Las dos caras de Jano

"La niña de la muñeca de palo", de Korda, se convirtió en un símbolo de la vida campesina. La foto fue tomada en 1959.

"La niña de la muñeca de palo", de Korda, se convirtió en un símbolo de la vida campesina. La foto fue tomada en 1959.

El verano pasado un ejecutivo de una exitosa paladar habanera le dijo a un cliente estadounidense, en un inglés bastante canijo, que todas las maravillas arquitectónicas de La Rampa y sus alrededores –el Retiro Médico, el hotel Habana Hilton, el Focsa– eran apenas un botón de muestra del desarrollo alcanzado por Cuba antes de 1959. El académico me dirigió una mirada cómplice que quise entender como una suerte de permiso para hablar. No era ni con mucho un radical de izquierda, ni un experto en la Isla, pero impartía Estudios Latinoamericanos en una universidad bostoniana. Por toda respuesta, cuando llegó la hora de la cuenta lo llamó y le dijo en un español igualmente primario, pero bastante más claro que el inglés del afortunado dueño: “mire, joven, aquí tiene. La propina es para que compre libros de Historia de Cuba y los comparta con sus empleados”. Le dio la mano y las buenas noches, sonrió y nos levantamos.

Cuento esta anécdota porque no remite a un problema individual, sino social –la idealización del pasado–, esa que funciona como el filósofo griego Parménides caracterizaba al ser: una esfera bellamente circular, lisa, sin fisuras ni contradicciones, una imagen, por definición sesgada y parcial. Lo común en esas construcciones discursivas que ponen el espejo hacia atrás para suprimir, simplificar o blanquear con cloro –eso que los anglos llaman bleaching–, consiste justamente en que la complejidad se desvanece para dar paso a una visión amable, digerible, simplista, facilona, dirigida más al ciudadano medio –si esto existe– que a interlocutores avisados, no necesariamente especialistas en cuestiones históricas.

Tal vez en pocos lugares de la historia cubana ello se aprecie más que en la antinomia República/Revolución. Existe desde hace mucho rato un discurso de la nostalgia, originado en el Miami histórico, que se apropia de la primera, y en particular de los años 50, de un modo peculiar: llega a presentar su fase de acabamiento como una especie de paraíso terrenal, una manifestación de un “excepcionalismo cubano” en la América Latina de entonces. Frecuentemente sus agentes apelan a estadísticas como un aparato de radio por cada 6,5 habitantes, un TV por cada 25, un teléfono por cada 38, un periódico por cada 8, un automóvil por cada 40, entre otros indicadores de civilidad y desarrollo. Y también, de paso, calzan con un dato adicional esa modernidad sempiternamente anhelada por “las clases vivas”: ignoran (o modifican) la historia de la televisión al asegurar, enfática y redondamente, que Cuba fue el primer país latinoamericano en tenerla, solo precedida por los Estados Unidos, cuando está documentado que la hubo un poco antes en México y Brasil.

Lo cierto es que a pesar de esos y otros indicadores –sin dudas reales–, todo aquello estaba montado sobre contrastes y asimetrías, algunas pantagruélicas como las diferencias ciudad/campo, reflejadas por el naciente movimiento de cine alternativo en El Mégano. Era un poco como en “La engañadora”, el chachachá con que el maestro Enrique Jorrín puso a bailar a todos los cubanos en 1953.

Bastaría solo considerar para la discusión, en aras de la síntesis, dos problemas:

La crisis del modelo. Los años 50 marcan el agotamiento del modelo de reproducción económica vigente desde los albores de la República, detectado incluso por misiones técnicas norteamericanas como la del Informe Truslow y por un grupo de expertos de la Universidad de Harvard, quienes advertían la no menos sempiterna vulnerabilidad de la economía ante la posible caída de los precios del azúcar en el mercado mundial, así como las incongruencias de importar de los Estados Unidos, a escala masiva, alimentos perfectamente producibles en tierras cubanas.

Los índices de empleo y subempleo. De acuerdo con estadísticas del Consejo Nacional de Economía, en 1958 alrededor de la tercera parte de la fuerza laboral estaba desempleada o subempleada. En La Habana, el primero alcanzaba el 21,6 por ciento, pero en algunas provincias los índices eran superiores, entre el 29,2 y el 29,5 por ciento. Estos y otros problemas apuntaban la desigual repartición del pastel, y las contradicciones de la dependencia y el subdesarrollo. El nivel de vida de las clases populares iba entonces, a pesar de todo, de mal en peor, según figura en Contigo pan y cebolla, una mirada crítica a los 50 a partir de vivencias autorales y no de presupuestos políticos. Y a las clases medias no llegaba el “efecto de derrame” de las políticas desarrollistas en la esfera del turismo, concebidas por la dupla Batista-Lansky. Se quedaba bastante más arriba, sin que ahora sea necesario explicar por qué.

Las investigaciones académicas más recientes sobre el tema en los Estados Unidos no dejan dudas al respecto: dicen de manera unánime que fue un progreso en Cuba, pero no para Cuba y los cubanos. Quienes destruyeron lobbies de hoteles y casinos en enero del 59 lo sabían perfectamente sin haberlas leído.

Pero hay otro discurso pendular, igualmente más emocional que racional, consistente anular/suprimir cualquier contribución de la República al proceso que sobrevino después, tanto la de sus inicios como la de fines de los años 50. En sus formulaciones más torpes, se resume en tres palabras: hambre, miseria y explotación, como le escuché decir una vez a un muchacho de Secundaria Básica, allá en el Alamar profundo, preparándose para un examen ante la mirada atónita de sus padres –no eran, por cierto, historiadores profesionales. Un déficit, señales de ese pasado que no llevan: otra imagen. Nada festinada, por otra parte. Una vez se suprimió la asignatura de Historia de Cuba para remplazarla por la del Movimiento Obrero y Comunista Internacional, y más tarde, con la caída del bloque, se concibieron programas y libros en los que el dualismo enteco y el teleologismo simplón cabalgan como el Cid por los campos de Castilla. Y con zonas de silencio políticamente motivadas en función de la unidad.

Sin embargo, 1959 (y después) no podrían comprenderse sin apelar a realidades tales como la Constitución del 40, la Generación del Centenario y el Programa del Moncada, que no salieron de la nada, y por consiguiente constituyen expresiones de una cultura política actuante en los años 50 y de la herencia del pensamiento patriótico e independentista del siglo XIX, rescatados por el minorismo. El nacionalismo constituyó entonces un foco de resistencia ideocultural ante los deslavados republicanos y sus problemas cívico-políticos –eso que José Lezama Lima llamó “la ganga mundana de la política positiva” en una polémica con Jorge Mañach–, que se expresaría en lugares tan disímiles como las propuestas ideoestéticas del grupo Orígenes y la guerrilla en Oriente, como lo había prefigurado Antonio Guiteras Holmes, caído en El Morrillo antes de salir para México.

Eusebio Leal lo dijo una vez en el Centenario: “no podemos entender la Revolución sin la República”. Ojalá (esta vez) cuente para el récord.

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