Perfume de pollo criollo

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Entre los más enigmáticos pregones que he escuchado, ninguno como el de un señor –no sé si de la cuarta o de la quinta edad– que pasó frente mi casa, con un cajoncito en las manos y repitiendo como un disco rayado, veloz y achacosamente eufórico: “¡Perfume de pollo criollo…!”. Teníamos una invitada para el almuerzo, mi amiga Raquel Mesa, y ella, tan dada a desfacer entuertos, se levantó rauda de la mesa y le voceó al hombre, ya a más de media cuadra de distancia:

—¡Pero, señor, ¿qué es lo que lleva?! Si no lo entienden, no va a vender nada.

El anciano se volvió, la enfocó desde su lejanía –que no era solo física– con una ceñuda y desabrida mirada, me pareció que se encogió de hombros, se dio vuelta nuevamente, y continuó con el mismo énfasis: “¡Perfume de pollo criollo…!”.

Nos quedamos sin saber qué llevaba. Mis investigaciones posteriores sobre las cualidades odoríferas de las aves, no me condujeron a ningún resultado atendible. Solamente una señora del rural barrio de Santa Fe, municipio de Camajuaní, llamada Pancha Fusté, me comentó que una cría de gallinas pescuecipeladas a las que daba a comer bolitas de ateje, además de poner los huevos con yemas tan rojas como dicho alimento, junto con el cacareo de la puesta dejaban en el patio un dulce aroma frutal. Pero como mismo una oveja no forma rebaño, concluyo que ese performance avícola no marca tendencia.

Otros pregones no menos laberínticos logramos descifrarlos, no porque los vendedores nos lo dijeran, sino porque los pillamos antes de que, raudos y volantes, doblaran la esquina. Vimos la mercancía y salimos de dudas:

Llegó el carajero con la carajera resultó ser “Llegó el naranjero con la naranja agria”.

Ye-cró equivale a “El cloro”.

El afrancesado Epá-sabé se refiere al pan suave, piadosamente conocido por “viejo desmayado”.

Otro de los más originales pregones es de la autoría de un señor que al parecer conocía la guaracha “Mario Agüé”, de Pedro Luis Ferrer, pues proponía:

Tostaíto el mantecapé

a

cualquiera tiene u-pé.

Tuve que comprar uno (la táctica de preguntar, lo sabíamos ya, a veces molesta al vendedor). No estaba tan tostado, pero me sirvió de guía para la traducción: “Tostadito el mantecado, a peso, cualquiera tiene un peso”.

El hombre que pregona: “Ratones”, no vende roedores sino esos caramelos blancos con listicas de color, más conocidos por “bastones”.

Y no fue difícil concluir que el que, con voz seca, repite la palabra “arena” lo que transporta, ensacada sobre una carretilla, es “harina”.

Particularmente conmovedora sentimos la propuesta –casi lamento– emitida por una mujer de unos cuarenta y tantos, mal vestida, con un niño de la mano y una mochila a la espalda. Nos conminaba a comprar “La buena habichuela y el Wendy cocó”. Enseguida supimos que en la jaba, además de habichuelas, no viajaba el personaje de James Matthew Barrie, pues la segunda de sus propuestas era “el buen quimbombó”. No tanto por la calidad de su oferta como por ayudarla, le compramos un macito de cada cosa.

Hablo de los pregones de los años noventa del siglo XX, un momento en que todo se volvió elemental, del primer gesto, de la primera necesidad, de la única oferta, de ahí que los pregoneros de entonces no se esmeraran tanto en elaborar ingeniosas estrofas, pues sabían que los que querían comprar superaban con creces a los que ofertaban. Aunque hubo excepciones, como la de Julio Niebla, vendedor de raspaduras en la ciudad de Santa Clara. En su libro La calle de los oficios (Ediciones La Memoria, 2007) Yamil Díaz lo entrevistó, y recogió su pícaro pregón:

¿Qué traigo aquí?

El pregón del niño,

el pregón de la burundanga,

el pregón de la raspadura.

¡Qué ricas están:

Yo me las comiera todas…!

Raspadura de guarapo,

batida con “janjolí”,

que te guste.

¡Qué ricas están:

Yo me las comiera todas…!

A veces me deleito divagando, y gracias esos volátiles instantes en que la mente coge el camino que no le ordenamos, la mía huye a los inicios de los años sesenta –últimos de mi infancia– cuando nuestros paladares se enfrentaron por primera vez con la carne rusa, los blancuzcos huevo y pollo de granja, el pato chino enlatado, la col rellena de Bulgaria, la carne prensada de Yugoslavia, la merluza… Eran buenos productos que luego, en el Período Especial, extrañamos. Pero en aquellos momentos la primera reacción fue de rechazo. La tradición nos orientaba hacia la carne de res fresca, la col acabada de coger del cantero, el jamón pierna, los pargos, chernas, cuberas, rabirrubias…

Sobre el huevo y el pollo criollo hablo un poco más: el primero tenía la yema coloradita y el segundo una carne rojiza y compacta; además, el pollo se consumía con todas sus partes, no solo el muslo y el contramuslo, como por fuerza hacemos hoy. Pero –bien lo sabemos– cada persona es más hija de su época que de sus padres, y hasta que de sus costumbres.

Mi mujer y mis hijos nacieron cuando aquellos nuevos productos ya eran habituales y aceptados, y hace poco me sorprendí con mi mujer rechazando una oferta de pollos y huevos criollos –una delicia, venerado Marcel Proust. Argumentaba que esa carne es muy seca, morada y dura, en el caso del pollo; y que ella no come arroz con sangre, en metafórica alusión al rubicundo huevo.

Y de esta forma arribo a la última digresión, gracias a la cual puedo contar cómo descifré la clave del enigma que da inicio a este relato: entre 2010 y 2013 cumplí un contrato de trabajo en una universidad de México D.F. Dura etapa en mi vida, en lo profesional y en lo personal. Pero como las cosas poseen magnitudes si se quiere encontradas, esa estancia me sirvió para recuperar sabores, olores, marcas. También conocí el sosiego en lo tocante al simple consumo de las cosas simples; nada de lujos (aunque económicamente hubiera podido). Ni Mama Rumba, ni Italiannis, ni mucho Walmart, ni mucho McDonalds, ni mucho Starbucks Cofee, lo mío era comprar en Bodegas Aurrerá, o en Soriana, los víveres y artículos que me permitieran vivir, en soledad, como lo hacía, sin apremios. Perdidas ya las costumbres y sensaciones infanto-juveniles, durante los primeros días, cuando compraba pollo, me conformaba con el muslo, y me sentía satisfecho. Ni siquiera me había percatado de que era posible adquirir el pollo entero, con todas sus cartas credenciales. Luego aprendí.

Mi amigo –prácticamente hermano– el coterráneo poeta y narrador Félix Luis Viera, vivía cerca de donde yo rentaba un departamento, en la colonia Molino de Rosas. Así, uno de los tantos días en que pasaba por su casa, un aroma sacado de las mismas calderas de la gloria, me reintegró décadas de sensaciones obstruidas por el prolongado reposo. Claro que no identifiqué aquel olor, aunque me hablaba desde la sangre. Cuando Viera –que hacía de cocinero– me abrió la puerta, medio hipnotizado y ansioso, inquirí:

–Hermano, ¿qué coño estás cocinando, qué olor es este?

El lector despierto seguramente ya sabrá que su respuesta fue:

–Perfume de pollo criollo.

Resulta que estaba haciendo un arroz con pollo a la chorrera en el que participaban todas las partes de un pollo (cada pieza funcionando como un instrumento de orquesta sinfónica), con sus correspondientes papas, petit-pois y maíz enlatado Herdez, aceite de oliva Carbonell, puré de tomate DelMonte, vino seco El Mundo, y pimiento morrón Libbys. Lo cocinaba, además, añadiéndole cerveza.

Después de deleitarnos con el manjar, mi imaginario simbólico rejuveneció cincuenta años. Fue uno de mis pocos días alegres en el opaco 2010. Y acabé preguntándome si aquel anciano de la cuarta o quinta edad que pasó por mi casa, hace ya tantos años, en lugar de vender algo, solo estaba dando, tal como hizo Rodrigo de Triana en 1492, el grito de tierra a la vista ante un olor parecido al que, unido a la morriña, casi me deja fuera de combate en el Valle de Anáhuac.

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