Cubanas migrantes(II): la historia de Sixela

“Cuba forma parte de mí; está en mi identidad y en quien soy. No hay manera de no tenerla presente”.

Sixela Ametller durante el primer evento presencial de su podcast “Empoderadas” en La Habana, Cuba. Foto: Claudio Peláez Sordo.

“Si ves mi amor que otra vez me fui

Me fui sin entender qué pasa

En tu corazón se esconde mi país

Y el jardín que me conduce a casa”

De vuelta a casa, Carlos Varela.

Sixela Ametller no había planificado su embarazo cuando, en medio de la pandemia de la COVID-19, un test de la Clearblue le avisó que Eva, su hija, venía en camino. Tampoco había planificado, cuatro años antes, dejar Cuba para probar suerte en los Estados Unidos; nunca se lo planteó hasta que la oportunidad se le presentó, pues aquella sería solo una travesía temporal, un viaje con fecha de ida y de vuelta, una docena de piezas de ropa, algunos pares de zapatos, su móvil con la tarjeta SIM de Cubacel, y el manojo de llaves de la reja, la puerta y su cuarto en la casa de sus padres en El Vedado, La Habana. Pero han pasado seis años desde aquel día; de Eva, su pequeña, ya hacen dos. Su primer contacto con la maternidad lo tuvo lejos de su casa en Cuba y, como si fuera poco, la pandemia le robó también la posibilidad de vivir el embarazo al lado de su madre, de su mejor amiga y de su hermana Lisset, su pequeña tribu, sus imprescindibles, aunque también la enriqueció de muchas formas, eso me dice. En medio de toda esa montaña rusa de emociones, entre la alegría por estar gestando una vida y las incertidumbres de un mundo tomado por el miedo a un microorganismo, Sixela crea “Empoderadas”, un podcast que, según ella misma lo describe “pretende contar historias en español de mujeres emprendedoras, que trabajan en empresas y a la vez tienen responsabilidades en su casa: son madres, esposas, hijas, etc.” Nada, no obstante, es tan casual y aislado; no lo fueron, para Sixela, ni el podcast, ni Eva, ni la decisión de calzar los zapatos de una mujer migrante.

En Muir Woods, San Francisco. Foto: cortesía de la entrevistada.

“Me veo como una mujer migrante. Recuerdo que antes de serlo escuchaba la canción “De vuelta a casa”, de Carlos Varela, y no la entendía, pero definitivamente esa sensación de no pertenecer a ningún lugar es algo que va en la maleta del inmigrante. A lo mejor por las circunstancias que me han tocado vivir siento que no pertenezco a este lugar [a Estados Unidos], no obstante, cuando voy a Cuba, no me siento en casa tampoco. Cuando estoy acá siento que extraño, pero cuando voy a Cuba de visita siento que aquello que extraño ya no está, ya no existe. Soy también cubana, esposa, hermana, amiga y mamá, lo cual es una parte importante de mi identidad ahora, tengo muchas pasiones, la comunicación es una de ellas, por eso, aunque no la estaba ejerciendo hacía años decidí tomármela por mi cuenta y así nació el podcast “Empoderadas”. Es un proyecto que me llena mucho y lo más lindo que tiene es la comunidad de mujeres que estoy construyendo. En este momento estoy haciendo mi maestría en Psicología también y esa es una de las pasiones que descubrí recientemente. Aunque soy comunicadora no quería seguir por ese camino y demoré un tiempo para descubrir lo que quería hacer y así me encontré con la Psicología. Además, siento que justamente por ser migrante puedo tener una contribución mayor entre la comunidad latina en Estados Unidos porque acá donde vivo, en California, no es fácil encontrar terapeutas que hablen español y la lista de espera para acceder a un especialista hispanohablante aquí suele ser de seis meses mínimo”.

En 2016, cuando se le presentó la oportunidad de viajar a Estados Unidos para participar en un congreso de la Latin American Studies Association (LASA), no se había planteado emigrar de forma permanente, y siento que no me lo dice por la fuerza del hábito, o para sustentar un discurso nostálgico o “políticamente correcto”; siento que se sorprendió tanto como muchas otras al descubrir, en algún punto de la travesía, que había cruzado el umbral donde lo que antes había sido incerteza se volvió un proyecto concreto de vida fuera de Cuba.

“Mi historia migratoria es un poco atípica porque en Cuba yo estaba viviendo un momento en el que me sentía completa en el sentido profesional, estaba haciendo lo que me gustaba y aquel era el momento ‘dorado’ con Estados Unidos; era la época de Obama y yo tuve la oportunidad, por mi trabajo, de vivir de cerca ese momento. Entonces, en mi cabeza no estaba la idea de emigrar, sí creía que en algún momento saldría de Cuba para hacer algún tipo de movilidad académica o de superación profesional en Europa, en donde ya había estado antes. Era lo que quería. Por mi trabajo salí varias veces a trabajar al exterior y ya me había hecho una idea de cómo era el mundo afuera hasta que en mayo de 2016 apliqué al evento de LASA que sería en Nueva York y me dieron la visa por seis meses”.

Nueva York desde el avión (2016). Foto: cortesía de la entrevistada.

“Recuerdo que me fui de Cuba diciendo que regresaba, siempre con la idea de aprovechar la visa porque era de única entrada y en aquel momento mi pareja vivía en Estados Unidos, así que sería una oportunidad para nosotros, para que conviviéramos juntos un tiempo. No obstante, estando de viaje con mi pareja en Texas y faltando poco tiempo para mi regreso a Cuba, él me propuso que me quedara. Esa fue una decisión muy difícil para mí, no dormí por una semana entera porque sentía en el fondo que estaba traicionando a mi familia, a mi jefe, pero también me hizo pensar en lo que de verdad quería para mí y en cómo podría de hecho volver, en si regresar sería factible y realista estando en Cuba porque podría ser que me negaran la visa, entonces pensando en eso y sobre todo en cuáles serían mis perspectivas de crecimiento en Cuba después de regresar, decidí quedarme. Por otro lado, mi pareja ya tenía estabilidad y eso fue importante para tomar mi decisión, también en donde estábamos, en Texas, el ambiente era muy familiar, se hablaba bastante español y en ese sentido la transición fue menos chocante”.

Con su esposo en Texas. Foto: cortesía de la entrevistada.

“El cómo quedarme también me quitó bastante el sueño en ese momento, porque como cubana podía perfectamente haber cruzado al otro lado de la frontera y acogerme a la ley de ajuste cubano, pero eso iba a implicar que estaría dos años sin volver a Cuba, y yo no quería. Entonces, la opción más rápida y la mejor en todos los sentidos fue el casamiento con mi pareja, que era ciudadano estadounidense y aunque ese momento lo pretendíamos dejar para más adelante, tuvimos que apresurarlo para poder estar juntos. Recientemente me pasé un mes en Cuba, era la primera vez que pasaba tanto tiempo allá desde que me fui, y allá descubrí que definitivamente hay cosas del contexto con las que ya no quiero lidiar y en donde no me veo más haciendo mi día a día. Incluso, estando de visita, cuando hacía las cosas que siempre me gustaba hacer cuando vivía allá, me descubrí sintiendo que algo faltaba, primero porque la gente que conocía ya no estaba, las referencias y las dinámicas de la gente han cambiado, entonces te sientes fuera de lugar. Recuerdo que me reuní con un grupo de amigos de la Lenin, una amiga me agregó al grupo de ellos en Whatsapp y planificamos una fiesta, allí me sentí una completa outsider, ya no compartía los mismos códigos, entonces me dio la sensación de que lo que extraño de Cuba ya no existe. De hecho, si algún día llego a plantearme volver a Cuba para vivir allá, tendría que considerar bien todo lo que me faltaría.

¿Qué sientes que te cambió más con la migración?

Primero, la manera de comunicarme, mi vida es en inglés ahora, en mi casa hablo en español, pero fuera lo hago todo en inglés y eso fue un cambio bien profundo y a la vez un reto, porque no llegué a Estados Unidos dominando el idioma de acá como mucha gente. Recuerdo que, cuando llegué, en una ocasión estaba compartiendo con unos colegas de mi esposo y percibí que no entendía nada de lo que estaban hablando, ahí me di cuenta de que tendría que desafiarme para dominar el idioma si quería prosperar aquí.

En Washington, D.C. Foto: cortesía de la entrevistada.

Ahora hago mi maestría en Psicología en inglés y eso está siendo posible gracias a mi esfuerzo e inversión iniciales en adaptarme. Y bueno, además del idioma, me he transformado muchísimo, sobre todo mi manera de pensar. En Cuba tenemos muchas concepciones que nos enseñan a poner las necesidades del otro por encima de las propias, que el dinero es malo, y como emigrante, mujer y persona que vive en un país donde la cultura es bastante individualista he tenido que transformar esas concepciones, resignificarlas para poder adaptarme y defenderme. Eso es algo que he estado tratando de incorporar en mí, el aprender a priorizarme, a cuidarme además de cuidar del otro, y a ganar dinero también, a interiorizar que no hay nada de malo en prosperar financieramente ni de querer ganar más que lo que te ofrecen o estar mejor económicamente. Eso me impulsó a hacer una maestría para, en un futuro, poder tener mi propio negocio como terapeuta acá. Mi maestría también ha sido transformadora, porque me ha obligado a revisarme, a pensar en quién soy, en lo que quiero para mí y para mi futuro. Obviamente, entonces, la Sixela que llegó hace seis años a Texas, la Sixela de Minnesota y la Sixela que pisó hace tres años el suelo de California no tienen nada que ver con la Sixela de ahora.

¿Qué significa para ti ser una mujer, cubana y migrante en California? ¿Cómo esos lugares identitarios condicionan e influyen en tu cotidianidad?

California es un lugar multicultural y, por suerte, en el medio en el que más me muevo, que es el académico, tengo un vínculo fuerte y mucho roce con un grupo de personas diverso donde, además, predominan las mujeres. Por eso, en estos momentos no me siento diferente; pero en Minnesota, donde viví un año, la mayor parte de la población era blanca y local, y recuerdo que cuando estaba en el college allá todos mis colegas eran blancos de ojos azules; me sentía completamente un pez fuera del agua. También sentí discriminación por mi acento, en varias ocasiones en lugares donde he estado trabajando como vendedora los clientes me decían que querían interactuar con una persona “que hablase inglés”, y eso me chocaba mucho porque me estaba esforzando.

En Saint Peter, Minnesota.

Además de ese tema identitario, está la paga y la brecha de género a la hora de recibir un salario. Acá, por cada dólar que un hombre gana una mujer en su mismo puesto gana ochenta centavos, entonces hay un gap importante en ese sentido, que personalmente no lo he sentido mucho porque como he cambiado de trabajo con bastante frecuencia nunca he llegado a sentirme mal pagada o a sentir que no logro crecer profesionalmente por ser mujer, o que me he estancado en un puesto específico.

¿Cómo fue tu inserción en el mercado de trabajo después de emigrar?

Cuando hice todo el proceso para hacerme residente tuve que esperar seis meses para lograr un permiso de trabajo. Cuando lo logré, me comí el cuento del sueño americano porque en la entrevista para mi primer puesto de trabajo, que era en el área de ventas, el reclutador me dijo que en ese lugar tendría la oportunidad de crecer según mi performance y que incluso en un futuro podría formar mi propio equipo, pero en la realidad no resultó ser así y luego descubrí que me pagaban super mal, pero en aquella época yo no tenía ninguna referencia. Trabajaba mucho, bajé mucho de peso y estaba frustrada, por eso a los seis meses de estar ahí pedí la baja. Lo dejé sin tener un plan B también porque tuve el apoyo de mi esposo, económicamente incluso, y al poco tiempo y con las conexiones que había hecho con la comunidad judía en Texas, me ofrecieron un puesto en el consulado de Honduras. Fue una experiencia muy bonita y enriquecedora para mí porque nunca había hecho ese tipo de trabajo y, además, veía mucho propósito en lo que hacía, que era básicamente ayudar y orientar a los migrantes recién llegados, —la mayoría indocumentados y que ni siquiera sabían leer o escribir sus nombres—, sobre cómo podían insertarse socialmente. Solo dejé ese puesto cuando me mudé a Minnesota.

Igual, el movimiento de buscar trabajo, de hacer un resumé y de lidiar con toda esa burocracia es un proceso que aún estoy aprendiendo y que es muy revelador para mí, incluso en el área del autoconocimiento, porque me doy cuenta de mis patrones de comportamiento, de mis tendencias a permanecer en lo cómodo, aunque sepa que en otro sitio puedo encontrar un lugar mejor para mí y mejor remunerado incluso.

Por otro lado, está la maestría, que fue algo que siempre busqué, porque sabía que tener un posgrado de una universidad estadounidense de mi lado solo me traería buenos frutos. Empecé a buscar opciones y se me metió primero en la cabeza hacer algo en el área de administración de negocios porque fue algo que siempre me llamó la atención, así empecé a frecuentar muchos eventos de algunos cursos para ver cómo eran las cosas y tal. No obstante, no estaba completamente convencida y siempre posponía el examen de ingreso, siempre ponía excusas para no hacerlo hasta que de repente, durante la maternidad, que dicen que es un proceso que te trae mucha claridad y además mucha creatividad, me dio por revisar un programa de Psicología en la Santa Clara University, de California, que era uno de los pocos que no te exigía hacer el PhD. Me gustó mucho porque, además, me permitiría ejercer como Psicóloga y abrir mi propia clínica. Así, apliqué y afortunadamente me dieron la plaza. Recibí un préstamo del gobierno que al final del curso debo devolver con algunos intereses, porque, aunque por ser latina podría aplicar a un financiamiento de becas específico para inmigrantes, para hacerlo tenía que ser ciudadana y cuando yo hice el proceso selectivo todavía no tenía la ciudadanía de acá. De todos modos, lo veo como una inversión en mí porque si no fuera así no habría podido entrar. Empecé part time cuando la niña tenía seis meses y por la pandemia era todo online, así que en aquella época muchas clases las daba con Eva en el pecho.

Con su pequeña Eva. Foto: cortesía de la entrevistada.

En medio de todo ese proceso de transición, de mudanzas, de reorientar la hoja ruta, llega la maternidad. Cuéntame ¿cómo fue ese proceso para ti siendo migrante?

A pesar de que siempre quise ser mamá, el embarazo de Eva no fue planificado. Fue una sorpresa para mí. Me hice el test solo porque siempre he sido muy regular en mi ciclo y al ver que tenía atraso me surgió la duda. Cuando vi que aquella cosa dijo “pregnant”, entré en estado de shock. No fue para nada una escena de comedia romántica porque no estaba en los planes, teníamos la idea de irnos a vivir un tiempo a España y de repente Eva nos avisó que venía en camino y que sería en ese momento y no en otro. Recuerdo que me senté en la cama con mi esposo y le conté, lo conversamos, mi esposo me dio su apoyo en cualquier decisión que yo tomara y después de mucho pensarlo decidí que sí porque, como decimos en Cuba: “los niños siempre vienen con un pedazo de pan debajo del brazo”, y si esperas por el momento ideal te quedarás esperando muchas veces, porque las condiciones nunca son las perfectas, aunque, claro, hay algunos contextos más favorables que otros.

Tuve a la niña en medio de la pandemia, lo cual dificultó muchas cosas, entre ellas estar con mi familia o tener a personas cercanas conmigo acompañándome en todo el proceso. Además, mi esposo en ese momento estaba en Europa y yo aterrada, viendo la cantidad de muertes por el virus y pensando que en ese momento era responsable por otra vida, no solo por la mía.

Gestando a Eva. Lake Tahoe. Foto: cortesía de la entrevistada.

Una cosa buena fue que al final todo fue resolviéndose y mi esposo y yo pudimos vivir juntos los nueve meses, porque estábamos ambos en casa, aislados por la cuarentena; yo en ese momento estaba cobrando mi desempleo y compartimos muchos momentos mágicos, como la primera patada de la niña. El embarazo fue un proceso muy lindo para mí a pesar de todos los miedos e incertezas; me encantaba hacerme fotos con mi panza, y hablarle y leerle a Eva cuando aún estaba en la barriga.

Gestando a Eva. Foto: cortesía de la entrevistada.

Casualmente, mi hermana también pasó su embarazo en la misma época que yo, las niñas se llevan solo 25 días entre ellas entonces siempre intercambiamos mucho sobre cómo cada una estaba viviendo ese proceso, fue muy especial y esencial para mí, porque como todas las fronteras estaban cerradas en aquel momento no podía siquiera pedirle una visa a mi mamá para que viniera conmigo a estar acá y acompañarme.

Además, yo fui la primera de mis amigas en ser mamá, entonces medio que no tenía mucha gente cercana para conversar e intercambiar ideas, sensaciones, miedos…y eso, junto con la cuarentena del COVID-19, también fue una forma de aislamiento que viví gestando a Eva.

Por otro lado, la maestría en Psicología me ha ayudado a ser más gentil conmigo misma y a no exigirme tanto como madre; he aprendido a ser una mamá “good enough”, como se dice. Dicen que los niños tienen ansiedad de separación y eso es algo que creo que me está pasando a mí, ha sido un desafío volver a trabajar, estudiar presencialmente  a tiempo completo y perseguir mis objetivos profesionales sin sentirme culpable por no estar con Eva.

Twin Peaks, San Francisco, California. Foto: cortesía de la entrevistada.

Hay días mejores que otros, pero cuando salgo a las 8 de la mañana de la casa y sé que regresaré solo de noche, la culpa por dejarla es enorme, a pesar de que en la pandemia tuve el privilegio que no tienen muchas madres de estar con mi hija durante sus dos primeros años. Ahora le explico que mamá se va a trabajar, pero va a regresar, aunque es a mamá a quien le cuesta entenderlo. Y eso me hace querer compensar mi “ausencia” del día con tiempo con ella que podría estar dedicando a mi autocuidado. Por ejemplo, si tengo 20 minutos después del trabajo para irme al gimnasio no lo hago, porque prefiero estar con ella. Eso es algo que estoy trabajando en terapia y en coaching, porque si mi copa está vacía no tendré mucho que ofrecerle a ella cuando haga falta.

En fin, eso es algo en lo que creo que ser migrante influye mucho, porque si tuviera a mi madre acá no me sentiría tan culpable o sentiría más apoyo, no sé, además de que facilitaría muchas cosas como el tiempo de calidad con mi pareja, que es algo que con la maternidad se compromete pues, como a la niña quien la cuida durante el día es su padre, cuando yo llego él necesita usar ese tiempo para él, para hacer las cosas que no ha podido hacer en todo el día por estarla cuidando. A pesar de que tenemos apoyo, en el día a día somos solo nosotros dos.

Foto: cortesía de la entrevistada.

Así como Eva, “Empoderadas” ya tiene dos años. Cuéntame cómo llega el podcast a tu vida.

En medio de mi embarazo sentía que la creatividad empezaba a florecer muchísimo en mí y, como estaba desempleada, en el tiempo libre que tenía empecé a vincularme con la producción de un programa de una amiga mía que estaba en España. En aquella época la idea de tener un podcast propio ya me estaba rondando hacía tiempo porque yo era una consumidora fiel de ese género, los usaba para entrenar el oído en el inglés y para aprender de temas que me interesaban mucho, entonces a partir de la influencia de todas esas variables decidí lanzarme y el primer episodio de “Empoderadas” se estrenó el 18 de julio del 2020.

El podcast “Empoderadas” está disponible en Spotify. Foto: cortesía de la entrevistada.

Fue una manera de sentirme útil, de ponerme también a mi misma como prioridad y una estrategia para no entregarme exclusivamente a la maternidad, de encontrar mi identidad en otros campos.

Grabando para “Empoderadas”. Foto: cortesía de la entrevistada.

¿De qué maneras Cuba se hace presente en tu día a día?

Diariamente. Mi esposo está vinculado con el activismo para que la política de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos cambie, así que eso forma parte también de mi cotidianidad. Pero, además, Cuba forma parte de mí; está en mi identidad y en quien soy. No hay manera de no tenerla presente.

Yo siempre digo que para mí el término “latina” no funciona, aunque acá siempre lo debo usar para aplicar a cualquier cosa, pero si me dejan escoger, opto por presentarme siempre como “cubana”. Cuba me duele y también celebro con ella todo lo que puede ser celebrado. Cuba me corre por las venas y está muy presente en mi vida, incluso por mi podcast, un recurso que me ha permitido tejer una red que me conecta con la Isla. De hecho, cuando fui a Cuba en julio de este año pude hacer un evento presencial de “Empoderadas” con emprendedoras cubanas que viven allá, y fue una experiencia muy especial que me conectó todavía más con mi país. Además, todavía tengo mucha gente allá que me importa, mis redes están llenas de noticias sobre Cuba así que disociarme de la Isla no es ni una opción ni siquiera algo que quiero.

¿Dónde está hoy tu casa?

Hoy sé que, aunque mi village, mi red de apoyo, esté dispersa por muchas partes del mundo, también forma parte de mí, así que en todos esos lugares estoy yo también. Como te decía, no me siento parte de este lugar ni tampoco de Cuba cuando regreso, por eso desde que emigré cosas tan simples como colgar cuadros de fotos en la casa, —que es algo que te hace apropiarte de tu espacio—, inconscientemente me cuestan mucho, porque veo los lugares donde he vivido como algo temporal y pienso que pronto todo esto que veo ya no existirá porque me habré ido a otra parte.

Mudanza de Texas a Minnesota. Foto: cortesía de la entrevistada.

En todo este tiempo que llevo viviendo acá me he mudado muchas veces y he vivido en tres estados diferentes. Viví en Texas, Minnesota y California, y creo que ese nomadismo me ha hecho sentir que toda esta experiencia es temporal, que no pertenezco a ningún lugar. Eso cambió un poco hace dos años, cuando tuve a mi hija, que me hace sentir que mi casa es ella, no un lugar. Mi casa está donde Eva esté.

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