.

Allí tuvo miedo, confiesa, por la herencia de dos tíos que padecieron la peligrosa enfermedad. En sus años de trabajo solo dos compañeros de trabajo se enfermaron y recibieron allí mismo el tratamiento.

“Las personas, cuando se acercaban a la elevación, se tapaban la boca para no contagiarse”, sonríe Ovidio. “Yo estuve mucho tiempo en contacto con pacientes y no pasó nada. Las condiciones mejoraron mucho con el triunfo de la Revolución. En 1964 se hizo una tercera planta, con características distintas a las anteriores”.

En los primeros años de la década de 1960, el gobierno y las nuevas autoridades de salud asumieron el enfrentamiento a la tuberculosis para lo cual destinaron grandes cantidades de recursos.

Por esos años, el Pilar San Martín, progresivamente, disminuyó la cantidad de enfermos y se volvió, más bien, un hogar de ancianos. Los modos de enfrentar la enfermedad cambiaron. Según escribió el historiador médico Beldarraín Chaple se introduce el tratamiento ambulatorio, con la reinserción social del paciente, con lo cual se quiebra el aislamiento tradicional. También se habla de la curación, cuando el paciente se negativiza, mantiene el tratamiento y no se le considera ya infectante, todo después de la introducción del diagnóstico bacteriológico.

Alrededor de 1976, comenzó la etapa de Siquiátrico en Guanito, la que marcaría el imaginario popular. Los pacientes con afectaciones en la psiquis, hasta entonces ingresasos en el Hospital León Cuervo Rubio, de la ciudad de Pinar del Río, ocuparon el gigantesco edificio. No obstante, aún permanecieron allí algunos ancianos y una pequeña sala de tuberculosos.

Foto: Eduardo González Martínez
Foto: Eduardo González Martínez

Donde hubo salones de operaciones, hoy abundan cuartos ociosos, sin ventanas. Las mesetas y paredes de azulejos aparecen descorchadas, desnudadas a la fuerza. “La gente se cuela de noche y para llevarse uno, rompen muchos porque no salen enteros”, afirma.

Apelo al minucioso escorzo del viejo Ovidio. Los cuartos no tienen, como me describiera, camas y mesas. En algunos, las hojas, a veces secas, en ocasiones húmedas, se acolchonan por la lluvia y el viento que los empuja a través de las oquedades vacías.

Mientras tomo fotos, le converso a Bernardo. “¿Usted cuida esto solo y no se asusta?”, le pregunto. Son las 11 am y desde el inicio del pasillo de las alas principales, casi no se distingue la pared del fondo. De noche, aún con linterna, la oscuridad debe ser total.

“No tengo miedo. Conozco esto de memoria y subo a las dos de la madrugada”, ríe Bernardo, uno de los encargados de la custodia, tarea imposible para un solo hombre. Los ruidos de madrugada son cosa de quienes se llevan los cristales, tuberías y muescas de azulejos.

“¿Ves?, suben por aquí. Quiero ver cómo cierro las ventanas de esta parte”, explica y muestra el techo limítrofe con el alero del segundo piso, por donde escalan los “fantasmas nocturnos”.

Foto: Eduardo González Martínez
Bernardo muestra los resultados del vandalismo sobre el edificio. Foto: Eduardo González Martínez

Ni él, ni Ovidio ni Yadira saben la causa cierta del cambio. De este sitio bendecido por la naturaleza los pacientes se marcharon en agosto de 1994, para un lugar donde se fabricaban bloques en la ciudad de Pinar del Río. Con el tiempo, se mudaron para donde radican actualmente.

Un doctor que estuvo en Guanito y todavía atiende a los pacientes psiquiátricos, José Antonio Sánchez, es quien habrá de esclarecerme las interrogantes.

“Aquí hay pacientes de aquellos, aún. Nos mudamos porque ya habían demasiadas dificultades con el transporte, las comunicaciones y el abastecimiento de agua, pues con el tiempo el caserío creció y la gente se conectaba a la tubería. Sinceramente, con aquellos problemas resueltos no hubiera querido irme de allí. El personal nuestro fue nombrado responsable de la custodia del lugar, por idea de alguien, pero era difícil. Nosotros tomamos el material propio para nuestra labor y pocas cosas como tanques y algunas tuberías, pero lo demás se lo llevaron las personas de allí mismo.”, afirma.

En lo que coinciden todos, es que algo cambió, dentro y fuera de sus muros. Guanito era una suerte de punto de emergencia entre las comunidades a lo largo de esta carretera y la ciudad de Pinar del Río. Brindaba atención en sus consultas externas a innumerables pacientes, con servicios de radiografía y primeros auxilios. Incluso, cuenta Ada, hicieron numerosos procedimientos asociados a los embarazos.

“No he ido más desde 1994 y hago rechazo a la idea de ir. Allí tuve buenas relaciones con la gente de la comunidad. Aquello fue la muerte del caserío porque mucha de la gente del barrio trabajaba allí”, concluye Toni.

Para Yadira, dirigente de organizaciones políticas de la zona, la clausura de la institución, junto a otras dificultades, ha influido en la disminución progresiva de los habitantes de la localidad. Si hace 17 años había 385 mayores de 14 años, hoy son casi doscientos menos.

En las versiones que circulan de boca en boca, se afirma que el edificio de Guanito fue pedido por un extranjero (según Toni y Ovidio, era canadiense) para repararlo como local de turismo de salud. No obstante, suponen, la cercanía de una unidad militar y el deterioro de la estructuras —sobre todo en cuanto a filtraciones y dificultades con las instalaciones sanitarias—, implicaría un gasto enorme, muy difícil de asumir. A esto habría que adicionar, una vez más, las dificultades con el abastecimiento del agua y el transporte.

Foto: Eduardo González Martínez
Foto: Eduardo González Martínez

Sobre el mediodía, me despiden Bernardo y Yadira, con un “buena suerte con el transporte”. Aún no sale el sol y caen gotas como finas agujas. Bajo una mata de marabú que sirve como parada de ómnibus, Daisy Valdés, asistente de enfermería en el antiguo centro y en el actual, me confirma cuánto cambió la vida por esto lares a partir del año 1994.

Cerca, la anciana Lidubina nos mira con curiosidad y escucha. Sus ojitos pequeños brillan y me recomienda no apurarme, que la guagua pasará en un par de horas. Al parecer, ella y el manicomio son los mismos de cuando cumplí el servicio militar en estas lomas, pero han envejecido, aunque a ritmos distintos. Se levanta renqueando, con dificultad. “Es la artrosis, mijo, ya estoy vieja. La humedad me hace daño”, se despide y va a recoger la comida gratis que le brindan en la unidad militar.

 

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