Cógelo

Los consumidores en Cuba padecen una enfermedad llamada estreñimiento de opciones, acompañada por precios de venta al público a todas luces desproporcionados.

Casa Caracol de Ciego de Ávila. Foto: Arianna Cárdenas González/El Invasor.

El mercado es una relación social tan vieja como la humanidad. En buena ley, en sus formas contemporáneas suponen la elección de la mercancía por parte del cliente, lo cual significa no regresar a casa con lo único que apareció porque no había otro producto disponible. Y es (o debe ser) sinónimo de diversidad en términos de ofertas y precios, de modo que puedan acceder a él —desde su poder específico— tanto los bolsillos flamboyantes como los escuálidos.

Lo anterior, sin embargo, no ocurre exactamente así en Cuba. Los consumidores padecen una enfermedad llamada estreñimiento de opciones, acompañada por precios de venta al público a todas luces desproporcionados considerando realidades como la existencia de un IVA del 240% y el salario medio de la ciudadanía, hoy de unos 879 pesos mensuales. Un rasgo típico de una economía fracturada, sometida a presiones externas y marcada por gruesos desbalances, problemas y manquedades internas.

Por solo poner un ejemplo, las mercancías de las tiendas de ropa en pesos convertibles le hacen la competencia — y no precisamente desleal— a las del pulguero de San Cristóbal Ecatepec, en México, o al de Le June en Miami, entre otras cosas debido a la baratura de contenedores negociados en la Zona Libre de Colón por los empresarios cubanos, cuya cultura de mercado parece estar presidida por una extraña mezcla de oportunidad y desconocimiento, por decir lo menos.

Aludo aquí, en concreto, a ese pitusa o blue jeans que pasa a mejor vida después de los primeros lavados. A esos tenis cortebajos popularmente bautizados como “chupameao”. A esos zapatos cuyas suelas se despegan con las primeras lluvias anunciadas por Rubiera en el Noticiero Nacional de Televisión. A paqueticos de ropa interior con los siete días de la semana que quedan al campo con la primera sumergida en agua tibia con detergente. Y sin mencionar, por el momento, la calidad de las pocas producciones nacionales ubicadas en las shoppings, que desdicen y contradicen la racionalidad de cualquier política de sustitución de importaciones. Se trata, para decirlo alto y claro, de una ineficiencia digna de figurar en el Libro de las Lamentaciones.

Uno de los resultados de esta situación es el mercado negro y la emergencia de boutiques privadas con exclusividades y “artículos de marca” a los que suele acudir el jet set habanero de la hora para compensar los déficits de la oferta oficial cuando no se tiene la opción de viajar o que se los manden del extranjero. Estas últimas mercancías, ya se sabe, ingresan al país mediante las “mulas”, los paquetes procedentes de las agencias que operan en el exterior, sobre todo en Miami, los buhoneros que van a Panamá, Guyana y otras fuentes, algo que la pandemia de coronavirus ha congelado al menos por el momento. Y no se limita a ropa, calzado y perfumería, sino también a aparatos de alta tecnología como computadoras, smart phones y TVs de pantalla plana y LEDs, cuyos precios de venta al público —en caso de estar disponibles en las tiendas de recaudación de divisas— triplicaban a los del exterior.

La Resolución 122 de la Aduana General de la República, así como la 222 y 223 del Ministerio de Finanzas y Precios, estuvieron una vez dirigidas a tratar de contener el boom de este mercado subterráneo mediante barreras arancelarias con el objetivo de limitar las importaciones no comerciales de los viajeros, disuadir el envío de paquetes y, en sentido inverso, alentar las remesas vía Western Union, prácticamente sin restricciones debido a la política de la administración Obama hasta que la administración Trump las limitó a 1.000 dólares por trimestre a partir de la posición ya conocida de castigar al gobierno haciendo abstracción de las personas: “Estamos tomando medidas adicionales para aislar financieramente al régimen cubano. Estados Unidos responsabiliza al régimen cubano por su opresión del pueblo cubano y el apoyo de otras dictaduras en la región, como el régimen ilegítimo de Maduro”, dijo el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin.

La apertura de tiendas para la venta de electrodomésticos en moneda libremente convertible (MLC), de hecho un segundo capítulo de aquella dolarización de 1993, se dirigió a captar la moneda dura en poder de la población destinada a importar bienes del tipo aludido. Pero las ofertas oficiales se caracterizan por inestabilidad en materia de freezers, splits y motos eléctricas debido a una demanda que no puede ser cubierta de manera satisfactoria. Y sus precios siempre son superiores, a pesar del ajuste que se ha hecho. Esta es la raíz del problema y a la vez de la contradicción. El Estado quiere minimizar/suprimir esa competencia y retener la hegemonía y el control de la moneda fuerte para sus propios fines, pero al margen de la calidad y los precios de las mercancías que oferta.

Por otro lado, en Cuba accionan elementos en la subjetividad que denotan la insuficiencia de una cultura de derechos del consumidor, capítulo específico de la falta de cultura jurídica y de los derechos individuales de las personas y un lastre heredado de épocas previas, en las que “tocaban” ciertas cosas y había que agradecerlo y seguir avanzando por una senda en la que el futuro pertenecía por entero a algo que en los 90 acabó disolviéndose en Europa del Este y la URSS.

Esos déficits culturales se reproducen horizontalmente incluso en los (también) nuevos negocios privados, que exhiben sin el menor recato su autoritarismo, con mayúsculas, en carteles anunciando que NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES. El consumidor debe entonces validar esa asimetría como algo natural y, por consiguiente, perder inexorablemente si al llegar a su domicilio no le satisface el artículo, o si a su pareja o a su hermana no le gustó el color de la prenda, a diferencia de la práctica universal en sentido opuesto, según la cual las devoluciones (o cambios) constituyen un acto de rutina con la presentación de un simple comprobante.

Comportamientos como discutir/regatear precios se perciben como manifestaciones de antipatía y pesadez. Y verificar el peso como una movida de mal gusto, aun cuando las estafas y robos al cliente sean ese perro huevero que muerde a diario a los consumidores y nunca los suelta.

Todo ese panorama no es sino expresión de un refrán que hace unos años propagandizó un programa humorístico, totalmente incongruente, sin embargo, con los cambios y el mercado: LO QUE TE DEN, CÓGELO.

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