Camagüey: el destino incierto de la ganadería

Cachirulo, ganadero camagüeyano. Foto: Cortesía del autor

Cachirulo, ganadero camagüeyano. Foto: Cortesía del autor

Junto al sitio donde por mucho tiempo estuvo su portal, un sencillo monumento le recuerda cada día a Pablo Lobaina que él también forma parte de la historia. “Aquí mismo fue donde se reunieron los rusos y los oficiales del Cuerpo de Ejército de Camagüey, cuando lo de la Crisis de Octubre”, cuenta con una mezcla de orgullo y nostalgia.

Por entonces allí se levantaba el club de cazadores local, un sitio del que hoy solo quedan el recuerdo y alguna que otra construcción abandonada. Nada más. Hasta donde alcanza la vista el paisaje es dominado por la misma vegetación semidesértica, en la que comparten protagonismo las pequeñas palmas yuraguanas y el marabú, dueños absolutos de esta tierra reseca que parece reverberar incluso desde las primeras horas de la mañana.

Pasan las once y en toda la llanura no hay más amparo que la sombra. “A esta hora cualquier trabajo en el campo es una esclavitud. Quien no haga sus cosas temprano o después de que caiga la tarde, está matándose por gusto”, dice Pablo, o más bien Cachirulo, como lo conocen todos en la zona de Santayana, en las afueras de la ciudad de Camagüey.

A pesar de sus 79 años cumplidos todos los días se levanta bien temprano para atender las cerca de tres caballerías en las que ha pasado más de medio siglo y donde ahora mismo tiene 26 cabezas de ganado vacuno. Sabe que esa cifra está lejos de los parámetros recomendados por el Ministerio de la Agricultura (entre 20 y 23 animales por caballería), pero no puede hacer mucho más. “Entre la edad, que ya no permite ciertas cosas, lo mala que es esta tierra y las cuentas, que no dan, sinceramente no vale romperse demasiado la cabeza”, se justifica.

Su historia es la de muchos otros campesinos asentados en esta zona periférica de la ciudad de Camagüey. Anciano y sin posibilidad de que sus hijos o nietos sigan su camino (“el pueblo hala mucho”), ni la cercanía de la nueva planta de leche en polvo (a menos de cinco kilómetros en línea recta) parece capaz de cambiar el destino previsible de su finca: desaparecer.

No será la primera ni la última. Desde hace años los dos municipios con mayores registros nacionales en la producción lechera, Camagüey y Jimaguayú, han visto arraigarse tres fenómenos que ponen en peligro el futuro de su actividad agropecuaria más emblemática. En primer lugar resalta el envejecimiento promedio de los hombres y las mujeres que desarrollan la actividad, un hecho que no han podido revertir los decretos 259 y 300, para la entrega de tierras en usufructo.

“Por aquí mismo muchos jóvenes pidieron su terrenito pero al poco tiempo terminaron entregándolo o vendiéndolo. Uno al que le decían Pantera, muy amigo mío, me lo repetía una y otra vez: ‘viejo, no sé cómo usted saca pa’l diario, ya me gastado como 80 mil pesos en mi finca y no tengo nada’. Al final, un día lo vendió todo y volvió a sus trabajos de carpintería. ‘Del campo no quiero ni los pájaros’, me gritó cuando ya se iba”.

La dificultad para sumar nuevos brazos es resultado y condición para los otros dos escollos con que se topa la ganadería local, el estancamiento en el número de fincas y reses, y los bajos rendimientos, todo lo que en definitiva redunda en producciones menores e ingresos también discretos para la mayoría de los criadores.

Foto: Cortesía del autor
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Más que tierras…

Iniciar una finca ganadera cuesta hoy cerca de 250 mil pesos, y eso contando solo con una superficie de alrededor de una caballería, e incluyendo en la suma las cercas perimetrales, el abasto de agua y alguna que otra construcción temporal donde guarecerse y proteger insumos y herramientas. Fuera del cálculo quedan los animales (el precio de una novilla ronda los 3 mil pesos y el de un caballo puede duplicar cómodamente de esa cifra). Tampoco se detallan otros aspectos como la mano de obra y los custodios, que darían argumento suficiente para varias investigaciones.

“Cada palo de estos (de marabú, para postes de cerca) vale dos pesos y se pone a una distancia de una vara (80 centímetros) más o menos”, explica “El Ruti”, un campesino de la zona de La Cruces, también hacia el oriente de la capital camagüeyana. “Para cercar un cordel (cerca de 20 metros) hacen falta 24 postes, y dos o tres madres, que están a 10 pesos y la cuenta sigue, porque falta el alambre de púas (580 pesos el rollo de 300 y pico de metros), las grampas (a 9 o 10 pesos la libra), y la mano de obra. ¿Ya hizo eso?, pues siga porque entonces es que está empezando a armar el ‘muñeco’”.

Mientras, los precios estatales de la leche se mantienen a un máximo de $ 2.40, aunque con algunos incentivos en cuanto a divisas y la posibilidad de incorporarse a proyectos de colaboración.

“Pero no es suficiente”, aclara Idalberto (nombre supuesto), un funcionario de la Empresa de Productos Lácteos de Camagüey (EMPLAC). “Yo nací y me crié en el campo y lo digo con base. Antes los rollos de alambre se vendían a 17 o 18 pesos, y muchos insumos llegaban a través del módulo agropecuario, a precios diferenciados. Ahora el campesino tiene que conseguirse todo por sus propios medios y arriesgándose a que –al final– no le paguemos la leche al máximo valor, por razones que no siempre dependen de él. Por eso tantos se dedican a venderla ‘por fuera’ o la hacen queso; son las vías más seguras para recuperar la inversión”.

Los resultados de las últimas campañas validan su criterio. Aunque luego de 2008 la producción lechera camagüeyana logró rebasar en tres ocasiones los cien millones de litros, desde 2011 esos números se han movido en niveles muy inferiores, con una marcada tendencia al estancamiento y en algunos territorios incluso al retroceso.

A los altos precios de los insumos y otros recursos se suman las irregularidades a la hora de los acopios. “En aquellos lugares donde existe un solo termo no se puede diferenciar la leche de primera y de segunda, por lo que el Lácteo paga a partir de la muestra general del tanque y no por la de cada productor primario”, reconocía hace algunas semanas un funcionario de la delegación provincial de la Agricultura, en un reportaje publicado por el diario Granma, que para Idalberto solo quedaba en la capa más superficial del asunto.

“Entre los gastos y el trabajo que demanda una finca, las presiones a que están sometidos los productores, el hecho de que no puedan comerse ni uno de sus animales y la falta de incentivos, no es de extrañar que los hijos no quieran seguir el trabajo de sus padres. En mi propia familia somos tres hermanos y ninguno se quedó en el campo”.

A su modo, Cachirulo ha llegado a la misma conclusión y se mantiene escéptico ante el futuro cercano. “¿La fábrica de leche en polvo?, mierda, ¿a quién se le ocurre construir una cosa así sin tener garantizada la materia prima? ¡Y era a nosotros a quienes debían habernos preguntado si podíamos entregarla!” Él no lo sabe, pero esa es también la duda que acompaña a hombres como Yoel Marcillí, jefe de Producción de la planta. “Hemos hecho solo algunas producciones de prueba, pero esperamos por la indicación del país para comenzar a trabajar”, asegura. La gran pregunta es ¿llegará pronto ese día?

Con tecnología china, la fábrica podría procesar diariamente 60 mil litros de leche, y al año 2350 toneladas de leche en polvo descremada o entera, y 1100 de mantequilla.
Con tecnología china, la fábrica de elche en polvo de Camagüey podría procesar diariamente 60 mil litros de leche, y al año 2350 toneladas de leche en polvo descremada o entera, y 1100 de mantequilla.
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