La pesetica de la olla

El 21 de julio de 1969, con un pequeño paso para un hombre y un gran paso para la Humanidad, Neil Armstrong volvió más terrenal a la luna. Descendió del módulo de alunizaje del Apolo 11 (tremenda noticia) y, detrás de él, Buzz Aldryn. A los poetas y compositores tal vez nos supiera a profanación el hecho, pero dudo que quien planificó el contenido del periódico Granma del día siguiente defendiera la pureza del símbolo, porque machacó el sentido común de los lectores cuando reservó la primera plana, con titulares de 36 puntos por lo menos, para la llegada al puerto de La Habana de la flota soviética del contralmirante Stepan Sokolán. La lunática expedición ocupó alrededor de veinte líneas en la página 4; es decir: la última. Cosas de nuestra prensa, que nunca le ha temido al ridículo. Cosas, también, de la época.

Estábamos en vísperas del año de dieciocho meses, que involucró los doce de 1969 en la preparación de la zafra gigante de 1970, más los seis de la propia zafra. Cero fiestas, el ron en veda, adiós navidades (eran celebraciones religiosas, se argumentó), paralización de la industria y los servicios. El estribillo: Yo sí tumbo caña, mi hermano, porque soy, soy cubano, se dejaba escuchar por todas partes. La consigna “¡De que van, van!”, era el pan diario. Los que iban a ir, por encima de la cabeza del más pinto, eran los diez millones de toneladas de azúcar… Pero no fueron, nunca llegaron. Al concluir la contienda, con más de ocho millones en los almacenes, el país no producía casi nada, y menos aún distribuía.

Fue una época dura, de grandes cambios en lo interno, que comenzaron en 1968, con la Ofensiva Revolucionaria. No quedó ni un solo timbiriche en manos de sus dueños, convertidos en “parásitos” por obra y gracia de la virulencia verbal. La diversidad gastronómica y de servicios se esfumó cuando tras el paso de la gubia social que todo lo dejó de una misma altura, cada vez más baja, hasta el aire y las palabras se aplanaron inmisericordemente.

Se hizo difícil coger un carro de alquiler, hacerse el croquinol, comerse una frita, viajar a otra provincia, arreglar la pata de una silla, destupir un fogón de quemadores, ponerle media suela a un par de zapatos… Pero la mayoría de nosotros intuía que el socialismo tocaría pronto, sonriente y lozano, a nuestra puerta, para restaurar, con creces, aquellas bondades. ¡¿Qué digo yo el socialismo?! ¡El comunismo! Porque se proclamó por distintas vías que estábamos inmersos en la construcción simultánea de ambos estadios.

Al episodio de la zafra le siguió una especie de “nueva política económica” en la cual se reinstauró el valor del dinero y se implantó el Sistema de Dirección y Planificación de la Economía, cuyas bases proponían devolverle su papel de agente dinamizador a los estímulos materiales. Fue obra de la Juceplán, con Humberto Pérez en el puesto de mando de una nave que, pese a la pericia del personal y lo promisorio de la carta náutica, naufragaría unos años más tarde. En 1987 se convocó a la “Campaña de rectificación de errores y tendencias negativas” y regresamos a aquel centralismo precedente que concebía a la moral como el artículo que satisfaría todas las hambres materiales del ser humano.

Entre las “joyas” del período 1971-1980 podemos hallar la Ley 1231, o “Ley contra la vagancia”, gracias a la cual se criminalizó a quien estuviera sin vínculo laboral por un mes, poco importaba si esa falta de empleo se debía a un intento del presunto vago por cambiar de trabajo, desmelenado en la patética búsqueda de un FT-31 (formulario de traslado equivalente a sacarse el premio gordo de la lotería), pues solo los jefes de organismo a nivel provincial estaban autorizados a sacar del bombo las rúbricas aprobatorias. También de la cosecha de la etapa es el Quinquenio Gris de la Cultura Cubana, del cual se ha hablado bastante, así que no abundo. Sé que existen cientos de miles de cubanos a quienes los términos “año de dieciocho meses”, “Juceplán”, “FT-31” y algunos otros que utilizo les resultarán enigmáticos. Pero no se trata de elucubraciones, sino de entes legales o administrativos que, como casi todos los de entonces, coexistían con nosotros con el fin de demostrarnos que “la vida no vale nada si no es para perecer”.

Pero se equivocan quienes concluyen que aquellos galimatías solo nos dejaron desgracias y frustraciones. En los dominios del más puro repertorio costumbrista, hizo su debut la orquesta “Los Van Van”, con Marilú, El martes, Yuya Martínez, La candela…Aún hoy movemos los pies con el fértil devenir de la consigna en orquesta. “Los Van Van” van y vuelven al infinito, en un presente sin tiempo que los hace pervivir, sublimemente detenidos, en lo más hondo del imaginario colectivo.

En la televisión “El escéptico”, oráculo económico lego de asombrosa luz profética, era aplastado diariamente por el entusiasmo de un pueblo (nacido para vencer y no para ser vencido) que le demostraba los errores al exponer lo irrealizable en la meta de producir diez millones de toneladas de azúcar. Argumentaba “El escéptico”, con su aspecto de lumpen, sobre el transporte, sobre la industria (“¿Quién ha visto hacer diez millones con unos cuantos cachimbos viejos?” –decía), sobre la caña cortada fuera de la época de mayor rendimiento, sobre la fuerza de trabajo… Y surgida de lo más profundo y popular de la pantalla, una muchedumbre armada con los aperos de corte y fornidos tractores y buldóceres lo convertía en galleta.

Es verdad que un buen día, cuando sus augurios se cumplieron con silenciosa exactitud, “El escéptico” desapareció de las pantallas y de la historia de la caricatura cubana, pero tengo la esperanza de que en algún momento le llegue la reivindicación y se le sitúe donde merece: quizás a la altura del Bobo de Abela y El Loquito de Nuez, atendiendo a su lograda imagen y su resbalosa socarronería.

En relación con el gran Nuez, ya que antes comenté sobre la ley contra la vagancia, no olvidemos sus otros personajes diarios del Granma: “Mogollón” y “De apellido Mogollónez”, porque de claros y oscuros están hechos el día y la noche, y si bien los mensajes de estos tipos seguían al pie de la letra el guion oficial de la prensa cubana de la época, eran un par de jodedores de marca mayor. Una lectura recontextualizada de los mismos, seguramente nos haría verlos con matices menos tensos y más jocosos.

Por otra parte, no recuerdo narraciones de béisbol más deliciosas que las de Bobby Salamanca, inventor de un idiolecto gracias al cual, ante un ponche (strikeout), casi que cantaba con tanta sabrosura como “Los Van Van”: “¡Chas, chas, chas, tres golpes de mocha y lo tiró paʼ la tonga!”, o ante un jonrón (homerun): “¡Que se va, que no se va… Adiós, Lolita de mi vida, se fue paʼl cañaveral!” O endulzaba los rectos hits con, “¡Caña cubana!”. Cada acción del partido tenía su equivalente azucarero en el argot salmantino. No es que yo ahora le quiera discutir la primacía que se le asigna a Eddy Martin en ese terreno, pero las narraciones de Salamanca, basadas en un pacto comunicativo sin precedentes, eran pura diversión y sandunga. Y el pueblo rápidamente hizo suyas, y repitió sin remilgos, aquellas analogías.

En el propio 1970, ya hacia los finales, tuvimos el Festival de la Canción Popular de Varadero. Nuestra devoción por las estrellas del pop hispánico cobró cuerpo en las personas de “Los Bravos” (ya sin Mike Kennedy), “Los Mustang”, “Los Ángeles”, sumados a Massiel y Luis Gardey, junto a los del área “bola”: Karel Gott, Biser Kirov, Yordanka Kristova, Margarita Radinska, y un montón de nacionales. El anfiteatro se desbordó, pero aquellos que no pudimos ir debimos conformarnos con verlo por televisión, con la dificultad adicional de que los televisores rusos (aquellos Elektrón-203, luego sustituidos por los Krim-201 y más tarde por los Caribe) apenas empezaban a entrar al país y a ellos se accedía por méritos ganados en la zafra. Recuerdo que para ver a nuestros ídolos (porque no podíamos perdernos el acontecimiento), mi amiga Katy Lamas y yo les pedimos permiso a una pareja de ancianos del batey del central, que tenían un Crosley americano. Los pobres, sin sospechar lo que les esperaba, asintieron: “Si, hijitos, cómo no”. Como aquella primera jornada duró hasta cerca de las tres de la mañana (nosotros con una pena de madre, pero firmes), el viejito cayó cerca de las doce y se retiró al dormitorio. La señora asumió la tarea y permaneció embutida en su sillón, sin dar señales de vida, salvo a eso de las 12.45 am, que medio que despertó, miró la TV, comentó dulce y apagadamente: “qué guitarrita más linda”, y regresó a su estado cataléptico. Cuando la jornada concluyó la despertamos y le dimos las gracias, pero no nos invitó para el día siguiente, razón por la cual el resto del festival lo vivimos como noticia, o con materiales de referencia que ni sé de dónde sacamos.

Es verdad que la política de estímulos al trabajo constituyó un acierto. Gracias a ella vimos llegar a nuestros hogares, poco a poco, los referidos televisores, los refrigeradores Antillano o Minsk-11, los radios Vef-206 o Meridian-201, los relojes Poljot  o Wostock, los ventiladores Órbita, las ollas de presión Pronto, las casas en la playa…

La mayor parte de aquellos equipos y utensilios resultaron longevos. En mi caso puedo decir que conservé hasta bien entrados los ochenta un par de botas que me dieron para ir a la caña, de esas que llamábamos va-que-te-tumbo, rompetroncos o socotrocos. Se pusieron de moda una vez más, por rústicas y peludas. Aunque a decir verdad, quien más lejos llegó fue la olla de presión, cuyos veinte años celebramos en 1994, en pleno Período Especial. Ya desde los diez más o menos solo cogía presión si le insertábamos una peseta de veinte centavos (ninguna otra denominación servía) en el punto donde el cabo oprime sobre el cuerpo de la olla para elevar la tapa. “La pesetica de la olla” le decíamos. También le enrollábamos papel a la junta. Y así las cosas, uno de los días de mayor apremio en aquella crudísima etapa, nos vimos forzados a usar ese peculio para comprar el pan de la cuota.

¡Qué desgracia, cerca de un mes sin ablandar frijoles! Nos prometimos –y hasta hoy lo hemos cumplido– no comernos nunca más “la pesetica de la olla”.

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