Cuando escuché a Raúl y a Obama

¡Por fin…!, gritó mi vecina, y agregó otra palabra irrepetible. Todavía las letras se me tuercen. La noticia la dejo destilar al interior. Miro frente al sol que me come los ojos.
Mi vida entera la he vivido bajo el diferendo Cuba-Estados Unidos. Diferendo es una palabra diplomática, claro. Cincuenta y tres años han dejado no pocas sajaduras que ahora son preciso cruzar.
La profunda filosofía de Gandhi se revela como anillo al dedo: “No hay caminos para la paz, la paz es el camino”.
Cuando escuché a Raúl y a Obama este 17 de diciembre, recordé a mi vecino Roberto, ex combatiente de Playa Girón (1961), quien jamás pudo recuperarse y vivió recluido como mutilado de guerra.
En Juan Carlos, mi compañero de estudios, que cumplió su sueño de ver a Michael Jackson en un concierto en vivo. Y en Armando, que no alcanzó el suyo, porque su embarcación se la tragó una ola antes de la Florida.
En el rostro inolvidable de Evangelista. En los medicamentos que estaban en la otra orilla, pero que debieron cruzar medio mundo antes de llegar a su cama.
En Pete Seeger cantando La Guantanamera. Y en Beba, una guantanamera que se quedó sin música, cuando intentó ver a su hijo emigrado al Norte, y fue rechazada una y otra y otra vez en la Oficina de Intereses.
En el Mundial de Béisbol de Santo Domingo 1969, en la final Cuba-Estados Unidos. Y en el grito de victoria de Boby Salamanca.
En Celia Cruz y en Ernest Hemingway.
En un adolescente contra el cristal, procurando un par de zapatos para estrenar el nuevo año.
En las cercas de Caimanera.
En mi madre frente a la cocina, haciendo su banquete con arroz… y cariño.
Tantos recuerdos.
Pero de todos, me quedo con un pequeño, absorto, que mira a Mickey Mouse. No pregunta nada, es un niño cubano que ríe en paz. Noventa millas más allá, un niño norteamericano hace lo mismo.

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