Derecho animal

Foto: Desmond Boylan (Detalle).

Foto: Desmond Boylan (Detalle).

La crueldad parece ser un fenómeno propio de los seres inteligentes. No se trata de un acto instintivo: para ser cruel se requiere primero pensar, tener consciencia de la gratuidad del placer, saborear la barbarie desde los dominios de la razón. El caudillo que encierra a sus detractores podrá ser frío y despiadado, pero no se vuelve cruel hasta que se regocija haciéndolos pasar hambre. 

Hacer esta distinción –psicológica, por así decirlo– es indispensable para entender la relación de los humanos con los animales. Matamos animales todos los días porque necesitamos sus músculos, su grasa, su piel seca, sus uñas o sus huesos. Los rebajamos a un estatus mineral en las granjas, y a la vez los acogemos en el hogar y les imponemos costumbres humanas (el nombre, el plato de comida, la vasija para el agua, a veces una casa, a veces una manta afelpada para el frío), conceptos como identidad o propiedad que son ajenos a su naturaleza. Resulta entonces comprensible la atribución de complejidades humanas a seres que no la poseen, y que no pueden ni podrán poseerlas. El perro ha sustituido sus hábitos de caza por una servidumbre que le es ventajosa, pero no por esto ama verdaderamente. La fidelidad o la utilidad práctica son adaptaciones que la especie ha empleado para su supervivencia. El gato que se nos retuerce entre las piernas como una criatura invertebrada y peluda no es el niño pícaro que manipula a su padre. Ha aprendido que a ese acto suele seguir una recompensa, pero es incapaz de entender que nos simpatiza su compañía, que perdonamos sus ambiciones de gato. No nos manipula porque para un gato no existe la manipulación, y no nos extraña a nosotros, sino a nuestro favor y benevolencia.

Lo que distingue a un perro o a un gato de los animales de granja es solo la forma en la que los percibimos. A unos los vemos de manera pragmática, a los otros, de manera irracional. Todos tuvimos un perro o un gato que era muy inteligente, como mismo todo padre o madre siempre tiene un niño pequeño muy inteligente (Fran Lebowitz se pregunta qué sucede con esos niños cuando crecen). La verdad es que a menudo una cosa es aquello en lo que la convertimos. Por eso los perros se sacrifican maquinalmente en la perrera sin que nadie lo considere crueldad animal. Por eso existe ese estado intermedio entre el sacrificio y la crueldad animal, que conocemos desde hace tiempo como caza deportiva.

M. Coetzee escribió que si los mataderos estuvieran a la vista en el centro de las ciudades, muchos de nosotros dejaríamos de consumir carne. Apoyo el derecho del humano sobre la vida de ciertas especies de animales que se han hecho comunes en su dieta. Si es el único ser consciente, dicen algunos, deberá asumir la responsabilidad que no ha asumido ningún otro animal. Deberá dejar de consumir carne, porque a diferencia del tigre, entiende el dolor de su presa y puede elegir alimentarse de otra cosa. Pero esta idea exige el contrapeso de otra idea: el humano como centro del universo es una construcción bastante nueva en términos históricos, y la piedad por otras especies animales puede verse como la reproducción o ampliación de la piedad por el hombre mismo, herencia cristiana que todavía resulta extraña para algunas culturas.

Entonces, si en esencia un perro no es para mí distinto de una oveja, y no veo un problema en sacrificar ovejas, algún lector quizás se pregunte por qué me repugna la crueldad animal. Recientemente ha dado vueltas por la red un video que muestra a un grupo de cubanos quemando vivo a un perro, entre risas y aplausos. ¿Cómo se entiende que me repugnen sus caras y que algo en mí exija algún tipo de justicia? He comenzado este artículo con la respuesta a esa pregunta: porque la crueldad es primero que todo un estado mental, un problema interior y no exterior, es el juego a la reafirmación salvaje, a la superioridad implacable, es una puerta a la locura. El perro negro y delgado escapa pero sigue envuelto en llamas como un animalejo del infierno. No entiende lo que le sucede ni lo entenderá nunca. Aquellos que ríen sí lo entienden. Saben que han sido crueles y eso les divierte. Una criatura indefensa y atemorizada les divierte, porque chilla, porque les recuerda a un hombre indefenso y atemorizado (sospecho que allí se encuentra el motivo de la crueldad animal). Por eso no eligieron quemar una hormiga: un perro les recordaba más a un hombre. Las acciones de los animales nos dan risa únicamente cuando recuerdan acciones y actitudes de los seres humanos. Es razonable que su dolor nos impresione más o menos en la medida que recuerde al dolor humano.

Moldeamos el mundo a nuestra semejanza. Encontramos rostros en una nube o en la sombra que proyecta un árbol, porque no vemos sino materializaciones de lo que ya se supone, de lo conocido. Somos incapaces de imaginar con exactitud una distancia mayor a la que existe entre el ojo y la punta del pie. Permitir la crueldad animal es, por tanto, permitir una crueldad indirecta hacia el hombre, fomentar el lado más oscuro de nuestra irracionalidad, entregarnos al peligroso abismo de no sentir culpa. Pensar que una humanidad sin culpa puede actuar de manera pragmática y organizada es un romanticismo inaceptable.

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