Desigualdades regionales: los países que conviven en Cuba

Las asimetrías en los proyectos de desarrollo territorial están impactando varios de los ámbitos de la vida económica y social cubana.

Foto: Alain Gutiérrez (Archivo).

Incluso en tiempos de pandemia conducir por la Carretera Central de Cuba es un reto. Con poco más de seis metros de ancho, la principal vía de comunicación de la mitad oriental de Cuba quedó obsoleta hace mucho.

Cuando dos vehículos de cierto porte se dan cruce sobre su calzada, la distancia que los separa suele medirse en unas pocas decenas de centímetros. Recorrerla implica, también, enfrentarse a una sucesión interminable de tractores, coches de tracción animal, ciclistas, peatones y hasta cabezas de ganado que deambulan en libertad.

Más allá de tales desventajas, la “Central” sigue siendo prácticamente la única ruta para quienes viajan por carretera hacia las provincias sobre las que nunca se tendió el trazado de la Autopista Nacional.

De las ocho sendas de esa vía rápida, que a comienzos de los años setenta partieron de La Habana, apenas tres llegaron en 1988 a la ciudad de Sancti Spíritus. Otras secciones incompletas entraron en servicio en los accesos de Guantánamo y Santiago de Cuba. Poco más. Ni siquiera la carretera que enlaza el final de la autopista con la “Central”, en el municipio espirituano de Taguasco, se benefició con inversiones que la prepararan para el volumen de vehículos que habría de soportar.

“Esta carretera no está diseñada para un tráfico tan intenso como el que está recibiendo. Es un vial de tercera categoría convertido en uno de primera”, reconocía en noviembre de 2017 un funcionario del Centro Provincial de Vialidad. Por entonces, el tramo de nueve kilómetros estaba siendo sometido a su mayor mantenimiento en años. Las más de 2.500 toneladas de asfalto y los 300 metros cúbicos de hormigón empleados para ello no bastaban, sin embargo, para ponerlo a la altura de su tránsito rodado, que ya era superior a los 2.000 equipos automotores diarios; muchos de ellos de gran porte.

Las mejoras que la estratégica carretera espirituana no mereció, sí fueron, en cambio, aprobadas por el Palacio de la Revolución para la sección varaderense de la Vía Blanca, así como para los viales de acceso a la Zona Especial de Desarrollo Mariel y para la ciudad de Artemisa. Con 7,5 kilómetros de extensión y una traza de cuatro sendas, el último de esos proyectos hubiera podido adaptarse perfectamente a las necesidades del bypass entre la autopista y la Carretera Central. La mayor ironía del caso es que parte de los materiales empleados en la obra artemiseña provienen de un puente en desuso ubicado en Taguasco.

En el contexto espirituano, los 34 millones de pesos cubanos (CUP) destinados a reducir 10 minutos del viaje entre la “Villa Roja” y la capital previsiblemente hubieran servido para rebajar las condicionales que hacen de la zona una de las de más alta accidentalidad vial en el país. No por casualidad, la sección comprendida entre el final de la Autopista Nacional, el enlace con la Carretera Central y las inmediaciones de la ciudad de Jatibonico, recibe de parte de los lugareños el sobrenombre de “carretera de la muerte”. El hecho de que allí confluya todo el tráfico que se mueve de un lado a otro de la Isla en muy poco ayuda, como cabría suponer.

Cuentas del fatalismo geográfico

Entre 2000 y 2019 la provincia de La Habana se benefició de —al menos— el 55% de los fondos destinados por el Estado a nuevas inversiones. En otras palabras, a cada capitalino le correspondió un monto de recursos que quintuplicaba el asignado a cualquiera de sus compatriotas del “interior”. El año pasado, la brecha se profundizó, alcanzando una relación de uno a seis (en la metrópolis se gastaron más de 5.200 millones de CUP, mientras que en resto de la Isla se empleaban 3.800 millones).

Los privilegios presupuestarios alcanzan a Artemisa. Fiel a la tendencia histórica, en 2020 su partida de inversiones (958 millones de CUP) no solo fue la segunda más cuantiosa de la Isla; sino que duplicó las correspondientes a las otras provincias que la seguían en el listado (Holguín y Santiago de Cuba, cada una en el entorno de los 430 millones). Como la población de ambos territorios orientales duplica la de la jurisdicción occidental, el desbalance en cuanto a los percápitas de dinero asignado en realidad fue mayor.

Lo singular del caso es que si la estadística de Occidente se repasara obviando las excepcionalidades de La Habana y Artemisa, la región mostraría números similares a los del resto del país (335 CUP asignados a cada habitante del oeste, por 370 CUP correspondientes a los del centro, y 306 a los del este). Esos cálculos, si bien dan cuenta de la desigualdad interregional, a primera vista parecieran indicar que esta desigualdad no es insuperable.

Pero los hechos raramente pueden enjuiciarse de manera lineal. Aunque la tradición constitucional cubana defiende un modelo de República unitaria, sin privilegios entre los distintos territorios, en la práctica La Habana y su área de influencia se han beneficiado de políticas activas por parte de las autoridades. La expresión más visible de eso es el Grupo Gubernamental para el Apoyo a la Capital, que desde 2012 coordina el trabajo de ministerios y otros organismos de la administración central del Estado.

“Todo el apoyo que el país pueda […] hay que dárselo (a la capital), empezando por todas las instituciones nacionales que hay en La Habana”, reclamaba en abril el presidente cubano Miguel Díaz-Canel, al proponer nuevas medidas de contención contra la COVID-19. A diferencia de lo ocurrido en las restantes provincias, donde el aumento del número de contagios por el nuevo coronavirus fue acompañado por la suspensión del transporte público y estrictos toques de queda, en la capital decisiones de esa magnitud apenas alcanzaron a aplicarse durante algunas semanas en septiembre de 2020, pese a que la ciudad ha sido el epicentro de la epidemia en la Isla.

Siguiendo una línea de pensamiento que combina los habituales privilegios capitalinos con la racionalidad —la metrópoli ha concentrado, en promedio, más de la mitad de los casos y el mayor número de cepas—, a comienzos de mayo el Ministerio de Salud Pública determinó que los esfuerzos de la primera etapa de la intervención sanitaria se concentrarían en La Habana (778 mil participantes), Matanzas (563 mil), Pinar del Río (270 mil) y la Isla de la Juventud (49 mil). Fuera de Occidente, solo Santiago de Cuba (743 mil sujetos) prevé alcanzar tal proporción de inmunizaciones respecto a su población total.

La estrategia prioritaria de contingencia sanitaria encuentra paralelos en todos los ámbitos de la vida nacional. Hace solo semanas, cuando colapsó la sección occidental del Sistema Electroenergético Nacional (SEN) a causa de roturas en centrales térmicas e intermitencias en el suministro de combustible, los apagones sufridos por los capitalinos motivaron una activa respuesta gubernamental, que llegó a implicar hasta la movilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Lo que no se dijo entonces fue que los cortes de energía llevaban varios días produciéndose en el resto de la Isla, sin que se hubiera considerado pertinente lanzar campanas a vuelo. Tampoco nadie se detuvo a analizar las declaraciones del ministro de Energía y Minas, Liván Arronte Cruz, acerca de que el grueso de la afectación tenía lugar en La Habana solo porque las líneas de transmisión no tenían capacidad para transferir más energía desde el Centro y el Oriente.

Cuatro de las ocho termoeléctricas del país se levantan en un radio de no más de 100 kilómetros en torno a la capital. Además, el Occidente se beneficia en primera instancia de la electricidad que producen el proyecto Energas y la central flotante anclada en la bahía de Mariel. Son, en números redondos, más de 1.500 megawatts aportados por la llamada “generación base” y la industria gasífera (la más eficiente del país), prácticamente la misma cantidad de energía que en conjunto entregan al SEN las centrales de las otras dos regiones nacionales. 

El proyecto de cuatro nuevas unidades generadoras que se lleva adelante en Mariel y en Santa Cruz del Norte ampliará la “ventaja” capitalina. Son 1.200 millones de euros que deben traducirse en alrededor 800 megawatts adicionales, con el beneficio de una eficiencia que las demás industrias no estarán en condiciones de emular. A modo de comparación, las principales inversiones realizadas fuera de Occidente (en Felton, Holguín, y Santiago de Cuba) apenas obtuvieron del erario 76 millones de euros y 30 millones de CUP; menos que lo destinado a la rehabilitación de uno de los bloques de 100 megawatts del Mariel (89,5 millones de euros y 230 millones de CUP).

Las vías de comunicación y de energía son elementos clave dentro de cualquier estrategia de desarrollo. Y en Cuba, son también ejemplos de las desigualdades entre regiones que lastran el futuro del país. Pero nunca han llegado a instalarse dentro del debate público como un tema de urgente consideración. Antes bien lo contrario: la respuesta punitiva a algunas de sus consecuencias —como la movilidad interna de la población— ha encontrado respaldo entre sectores diversos de la ciudadanía.

Mientras, se eslabonan decisiones tan peregrinas como la que recientemente estableció distinciones entre los aeropuertos del país, calificando de “nacionales” a los de La Habana y Santiago de Cuba, y de “turísticos” a los de Varadero y Cayo Coco, con pagos en Moneda Libremente Convertible (CUC) para los cubanos que por motivos de proximidad geográfica decidan arribar por los segundos; un beneficio que tiene como beneficiarios directos a habaneros y santiagueros.

Las asimetrías que se fundan en tales circunstancias pueden llegar a hacerse tan profundas como ya son de indefendibles. Entre una autopista de ocho carriles y una carretera construida noventa años atrás median muchas más diferencias que las percibidas por un conductor al volante.

Salir de la versión móvil