Los sponge rusk del Mercado Centro

Foto: http://burgerbeast.com/

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Durante mi última visita a la Habana, quedé en verme con una amiga para compartir un café en la calle Prado. Llegué con tiempo suficiente, así que mientras la esperaba pedí una taza. Acompañé el café con unos ‘sponge rusk’ que pregonaban cerca de allí y me entretuve intercalando sorbos con esa suerte de biscocho horneado que deja su fortaleza al contacto con un líquido.

Los ‘sponge rusk’ de mi café activaron la memoria sensorial y de repente me vi recordando delicias compradas junto a mis padres, al salir del Mercado Centro en La Habana de mediados de los años 80.

Cada amanecer cientos de personas hacían cola en el Parque de la Fraternidad para entrar al establecimiento. Era un niño, pero recuerdo las barras amarillas de hierro en la acera del inmueble para organizar la muchedumbre.

Luego de algunas horas de cola, venía la recompensa. Una vez dentro, el Mercado ofrecía una variada oferta gastronómica de gama alta distribuidas por secciones. Cada miembro de la familia se dirigía para la sección de su preferencia: abuelo a los productos del mar, cárnicos, ahumados y embutidos, papá y tío a la comida en conserva, los lácteos (quesos y yogures de la vaquita Matilda) y luego a la licorería, mientras mamá y yo buscábamos las confituras.

La sección de las confituras podría haber sido el plató de filmación de “Charlie y la Fábrica de Chocolate”, la famosa película de Tim Burton. Africanas, huevitos de colores rellenos, tabletas de chocolate de Baracoa (Peters), chocolate en polvo “Milo” para mezclarlo con leche (aunque también comestible con cuchara desde la lata), tabaquitos rellenos, y un largo etcétera. Productos elaborados mayoritariamente por la fábrica de confituras, dulces y chocolates La Estrella.

El ‘sponge rusk’ era definitivamente mi golosina fetiche. Su textura crujiente y  suave a la vez, provocaba en mí una adicción severa, casi incurable. Por tal razón, hacía a mi madre comprar varios paquetes para llevar de regreso a casa.  Los prefería por encima de las galletas dulces, las saladas, las de soda, incluso, por encima de su pariente cercano las gaceñigas con pasitas, productos que también ofertaban en ese recinto.

En ocasiones me sorprendía reformulando recetas, haciendo alquimia y horneando viejos panqués para obtener el deseado bizcocho cuando se terminaban los traídos de la Habana, pero nunca lograba mi objetivo.

Aquel mercado —el Mercado Centro, único de su tipo en el país— formaba parte de una cadena de establecimientos llamados “paralelos” porque fueron creados en esa época para ofrecer productos de calidad a precios superiores que los de la canasta básica subvencionada, aunque accesibles a los bolsillos de los trabajadores que no poseían altos ingresos.

Regresar a mi hogar en Santiago de Cuba con bolsas de cartuchos llenas de productos, rotuladas con el logo del Mercado Centro, era como un signo distintivo, una especie de título nobiliario que duraba hasta que se terminaba su contenido.

Treinta años después de las visitas a aquel Mercado, ni las tiendas recaudadoras de divisas de hoy, ni los emprendedores privados de Santiago en materia gastronómica, y especialmente en repostería, han logrado igualar la oferta y calidad de aquellos años.

Por alguna razón que desconozco, en esta ciudad no existen los croissants, los eclears, los pasteles tipo Pie, ni los sponge rusk. No han podido, sabido o querido diversificar la oferta monótona padecida por años en ese sector, consagrada casi en exclusiva a expender panes con algo, masas de harina gorda que se comen doblada y torticas horneadas con algún relleno indescifrable.

Terminé mi café y cuando comenzaba a desesperarme, mi amiga llegó justo antes de la lluvia. Para ella el Mercado Centro no es ni una reminiscencia. Con el arribo de los años noventa se convirtió en el Palacio de Computación.

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