Cruzando el césped: ¿Hacia una política racial en Cuba?

Una política racial en Cuba debe estar dispuesta a confrontarse públicamente desde ejercicios comunicativos, académicos, institucionales y gubernamentales encaminados a lograr una transformación estructural y cultural de la situación racial.

Foto: Kaloian Santos

Qué fervor en el hoy.

Qué másculo, febril conocimiento

de que todo puede ser mañana.

Roberto Friol

 

Si una política racial asoma en la sociedad cubana contemporánea ha de ser bien recibida, por lo que significa para el mejoramiento social. También porque es una señal de preocupación por superar el malestar de una población negra, y por entenderla como problemática social urgida de atención que debe ser asumida como responsabilidad del Estado.

Sería buena noticia si tal política racial no se contaminara de exclusiones y eludiera la trampa de ser una tarea que se legitima sólo desde el deseo gubernamental. Dicha política racial —como toda política que se precie necesaria— surge bajo la presión de una acumulación de eventos, críticas y demandas raciales que comienzan a ser observadas, con menos prejuicios y temores, en una accidentada línea del tiempo y el espacio político cubanos. Ambos elementos aceptan y comprenden —finalmente— las causas, consecuencias y expectativas de una estrategia socialmente compartida entre las instituciones, comunidades y personas que abordan el espacio cubano; problemáticas raciales y racializadas —sean racistas o no— que ahora saltan, como urgencia, desde el inconsciente político nacional hacia un espacio de visibilidad y resoluciones posibles.

A este despliegue, que nace bajo otro nombre, denomino política racial, en tanto se anuncia y configura como un cuerpo de acciones dispuestas a confrontarse públicamente desde ejercicios comunicativos, académicos, institucionales y gubernamentales encaminados a lograr una transformación estructural y cultural de la situación racial en Cuba; cuya pertinencia crítica fuera oficialmente rechazada por el discurso oficial entre 1962 y 1998.

En ese largo período cristaliza el silenciamiento político sobre el tema, por considerarse una tarea resuelta en el programa inicial de la Revolución cubana, así como posible pretexto de fragmentación social. Aunque el racismo inhibe sus expresiones públicas, siguió latiendo en el espacio privado y en redes de sociabilidad profesional donde la gente blanca era mayoría, así como en los intersticios de la mentalidad social donde se mantuvo sutil, incluso amable —pero aun excluyente— repartiendo chistes y clasificaciones hirientes.

Durante aquel silencio oficial el discurso antirracista sobrevivió fuera del espacio público, mientras la conciencia racial se refugiaba en el seno familiar y en círculos afroreligiosos. La gente negra encuentra, como antes, pocos modos, también silenciosos, de enfrentar la omisión oficial.

Las implicaciones de ese silencio y la negativa a aceptar la complejidad y resistencias de la discriminación racial en Cuba han sido abordadas en los últimos 50 años por varios autores que, dentro y fuera de Cuba, han descrito, celebrado y criticado nuestra problemática racial en un amplio abanico de propuestas conceptuales. Estas propuestas van desde el pensamiento de Walterio Carbonell, Carlos Moore, Pedro Serviat, Jorge Ibarra, Rafael Fermoselle o Tomás Fernández Robaina, hasta las investigaciones de Inés María Martiatu, Jesús Guanche, Alejandro de la Fuente, Esteban Morales, María del Carmen Zabala y Zuleyka Romay.

Tampoco podemos obviar la dinámica que alcanzó el tema entre la sociedad civil “no autorizada” de los años noventa, donde se construyó una sólida base de argumentos y propuestas diversas que fue sedimentado en prácticas comunitarias, artísticas e intelectuales dentro de un temprano activismo social en Cuba que derivó, ya en la primera mitad de los años noventa, en movimiento antirracista de sostenido y creciente nivel de convocatoria social y política dentro de Cuba.

Dicho movimiento se conectó muy orgánicamente a prestigiosos líderes y organizaciones antirracistas bastante activos dentro de los movimientos sociales en América Latina. Allí la participación cubana obtuvo espacio de comprensión, entrenamiento y solidaridad epistémica, desde el aporte analítico de nuestras realidades por parte de líderes, estudiosos y otros miembros de lo que identifico —sin grandes pretensiones— como un círculo o comunidad epistémica antirracista, actuante dentro y fuera de la Isla, desde emplazamientos teóricos y políticos diversos, cuyas prácticas culturales dan cuerpo, voz y textos al intenso debate sobre el racismo en la Cuba del siglo XXI.

También confluyen en él varios autores no cubanos que contribuyen con su obra académica, audiovisual y promocional sobre la cuestión racial en Cuba de maneras tan diversas como lo hacen Agustín Lao Montes, Henry Louis Gates Jr. y Chester King, para solo poner tres ejemplos. Este círculo o comunidad epistémica logró, sin mucho esfuerzo programático, organizar una serie de acciones, publicaciones y eventos de tipo comunitario, cultural y académico que lograron sistematizar el tema y colocarlo en agendas de instituciones políticas, académicas —gubernamentales o no— dentro y fuera de Cuba.

Mientras, la esfera ideológica del Partido Comunista de Cuba (PCC), la política académica y los órganos de inteligencia muestran preocupación por el tema sin reconocer la larga duración del conflicto racial durante el período revolucionario ni la deformación de los presupuestos emancipatorios de la Revolución generada en el período de silenciamiento político que pretendió disolver la crítica antirracista. Si en las organizaciones de oposición política era difícil encontrar amplia presencia y —mucho menos— liderazgo negro, ya en mitad de los años ochenta se fractura el monopolio de personas blancas dentro de la oposición, marcadamente racista o negada a aceptar cuestiones raciales en décadas anteriores.

La problemática racial emerge durante la diversificación que tiene lugar en esos años dentro de los partidos de oposición política en Cuba, pero esta reconfiguración racial opositora fue leída en clave demasiado local y prejuiciada ante el crecimiento de los opositores negros. Consecuentemente, no alcanzó a ser vista dentro del esquema de dominación imperial que, más allá de Estados Unidos, ofrecía otras salidas y discursos ideológicos a la llamada  “disidencia cubana”, que iba de la social-democracia hasta las políticas de identidad y representación que, entonces, pusieron en crisis la democracia representativa 1

Luego, tras la airada respuesta a los negros opositores, fue fácil a los diseñadores de la política subversiva contra Cuba insertarlos de manera enfática en sus programas. La problemática racial terminó siendo una anhelada justificación incorporada a la subversión; escribo anhelada porque este deseo imperial no había encontrado oportunidad, ni siquiera a través de la discutida presencia de líderes afroamericanos, refugiados en Cuba y considerados criminales en EEUU. Algunos de ellos han testimoniado su presencia en Cuba como conflicto ideológico ante el tratamiento, para ellos racista, que sufrieron durante su estancia, y denuncian escasas posibilidades de contactos con negros cubanos, a quienes critican su poca conciencia racial, junto a otras visiones raciales diferentes, pero no opuestas, que finalmente no lograron ser útiles para la causa emancipatoria de ninguna de las partes. 

No me detendré en el peso que la política estadounidense tiene sobre la política doméstica cubana. Lo trataré en un próximo texto por lo que el capítulo oculto del exilio afroamericano podría develar sobre el terror del gobierno cubano a una política racial. Es un tema que la propia izquierda afrodescendiente se rehúsa a ventilar, por razones que no toca dilucidar aquí; pues habría que indagar sobre el rol de Cuba en el momento que más cerca estuvo de asumir una estrategia panafricanista abortada con la muerte del Che. Solo trato de explicar por qué una política racial en Cuba no se define solo desde la situación racial dentro de la isla, sino desde coordenadas globales —escasamente consideradas— que se relacionan orgánicamente dentro del triángulo Caribe-Estados Unidos-África, donde el panafricanismo sigue siendo una de las claves esenciales para entender y concebir una estrategia racial desde perspectivas regionales y globales.

Pero todo este entorno geopolítico corresponde a un pasado reciente donde se desestimaron diversas y tempranas críticas a la herencia racista de la Revolución —esgrimidas por Juan René Betancourt, Sixto Gastón Agüero, Walterio Carbonell y Carlos Moore— que parecía descartar también la perspectiva crítica y autocrítica.

Aquella crítica temprana tenía diversas razones ideológicas, algunas de ellas hostiles a la Revolución, pero otras verdaderamente respetuosas de la perspectiva revolucionaria de aquellos hombres de clase media blanca, capaces de renunciar y autocriticarse como clase, pero no a cuestionarse su privilegio blanco. ¿O pensaron, erradamente, emancipar de la misma manera a blancos y negros, a pesar de sus historias diferentes? Lo cierto es que, cuando la estrecha visión sobre la cuestión racial decidió congelar la tradición antirracista cubana, instrumentalizar sus eventos, fechas o figuras importantes y desconectarnos del panafricanismo, acabó también simplificando la compleja ecuación racial que la Revolución venía a enriquecer —más que a entorpecer—, como finalmente resultó decretar el fin del racismo. La consecuencia inmediata fue renunciar a una política racial, entre otras que eran, entonces, diseñadas con audacia.

El conflicto racial en Cuba ha sido históricamente pensado desde una visión sesgada, que sobrepone marcados intereses de clase, grupo, tendencia o ideología por encima de las necesidades históricas de la población negra, sin respetar e incorporar sus propias demandas y agencias, reduciéndole a conflictos de clase, género o religión, sin asumir la complejidad de lo racial en términos ideológicos, culturales y económicos, no solo políticos.

Al clausurarse toda posibilidad de discutir la complejidad de expectativas, situación y saberes de este grupo, se pierde un debate social que, partiendo de lo racial, pudo iluminar cuestiones como diversidad, representación o ciudadanía. El debate se cerró al mismo tiempo que las puertas de las Sociedades de Color y otras instituciones negras que jugaron un rol representativo, identitario o emancipatorio durante la República. No quedó ni el espacio institucional que mantuvieron otros grupos descendientes de españoles, judíos, franceses, árabes o asiáticos y hoy re-emergen con evidente autonomía, en manos de otra generación de descendientes.

No debatir sobre la especificidad de las desventajas y desigualdades sociales sufridas por la población negra impidió reconocer la verdadera diferencia entre tales desigualdades e intentar modos prácticos de solventarla escuchando e involucrando a los propios afectados. Al negar a este grupo la acción afirmativa que disfrutaron otros como los campesinos (para quienes se elaboraron tres leyes de Reforma Agraria) o las mujeres, a quienes la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) respaldó con diversos programas emancipatorios; los negros pierden el atajo emancipatorio que tuvieron los grupos mencionados, cuyo actual status ilustra el aprovechamiento social que lograron estas medidas afirmativas, junto a las medidas universalistas que propiciaron el avance de toda la sociedad. Estadísticas de hoy muestran cómo, 60 años después, los más desfavorecidos o ausentes —tanto del sector campesino como entre las mujeres— son personas negras.

Dar cuenta de un vacío histórico permite leer dicho vacío no como ausencia, sino como intervención sobre lo que ha generado ese vacío. De ahí que una política racial ha de ser consciente de la desposesión histórica sobre la cual trabaja, del efecto que generan acciones específicas dentro del sector y de otras acciones social y económicamente transversales que generen otros modos de aprovechamiento para el avance de este grupo.

Los actores que intervengan en la ejecución de esta política serán claves, pues definirán el diseño conceptual y político del mismo, establecerán los objetivos, prioridades y alcances, reconociendo estados cuantitativos y cualitativos, materiales y espirituales, ideológicos y económicos —unos territorialmente situados y otros que se transversalizan con múltiples intencionalidades y efectos— a través de la síntesis de investigaciones realizadas en las últimas décadas. También se ocuparán del establecimiento de las etapas, métodos y equipos de trabajo, así como tendrán que crear las capacidades, enfoques y herramientas científicas y prácticas con que medir los impactos, mostrar logros y profundizar en los nuevos problemas que irán apareciendo durante el proceso. 

Vale marcar la importancia de los presupuestos políticos y conceptuales que fundamentan una política racial. El modelo teórico elegido por Cuba definirá la profundidad, alcance e impacto social de tal política, que podría asumir más de un modelo, combinando disciplinas y metodologías diversas, y teniendo en cuenta la complejidad de la problemática racial. Si seguimos asumiendo el impreciso término de vestigios para identificar el tipo de racismo que hay que enfrentar, la falta de rigor y de sentido común sepultará el esfuerzo emancipatorio bajo una lápida de sospecha y manipulación a la crudeza y complejidad de un tema capaz de reproducirse y renovarse, justamente, por ese modo paternalista, ahistórico y descontextualizador que convirtió al racismo en el gran fantasma ideológico de la Revolución.

Por otro lado, si las teorías de Fernando Ortiz siguen presidiendo acríticamente la visión cubana sobre la cuestión racial, tropezaremos con ideas y conceptos, desestimados en rigurosos textos antropológicos y sociológicos, como ajiaco o mestizaje, para solo poner dos ejemplos controversiales; sin renunciar a los aportes incuestionables que el legado orticiano seguirá ofreciendo, junto a otros estudiosos clásicos del tema.

No me interesa acotar de cuáles teorías o autores se trata, solo sugerir el ejercicio crítico ante la vastedad teórica y metodológica de este campo para definir las perspectivas teóricas y las opciones epistemológicas que deben guiar la anhelada estrategia política. 

Una política racial en Cuba: ¿para qué y para quiénes? 

Sería saludable para una política racial asumir un concepto participativo y colaborativo de actores y fuerzas institucionales, ciudadanas y políticas, cruzando información, acciones y resultados desde una misma plataforma, sin esperar un ambiente paradisíaco de trabajo, sino de comprensión de las complejidades y tensiones propias de un proceso de transformación cultural y material, que también será espacio pedagógico, de construcción política, creación cultural y crecimiento colectivo.

En toda práctica política emancipatoria hay que revisar permanentemente el modo de establecer su hegemonía, manejar las diferencias y la heterogeneidad, dialogar provechosamente e incorporar conscientemente todo lo que contribuya al éxito común. Esta visión podría generar un modelo social de intercambio responsable entre actores diversos —poco usual en nuestra realidad— de modo que entenderé el nivel de críticas y resistencias a esta propuesta, inútil sin las voluntades políticas necesarias.

Hago constar que una política pública racial en Cuba es, sobre todo, resultado de acciones, posiciones, presiones, organizaciones y ejercicios no gubernamentales que, de manera fragmentada, alegal y emergente —pero diversa, creciente y activa— desbordaron los marcos de comprensión y permisibilidad políticas del Estado cubano hace más de una década. Estas acciones, aunque dispersas o carentes de una centralidad que imante sus intereses y proyecciones, se realizan en espacios comunitarios, culturales, religiosos, digitales, de estética, salud, emprendimientos, organizaciones sociales y muchas otras vías de concientización racial ciudadana que se general y articulan, con cierta autonomía, como instancias de micropolíticas raciales, multiplicando su efecto, necesidad y visibilidad social en la Cuba del siglo XXI.

Súmese a ello que, tras el Congreso Mundial sobre el Racismo (Durban, 2001) los organismos internacionales han sistematizado la revisión de compromisos, firmas y cumplimiento de los gobiernos ante los pactos y resoluciones referidas a la discriminación racial en el marco de los derechos humanos, con lo cual ejercen una presión sobre los países signatarios de tratados y convenciones internacionales, donde Cuba participa, presenta sus logros y dificultades, a la vez que recibe propuestas y consideraciones, incorporando una dinámica internacional que, insuficientemente abordada en la prensa nacional, expresa un marco internacional de obligaciones legales que implican la responsabilidad del Estado ante su situación racial y la correspondiente adecuación de políticas públicas que expresen la responsabilidad contraída en esos niveles.

Tampoco será un sobresfuerzo al que las instancias del país se dedicarán con toda energía y recursos cual si fuera la Zafra de los Diez Millones. Todo lo contrario, pues las carencias de la realidad cubana no son más abrumadoras que en otros países de América Latina, donde se han establecidos políticas y estrategias raciales gubernamentales, decretos ministeriales y territoriales, junto a leyes de acciones afirmativas que han logrado efectos sociales, políticos, jurídicos, económicos y culturales de cierta temporalidad e impacto social, a pesar de limitaciones estructurales, instituciones públicas y privadas de presupuestos exclusivos y/o excluyentes de larga data, frente a los muros elitistas e inevitables resistencias clasistas y culturales que acompañan al racismo en todas partes.

Si en nuestro contexto social no existen muchas de las problemáticas estructurales que impiden o hacen difíciles las políticas de equidad social y racial en el continente, pensamos que esta tarea no será tan abrumadora como se piensa, aunque sí será un esfuerzo de mucha sensibilidad y complejidades para el cual habrá que capacitarse y tomar conciencia de las difíciles problemáticas que debemos reconocer y resolver.

Quien haya visitado en los últimos años el Complejo museístico dedicado al esclavizado rebelde en Triunvirato, Matanzas, habrá notado cómo se reduce la visita de Nelson Mandela a Cuba, su discurso y otros significados ausentes en la antigua casa del mayoral, donde se exhibe en respetuosa síntesis la huella militar cubana en África, junto al listado de quienes cayeron allí, luchando también contra el racismo.

La pobre y ruinosa muestra dedicada a los verdaderos actores del cimarronaje —que constituye el núcleo cultural y emancipatorio de las rebeliones, guerras y revoluciones que se han sucedido hasta hoy en Cuba— nos indica otra ausencia mayor que también debe configurar las bases de una política racial consistente: la necesidad de un emplazamiento epistemológico, quizás decolonial o de otro orden, que reconozca, restaure y consolide los valores del antirracismo como ejercicio y pensamiento públicos.

La raza es trending hoy, no solo en el mercado de los productos de belleza y en la industria cultural. También en el mercado de la política, donde no hizo falta que la Organización de Naciones Unidas (ONU) declarara un Decenio Internacional Afrodescendiente, apenas advertido en Cuba; sino bastó que el discurso inaugural del nuevo presidente estadounidense haya hablado del racismo sistémico en Estados Unidos e invitado a una joven poeta afroamericana a leer sus versos para que los precios de turbantes, ropas, libros y autores afro se disparen en Amazon.

Los viejos dolores se capitalizan y algunas cicatrices serán maquilladas para que la acumulación de tanta desposesión y maltrato se disuelva en sites, espectáculos, discursos y otros performances de publicidad, propaganda y reivindicaciones políticamente correctas sobre un tema francamente incorrecto e incómodo como es el racismo.

Esta nueva pulsión imperial marcará los códigos del discurso internacional sobre el racismo y tratará de borrar las grandes discusiones que llevaron a miles de líderes antirracistas en septiembre del 2001 a Durban, Sudáfrica. Aquellas discusiones que —particularmente en América Latina— resultaron cruciales para el primer congreso mundial contra el racismo, justo allí donde el apartheid no logró doblegar una causa ni un hombre como Nelson Mandela, quien no permitió, durante su presidencia, pagar a los racistas con su misma moneda. No fue solo debido a su grandeza moral, sino a su profunda visión sobre el futuro de la humanidad, un futuro donde no haya que oprimir, pero tampoco haya que victimizarse para alcanzar la justicia y la dignidad que nos tocan. 

La conciencia y el orgullo raciales no tendrían que ser patrimonio sólo de los negros, como el pensamiento feminista no solo corresponde a las mujeres o la celebración de la diversidad no debe ser apenas compartido por las minorías. También se trata de descolonizar las luchas sociales y no fragmentar sus significados, derechos y propósitos libertarios tras visiones culturalistas y otros enfoques estrechos con que se diagnostican realidades complejas, de interacciones locales y globales. Estas exigen propuestas interseccionales y transversales a nuestras necesidades como seres humanos; capaces de entender la política como intervención asistida por variados actores, participación responsable y alegría de compartir y cosechar conocimiento, esperanza y resultados, antes de mañana.

Nota: 

1 Muchos de aquellos opositores hoy residen en Miami, ciudad históricamente racista que ofrece a los negros cubanos una percepción de armonía racial, a pesar de la hostilidad que sufren en dicha ciudad otros negros, estadunidenses o caribeños.

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