Cuba: ideas sin fijador

Es imposible enumerar todo lo que podría resolverse con un poco de previsión y escasos recursos.

Foto: Otmaro Rodríguez.

El Renacimiento descubrió para la cultura occidental la noción de la temporalidad, la brevedad y la fragilidad de las cosas. Don Francisco de Quevedo y Villegas, un hombre que no era de una sola pieza y encarnó como pocos el espíritu de su época, capaz de escribir tanto el más exquisito poema de amor como las mayores procacidades y escatologías, en sus sonetos morales consideraba a la vida “frágil y liviana” y “sujeta a las leyes de la flor”.

Uno de sus contemporáneos, William Shakespeare, el más brillante dramaturgo de todos los tiempos, equiparó a la fragilidad con una mujer, formulación bastante machista que no comparto, pero puesta en boca de un solemne príncipe de negro amante de los soliloquios, y al que un miembro de su familia le había dado un grosero golpe de Estado.

Cuba debe ser el país más sujeto a las leyes de la flor, justamente por esa rara mezcla de fragilidad quevedesca y shakesperiana. Digamos que la heladería Coppelia se inauguró en 1966 con más de cincuenta sabores, pero no demoró mucho que en la tablita colocada a la entrada de sus áreas se redujeran a un par de ellos. Mas tarde, durante los años 70 los Pío Píos, que vendían el cuarto de pollo con papas al módico precio de dos pesos, volaron del escenario antes de poder cogerles el gusto, no sin antes atravesar por un proceso de decadencia cualitativa.

Ya en los 90, los plátanos con el sistema de riego microjet inundarían, supuestamente, el mercado interno; Cuba llegaría a desplazar a Centroamérica como exportador. Ahora prácticamente solo se consiguen en particulares y carretilleros, una consecuencia del infarto masivo que ha sufrido la agricultura cubana.

De por entonces data también la creación de una red gastronómica para la venta de hamburguesas de producción doméstica llamadas “Zas”, concebida como una fuente estable de proteína animal para los ciudadanos. Hoy, excepto excepciones de rigor –una de ellas en el boulevard de Bayamo, en la esquina del Parque Céspedes–, esas mismas cafeterías se dedican a otra cosa o están dolarizadas.
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Mas allá de lo alimentario, en lo cotidiano un gran aguacero puede conducir a lo que un amigo llamó una vez “el síndrome de Stevie Wonder”: después del agua (o en medio de ella) los transformadores de los postes revientan para poner a oscuras una o varias demarcaciones, sin que nadie pueda asegurar a carta cabal cuándo se restablecerá el servicio eléctrico.

O dar paso al “síndrome de Tláloc”, el dueño azteca de la lluvia, que señorea cuando calles como Línea, en el Vedado, o la Quinta Avenida, en Miramar, se inundan hasta lo intransitable cuando San Pedro se pone más o menos ideológico en una estación del año en que no le toca –las grandes lluvias suelen ocurrir en mayo, por lo menos antes del calentamiento global.

Aquí la fragilidad tiene un nombre distinto: ineficiencia y desidia, toda vez que con un poco de previsión y escasos recursos, con un vehículo, una pala y dos o tres trabajadores, las alcantarillas pueden ser destupidas de manera regular, y los árboles podados sin que la amenaza inminente de un ciclón aparezca en los partes meteorológicos.

La apelación a no coger lucha asoma aquí su oreja peluda. Este posicionamiento o prolongación de la inacción no es, como podría presumirse, un hijo de la crisis. Se encuentra enraizado en el imaginario nacional y aparece documentado en el Manual del perfecto fulanista, un excepcional texto analítico de José Antonio Ramos escrito en los albores de la República.

Cuando yo no peinaba canas, un viejo economista me dijo en su oficina  con un tabaco en la boca: “el problema, Alfredín, es que en Cuba los perfumes no tienen fijador porque no hay ballenas para extraerles el aceite”.

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