Los fondos bajos

Ilustración: Zardoya.

Ilustración: Zardoya.

En un campismo ocurre un montón de cosas. Ocurre que, habiendo playa, la picadura de agua mala provoca que una mujer se desnude el seno para mostrarle la lesión epidérmica a su pareja. Que otra mujer se enrosque con sus piernas a un hombre y hagan el amor en el agua salada. Que lo hagan en la arena por la noche. O sobre una colchoneta manchada por las evacuaciones que uno es capaz de imaginar y las que no. O lo hagan una estudiante ejemplar y el peor malandrín del aula. O la más linda y el más feo después de rechazarlo en los demás contextos en que la más linda y el más feo no ligan. Que haya orgía en una de las cabañas. Que la novia o el novio más intachables se traicionen.
Ocurren otras cosas sin relación con el sexo. En el área de la cocina, en lo culinario, digamos. Luego en lo histórico. Lo histórico no tiene que ser considerable como algunos piensan; se trata, primeramente, de una acumulación de determinados registros de la memoria que por determinadas valoraciones permanecen. Los primeros espaguetis de mi prima no quedaron terribles, doy fe. He comido espaguetis terribles: incapaces de disgregarse, uno les hunde el filo del tenedor y los despachurra, casi se bate contra ellos, las puntas se abren como una cresta de esparto. La condición primordial de los espaguetis terribles es que siempre te derrotan al interior del estómago, cuando fundan un bloque indeleble. Quizá lo que salvó a los de mi prima de la categoría de terribles, era un estado sicológico compartido de que el almuerzo no debía empeorar la situación en que nos encontrábamos.
Ocurren otras cosas sin relación con lo culinario ni lo sexual. En el espacio donde reposaríamos, digamos. Empacamos por la mañana y antes de las cuatro de la tarde estábamos en el campismo Celimarina aplastando cucarachas en la cabaña. El ama de llaves, si tal gestión existe en los campismos, había hecho entrega formal hacia las tres y media; barrió con la escoba algunos escarabajos muertos y el protocolo hizo sin protocolo. La taza del baño atascada. Las colchonetas como si un equipo de grecorromana hubiera entrenado todas las vacaciones en ellas. Agua no hay, explica de mala gana. El inodoro trinaba. Controlaríamos el esfínter. Las cucarachas no eran grandes sino de las pequeñas y alargadas que se parecen a los Fórmula 1 del tiempo de Fangio.
Los ricos no aplastan cucarachas, pienso. No he visto a un rico aplastando cucarachas ni en las películas. Los ricos tampoco van a los campismos. Van a hoteles de lujo.
Mi prima hace más espaguetis. La espiral de la cocina eléctrica empezaba a enrojecer cuando se cortó la electricidad.
Echamos una siesta.
Ocurren otras cosas sin relación con el reposo, lo culinario o el sexo. En ningún lugar específico, digamos. No es una buena época para la familia. Aunque el precio del hospedaje sea una bagatela, la economía marcha mal. Contra el hambre, que vuelve a estrujarnos, no hallamos remedio. En la cafetería no hay más que moscas zumbando aletargadas. Y en honor a la verdad no tenemos fondos ni para un paquete de galletas. Cuando vuelve la electricidad, el novio de mi prima pone música. Fred Durst rapea, toca Limp Bizkit. Fred Durst va a aparecer en una revista arrimado a una rubia pechos de silicona. La revista informa que el rapero actuará en un filme porno. ¿Qué coño hace que una persona se vuelva famosa? ¿Lo predestinado? ¿El destino en sus variantes?
¿Por qué a mi prima tenían que estimularla por su trabajo académico con el adefesio de Celimarina y no con una suite cinco estrellas? ¿Por qué hay suites cinco estrellas? ¿Por qué campismos?
Los campismos tienen el eslogan Juntos por naturaleza y fueron creados por la Revolución en 1981 para conectar el turismo nacional con el medio ambiente. Esta puede ser una respuesta, pero es evidente que no lo es, o no es la que estoy buscando.
El novio de mi prima quita el disco. Cambia a la señal FM de radio. En el programa pasan una llamada. La del locutor no es –lo agradezco– una voz afectadamente grave como suelen proyectarse las voces de la locución cubana, castrenses. El locutor responde. El hombre en línea saluda y dice que quiere dar una información. El locutor le dice que no hay tiempo para más, que deben cerrar pronto. El hombre persiste. El locutor no ceja. Cuando acepta que el diálogo no puede terminar muy lejos de una grosería en vivo, el locutor le da permiso. El hombre se toma unos segundos para hablar mal del gobierno cubano y de Venezuela.
La señal de radio se pierde de un golpe. El campismo es un ovillo de silencio que sigue hasta la carretera. Solo sentimos, límpido, el burbujeo de los espaguetis no terribles de mi prima.

Salir de la versión móvil