Pequeño negocio sueña con cuño

Siempre he odiado los cuños: el olor a tinta, los manguitos sucios, el ambiente natural en que estos se desencadenan, el sonido seco del ¡tuc!, y hasta la forma surrealista en que se desparraman luego los trazos con el tiempo y la humedad.

Sin embargo, ahora que necesito uno, imagino que lo tengo y juego y me divierto con él. Lo estampo dondequiera: en la espalda de mi esposa, en los libros que transitan por mi bolso, en el Granma cuando llega… Así quizás me voy preparando para no espantarme de mí mismo cuando sucumba al fin, disciplinadamente, ante el mandato de las burocracias.

En nuestros días el tema del cuño no es tan macabro. Cuba ha logrado desarrollarse al respecto, y ya los médicos y algunas empresas importantes tienen artefactos más modernos.

Los cuños de antaño eran como la escopeta de Pepe, el personaje de la serie Elpidio Valdés. Separados sus componentes en almohadilla, pomo de tinta y gomígrafo, había que transitar por una serie de pasos que conformaban la tediosa liturgia de poner el cuño.

Los de ahora, en cambio, vienen integrados en una sola pieza y el sonido ya no es ese drástico ¡tuc! capaz de detener la imaginación del más enajenado imaginador. La armazón plástica —que no de madera—, esconde una cinética del mecanismo que tecnologiza la percepción final del acto acuñativo hasta convertirlo en algo casi artístico, disfrutable.

Todas estas percepciones —los sé— pueden resultar de la disonancia cognitiva, una dinámica psicológica de autodefensa muy frecuente, descrita por el sociólogo norteamericano León Festinger en la década del 50 del siglo pasado. La disonancia se activa cuando una idea sólida entra en conflicto con un comportamiento. Entonces la idea suele diluirse en las más diversas justificaciones, porque siempre es más fácil cambiar una idea que cambiar un comportamiento, más si este último viene condicionado por necesidades, fisiológicas (como la adicción a las drogas) o sociales (como la urgencia de un puñetero cuño).

La periodista Delia Rodríguez, redactora jefa de El Huffington Post, ejemplifica la disonancia cognitiva de esta manera: “¿Que somos ecologistas y entramos a trabajar en una petrolera…? Mejor cambiar las cosas desde dentro que criticar desde fuera…”.

Asimismo puede pensar usted que lo mío con el cuño es más un antojo infantil que una necesidad real, pero le aseguro que en Cuba el hombre que no esté respaldado por un cuño es, sencillamente, menos que los demás. Como un pez Nemo de aleta atrofiada, tiene menos posibilidades de nadar a la velocidad del cardumen.

Llegué a tal conclusión cuando debí llenar una planilla de solicitud para un curso de postgrado, y la institución me pedía nombre, firma y CUÑO de mi jefe inmediato superior. Como yo soy cuentapropista, mecanógrafo y fotocopiador, pues soy mi propio jefe, excepto cuando mi madre decide jugar a la Contralora General de la República y me interviene las tablas de Excel para intentar recortar lo que ya ha sido recortado al límite.

También tengo nombre y firma, de modo que solo me falta el cuño que otorgue valor legal a mi existencia como cosa importante, merecedora de cursos de postgrado y otras variantes de superación profesional, sin necesidad de acudir a la solución más extendida, que es falsificar el documento con la estampa oficial de algún centro laboral estatal.

Entonces, si usted conoce al dueño de alguna fábrica de cuños, avíseme por favor, a ver si al fin me integro al cauce natural de la tinta. Aunque, bueno, igual es posible que cuando lo encuentre, el fabricante me haga llenar un contrato que lleve, entre otras inexcusables, un cuño de la dirección de la entidad que solicita el servicio…

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