La brigada del meao

Ilustración: Guillo.

Ilustración: Guillo.

Durante tres semanas, en 1972, integré la brigada del meao. No porque me asistiera el derecho de pertenecer a ella, sino por una coyuntura especial que me permitió compartir jornadas con aquella tropa, integrada por completo con obreros del ingenio azucarero Luis Arcos Bergnes. Yo no pertenecía a ese colectivo; era jornalero de la granja. Pero se hizo una excepción conmigo. Ya en otros textos he comentado la circunstancia que me convirtió, al terminar los estudios de preuniversitario, en obrero agrícola.

Trascendió como brigada del meao en aquellos predios una formación productiva que cada año, al terminar la zafra, se organizaba con los trabajadores azucareros innecesarios para ejecutar las reparaciones. Sumaban aproximadamente dos tercios de la plantilla. Iban directo a las labores agrícolas, con el sueldo fijo garantizado hasta la zafra siguiente. Su nombre verdadero era Brigada Jesús Menéndez, pero no recuerdo que nadie, fuera de los predios oficiales, la llamara por ese nombre.

Para comprender su génesis es bueno recordar que antes de la Revolución, al terminar la zafra, aquellos trabajadores sin habilidades para el desarme y reparaciones quedaban desempleados durante todo el tiempo muerto. Una de las primeras medidas del gobierno revolucionario fue terminar con el famoso tiempo difunto; para ello les dio plaza fija, el año entero, a todos los azucareros.

Al inicio de la aplicación de aquella nueva política a esos obreros sobrantes les daban tareas de atención a las áreas verdes del batey, o de reparaciones de las viviendas (que eran medio básico del central). También los ocupaban en algunas de las muchas obras sociales en ejecución: el parquecito infantil, el consultorio médico, la nueva escuela, la Tienda del Pueblo, la farmacia, el cine, el comedor obrero, pintura de naves y edificaciones diversas. Pero una vez terminadas estas, y tras la intensificación del boom azucarero de finales de los 60 e inicios de los 70, se decidió que resultaba más provechoso utilizarlos en las llamadas “labores culturales” de la caña.

Mi incorporación temporal a ese colectivo se produjo porque a mi brigada de la granja le correspondió albergarse un tiempo en una zona llamada Mujica, entre Zulueta y General Carrillo. Era necesario salir de un gran atraso que había en la limpia de caña en esa zona y el Partido Regional decidió mover sus fuerzas. Allá fuimos y a mí, la primera noche, un ataque de asma de grandes ligas me desinfló los bronquios.

El albergue se había improvisado a última hora en una nave, antes almacén de abono de nitrato con una prehistoria de corral de ponedoras Legorn. El piojillo –herencia avícola– y los efluvios del nitrato forman, según pude comprobar, una combinación fulminante. Soy alérgico. No les quedó otra que devolverme a casa.

Algún contenido de trabajo tenían que buscarme. Se hizo una reunión “con todos los factores” para mi reubicación. No sería justo obviar que los compañeros de la granja siempre fueron condescendientes y respetuosos ante mi torpe desempeño y la quebradiza salud que me caracterizaba.

En la breve reunión el jefe de lote, Rolando Perra Chula, expresó:

–Propongo incorporarlo a la brigada del meao. A ver, que levanten la mano los que estén de acuerdo.
Unanimidad y aplausos. Me concedieron el honor.

Como el mundo azucarero ha sido siempre burlón, pese a que disponía de un sectorcillo administrativo con cierta cultura, fue un milagro que a aquella brigada no le pusieran “De la mierda”. Pero aún eran tiempos de decencia y gracias a eso sus miembros no fueron tan escatológicamente degradados. Algo curioso es que la mayor parte de aquellos “combatientes” asumió dicha condición sin trauma. Un día oí que a Jorge Pérez, alias Arrecife, le preguntaban qué haría en tiempo muerto y, sin el más mínimo temblor en la voz, paladeó su respuesta: “me mandaron para la brigada del meao”.

Viéndolo bien, el mote portaba cierta lógica, porque aquel personal sin calificación para ejecutar las reparaciones de bombas, turbinas, molinos, hornos, filtros, tachos era una especie de excreción que la fábrica depositaba en los cañaverales. Cada uno de ellos rendía la octava parte de lo que rinde un obrero agrícola de bajo rendimiento. Por eso es que no desentoné entre ellos en aquellas semanas en que, por carambola, trabajamos juntos. Estábamos a la par.

Mi ingreso a dicho colectivo casi lo asumí como un ascenso, pues me trasladaba, aunque fuera solo de manera simbólica, de la condición agrícola a la industrial.

Durante mis tres semanas en ese frente, compartí surco con Pedro Julio El Verraquito, Santiago Mogollón, Marcelo Tibor de Palo, Cheo Teta’e Yegua, Fernandito, alias Tortilla de un Solo Huevo, Enriquito El Moscón, un negro llamado Eleno Tristá y el isleño Coy, entre otros, pues éramos más de 60. La mayor ganancia que obtuve fue la de tener cómplices para cagarnos cada cinco minutos en la madre del que había traído la caña a Cuba. Los de mi verdadera brigada, de la granja, cujeados desde niños en las labores agrícolas, reverenciaban la gramínea y nunca secundaron mis blasfemias.

Nuestro jefe era un tipo serio y trabajador con cojones. Siempre me llamó la atención que le dijeran Anrique Dorta. Yo pensaba que era un error típico del habla de ese sector, que, por ejemplo, a los Gabrieles les dicen Grabiel. Pero un día vi uno de sus reportes. Firmaba Anrique. Le pregunté y me dijo que como él era el menor de cinco hermanos y el nombre de los cuatro mayores empezaba con E, su padre quiso romper, con el suyo, la seguidilla.

Salíamos en las mañanas, en una carreta tirada por un tractor, y a nuestro paso por las calles del batey sentíamos la exclamación, que creíamos aclamación: “¡Ahí va la brigada del meao!” Saludábamos con el machete o la guataca en alto y los sombreros en la mano, pues nos sabíamos representantes de algo: no sé si del orgullo revolucionario por ir a esa ruda tarea, o de la condición de reos frente a un pelotón de fusilamiento que nos acribillaría a cuero limpio.

El asunto del mote tocó fondo cuando Alberto El Guyabito, que tenía cierto talento para la gráfica, diseñó con ayuda de su tía Dania, la costurera, un estandarte donde bordaron la imagen de un guajirito empinando contra la gravedad una descomunal micción, más un lema que afirmaba: “Con el meao en alto, cumpliremos”.

Partió en la mañana nuestra nave con esa identificación en el varal. Y ya en la tarde el compañero Inocente Leal, secretario del Comité del Partido, en guayabera de hilo y con una peste a grajo de otro planeta, nos reunió porque era políticamente necesario acabar con esa falta de respeto:

–Compañeros, nuestra brigada lleva el glorioso nombre de Jesús Menéndez, así que es hora de que dejemos el relajito…
Se hizo silencio, pero no muy largo, porque enseguida Yeyo La Cochinata, mecánico de centrífugas a quien no mandaron para el verde, ripostó:

–¿Y a usted no le parece una falta de respeto con Jesús Menéndez que esa brigada lleve su nombre?

Inocente no supo qué responder. Se formó un debate de chupa y jala. La discusión cogió por otro rumbo, como de jodedera, hasta que Donato, alias Palangano, propuso que asumiéramos con dignidad el nombre oficial del líder azucarero; que lo que nos tocaba era crecer hasta su estatura revolucionaria. Finalmente agregó la necesidad de que repartieran un tubo de desodorante Fiesta por cada integrante de la brigada, sin olvidar al secretario del Partido, para reforzar su vinculación estrecha con las masas. El dirigente partidista lo abrazó, emocionado.

Yo me meaba de risa. Sentí entonces que me llamaban con un toque en el hombro. Me volví y Rolando Perra Chula, mi jefe de lote, me dio la terrible noticia:

–Mañana te reincorporas con nosotros. Ya la gente regresó de Mujica.

No por esperado, fue menos doloroso saber que no militaría más en la brigada del meao.

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