Perla sin nácar

Foto: Miguel Veny.

Foto: Miguel Veny.

Elda Rafaela Villamonte Sablón lleva casi 50 años viviendo en el mismo lugar: un edificio en ruinas frente al Parque de la Fraternidad. Allí, a las cinco de la tarde, se aglomeran las personas para montarse en un P7 que termina en el Cotorro, mientras que otros caminan por la amplia acera de la calle Amistad y no reparan en la existencia del inmueble.

Su vida transcurre en el tercer piso. En un apartamento que comienza a perder el techo y a dejarle sobre su cabello gris un cielo de cabillas desnudas y oxidadas. Tiene 80 años, es hipertensa, diabética y la mano le tiembla cuando intenta sostener el control remoto de su televisor. En la pierna izquierda, hinchada y roja, se le ve una herida que se tragaría una moneda. Por pies, tiene un par de globos carnosos, a punto de estallar.

Como sus vecinos, dice que la edificación data de 1923. Eso es lo que puede deducir por la inscripción en uno de los cristales sobrevivientes de la fachada. Lo dice en la parte superior de la puerta derecha, detrás de las cuatro columnas agrietadas y justo al lado del número: 458.

“Yo pescaba, en modalidad submarina, allá en Camagüey. Mi papá era pescador de barco y bajaba a las profundidades, y como yo siempre andaba con él, me fue enseñando y enseñando… Y conocí a mi esposo, que tenía la academia Armestos, de Nuevitas, con gente de dinero. Muchachos, hombrecitos, becados, que los fines de semana le daban pase.

“Él era mecanógrafo, taquígrafo. Hablaba inglés y español. Se llamaba Indostán Armestos Ponce. Vinimos de tránsito, porque íbamos a viajar a Venezuela, que en aquel entonces no se mencionaba tanto. Ya su negocio lo habían intervenido, y un amigo de él le dijo: Vete para Caracas.

“No pudimos viajar, aunque teníamos las visas, porque cuando fuimos a comprar los pasajes se habían vendido todos. Y nos quedamos aquí por varias razones. La hija del dueño fue una. Era muy querida, muy decente, muy tratable, y sobre todo muy humana.”

-¿Usted recuerda el nombre de ella?

“Rosa, pero no recuerdo el apellido. Espérate… Él se llamaba Miguel Martín, así que ella era Rosa Martín. A ella le había dejado el hotel. A los pocos meses, intervinieron todos los hoteles, y cayó este. Y yo estaba aquí ya… parando de tránsito. Después, me quedé, mi esposo falleció… Tuvo un accidente y le quedó una pierna más corta porque le sacaron la intramedular. Era una fractura de fémur, a tercio medio. Y al cabalgarse el hueso, sufrió el acortamiento, de tres pulgadas. Se mandaba a hacer los zapatos, y por dentro se ponía los soportes y un poquitico por fuera. Pero nosotros antes bailábamos mucho, y ganábamos bastantes premios. Y ya él se veía imposibilitado, y le dio por eso y se mató. Cogió todas las pastillas mías de los nervios y se las tomó, y veneno de cucarachas también. Y cuando yo llegué, que no lo vi allá abajo sentado, ni en ningún lado, y esto oscuro… Yo me encaramé en una escalera, que no sé cómo no me maté porque me tiré cuando lo vi en el piso. Murió con 41 años, y yo tenía 31. Quedé viuda. Luchando con mi hijo, que tenía siete, para que tú sepas. Además de limpiar pisos, hacía croquetas, ripiao de merluza –que no se me olvida, me dio mucho dinero–, empanadas, le lavé a una rusa que vivía aquí abajo… La vida mía fue trabajar.”

Foto: Alberto Toppin
Elda. Foto: Alberto C. Toppin

Para 1835, La Habana es una ciudad obesa, con un inútil cinturón de murallas que la asfixia. Atrás quedan los corsarios y piratas. Crecen la economía, el comercio y los visitantes. Las antiguas casas de huéspedes no dan abasto. No hay hoteles. Por eso se construyó el Perla de Cuba, el primero de todos, ubicado en la zona de Extramuros, cerca del Paseo de Isabel II, la céntrica arteria que en algunos años se vería rodeada de cafés, teatros y más hoteles.

Un edificio de apenas 5 pisos y una planta baja, con 40 habitaciones para 80 pasajeros, a menos de un kilómetro de las puertas de O´Reilly y Obispo.

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“El lobby tenía, donde están ahora los contadores eléctricos, la cancha con los teléfonos generales y todas las taquillas con las llaves de los cuartos. Hacia el fondo había uno, dos, tres, cuatro balances lindísimos, y desde que se entraba de la puerta para acá todo eran balances. Yo los sacaba para el portal, y me sentaba ahí, en las tardes, a mirar para el parque, a mirar la gente.

“En cada piso del hotel había una mesa al salir del elevador, y un espejo grande en la pared, un sofacito chiquito, dos butacas y dos balancitos. Eso era en todos los pisos. Y cuando vino la intervención, hicieron el inventario y recogieron todo eso. En los cuartos había un juego de dormitorio, de esos antiguos, que yo tengo los papeles todavía a estas alturas, porque yo pagué por el mío como sesentipico de pesos. Nos lo tasaron a ese precio. Y un escaparate de luna, pero bueno, ya eso era más antiguo. A mí las cosas antiguas me gustan.”

Desde hace mucho que, para dejar la planta baja y subir en el Perla, hay que tomar las escaleras, justo al lado del ascensor. Un tramo recto –con barandilla sin color– y luego comienzan a girar a la derecha, siempre a la derecha. Están sucias, oscuras. No hay brillo en sus escalones de mármol. Las paredes estás despintadas por encima de los azulejos policromáticos, incrustados en la parte inferior hasta un metro de altura, quizá más. Hay rojo, verde, azul, amarillo en dibujos abstractos, figurativos.

Foto: Alberto Toppin
Foto: Alberto C. Toppin.

“Este edificio era precioso. Yo fui encargada, yo administraba esto aquí, también por eso me quedé. Había empezado allá por el 69. Ya lo había intervenido un tal Pérez Gil, que estuvo muy poco, y después había pasado a Reforma Urbana. Del Sevilla vino mucha gente. Aquí vivió Enrique Arredondo hijo, en el segundo piso. También pasó por aquí un muchacho que era sobrino del alcalde de Cienfuegos, vivió muchos años allá arriba. Recuerdo que había una persona que, cuando vio que yo era religiosa, me dijo: Yo te acepto tu libro si tú me aceptas una estampa del Sagrado Corazón de Jesús… Se fue la luz. Déjame quitar el refrigerador.”

Elda se levanta del sofá y camina lentamente. No cojea. Luce un vestido floreado que le adelgaza. Su voz es limpia, consistente, fluida. A veces hace pausas para recordar nombres, y los devuelve completos, íntegros.

“Entonces, cuando le intervinieron, Rosa, la dueña, se fue, y me abolieron el pago. La Reforma Urbana dio el usufructo a las familias que estaban desde antes y las nuevas. María Teresa Herrera, que vino del Sevilla, Juana María García –que falleció, se fue para los Estados Unidos porque tenía sus hijos allí–, una tal Dulce Carvajal, que vivó en el cuarto piso, en el 402… Vaya, te puedo hacer el recuento de abajo para arriba de todas las personas que vivieron aquí, y de la etapa de los jóvenes estos, que ya son casados y tienen hijos. Mi hijo se casó, y tiene hijos y va a tener nietos.”

– O sea que usted va a ser bisabuela ya.

– Ya. Aquí donde tú me ves a mí me dio un infarto, y me bajaron cinco así, cargada. Cinco hombres. Figúrate tú el cuerpo mío por allí para abajo. Y llegué a tiempo al policlínico, el Guiteras, muy bueno. Fue hace poco. Pero yo soy muy fuerte. Mi mamá y mi papá eran cardiópatas, y los dos murieron sabiendo que se estaban muriendo. Mi mamá el 24 de octubre, que es mi cumpleaños. Tremenda fiesta que yo había hecho, y la muy puñetera se enamora de morirse ese día. A las tres de la tarde. Y mi papá, con 15 hijos, de ellos 6 hermanos que quedaron huérfanos. Él crió a todas esas personas. Decir Villamontes en Nuevitas es muy conocido: “Ah, mira, coge por aquí para arriba, y a las seis cuadras, te vas a encontrar a toda esa familia”.

Foto: Alberto Toppin
Foto: Alberto Toppin

Una guía turística neoyorkina describe a La Habana, en 1868, como “uno de los centros más ajetreados y prósperos de la civilización latina en América”, y por supuesto, ofrece estampas de la ciudad. Desde los paseos hasta las oficinas administrativas… y los hoteles.

Del Telégrafo anuncia sus 7 salones, 150 habitaciones y 32 baños. Lo ubica cerca de los cafés Marte y Bellona, del Prado y Flor del Valle, en las inmediaciones del Ferrocarril de La Habana, el Ferrocarril de la Ciudad, la Calle de la Reina, el Paseo de Tacón y la Residencia Aldama. Su propietario, Juan Miguel Castañeda, tendría bajo su control al “más fino hotel en La Habana”.

El Inglaterra –perteneciente a Don Luis I. Guano– sería “el encuentro con la juventud elegante  y los hombres de negocios”, a quienes ofrecería una “hermosa vista de la entrada del puerto y el magnífico Paseo del Prado, desde Campo Marte hasta el Castillo de la Punta”. Por frente pasaría el Ferrocarril de la Ciudad.

Y así el Santa Isabel y el Europa. No hay Perla de Cuba, aunque está mucho más cerca de la estación central de trenes que los hoteles mencionados. Tiene 33 años y no figura entre los más lujosos.

***

Sentándose en el Parque de la Fraternidad, los laureles sepultan de la vista los dos últimos pisos del Perla. Todos los balcones han sido removidos y clausurados con un muro que llega hasta la cintura, y solo quedan indicios de su existencia en el primer piso: los soportes.  En el último piso se descubre una habitación donde el sol incide directamente en las paredes internas, y entre la primera y la tercera columna del portal crecen tablas de madera para apuntalar el techo. Puerta adentro, el zaguán parece un agujero negro.

A la altura del segundo piso, casi disimulados, sobresalen de la pared los restos de la otra parte del edificio. Porque no solo era un estructura que buscaba altura. Llegaba hasta la mismísima esquina de Amistad y Dragones.

“Eran tío y sobrino. Los dueños. Yo no los conocí, pero parece que se disgustaron. No entendí bien eso. Era del lado de allá y aquí, y se dividieron, y es cierto porque las ventanas están clausuradas para el edificio de al lado, que le cortaron todas las vigas y mudaron a la gente. En este piso, en la pared, se ve unas cosas como que pasaba para allá.

Pero es que la gente, para que le dieran casa, metían los alambres de los bastidores en las tuberías. Y yo me ponía a mirar, diciendo: Caballero, ¡qué crimen! Allí había hasta maderas buenas. Las salvaron. Eran torneadas, preciosas, así como la madera de estas sillas, que eso no le entra bicho ni le entra nada. Para que tú veas lo que es la vida.”

Foto: Alberto Toppin
Foto: Alberto C. Toppin.

En los primeros años de la República continuaba La Habana como centro turístico de relevancia. Pero su necesidad de remodelación hizo que se echara abajo el teatro Tacón y se construyera el Centro Gallego, se erigiera la estatua a Martí en el Parque Central y se actualizaran varios de los servicios hoteleros. Revistas como El Fígaro y Hogar contenían en sus páginas parte de la publicidad a estos sitios de ocio.

En algún momento el Perla también se actualizaría e introduciría en sus habitaciones la electricidad. Se colocaría el ascensor, los servicios de agua caliente y fría y el cartel colgante de la fachada, suspendido de una viga horizontal y sujetado por dos gruesas cadenas en la parte inferior. De su publicidad solo quedan postales dibujadas, de los años treinta, con 4 pisos. Nadie sabe cuándo surgió el quinto.

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“El edificio quedó como un lugar de tránsito de la gente de campo, que venía y paraba aquí. Toda en el Perla de Cuba.”

-¿Después de la intervención?

“Y antes también. Igual que el hotel New York, estaba funcionando hasta que se deshizo todo eso. Y entonces se llenó y se llenó y se llenó, porque le dieron casa a todo el mundo, y ahora vino el problema de que iban a empezar a sacar a la gente… No empezaron por el quinto, empezaron por los viejos, de abajo para arriba. Le dieron a cantidad de personas que no tenían ni papeles ni nada, pero bueno… Yo me alegro porque se lo merecían. Fueron los primeros que salieron. Y quedamos los que estamos aquí.”

En enero de este año, hubo un derrumbe parcial en el Perla. Desde entonces, hay una habitación menos en el último piso. Por aquel momento vivía allí el hijo menor de Francisca Casanova Loreto, aunque nadie la conoce por ese nombre. Es, simplemente, Kiki.

“A Kiki la conozco desde que se casó con José, el capitán, que en aquel entonces creo que era sargento. Nacieron todos los hijos aquí, y a todos los cargué. Y el negrito de ella, el más chiquito, que no cabe aquí tampoco, siempre andaba con mi hijo, para dondequiera, en bicicleta.

“A veces sube. Como antier, porque se cayó un pedazo grande de allá atrás. El cuarto de él se le cayó completo, está hundido en el quinto piso. Ese día él no perece en esa lucha porque era un sábado, él andaba traqueteando por la calle. Si no, a él sí lo coge ahí eso – y la voz se le apaga como la llama de una vela a punto de fallecer, pero enseguida recobra fuerzas.

Nada, que no estaba para él. Y yo le dije: Negri –porque yo le digo Negri–, te salvaste de una. Y él: Yo siempre me escapo. Es muy gracioso, y más cuando se da dos tragos, parece un muñequito dando brincos. Y el día del derrumbe, Kiki había ido para el médico, su esposo estaba en su trabajo –porque él es retirado, pero activo–, no estaba Puti, que se llama Marisol… Es una familia muy integrada. Con ellos uno aprende muchas cosas.”

Kiki, la vecina. Foto: Alberto Toppin
Kiki, la vecina. Foto: Alberto C. Toppin.

En la pared de fondo de la sala, a la altura del cuarto peldaño de la escalera que lleva a lo que alguna vez fuera su cuarto, hay una puerta abierta. Se ve el cielo gris azulado de La Habana, y si se sale al exterior, se ve uno de los costados del Perla. Los ladrillos de arcilla del edificio son naranjas, y contrastan con el verde de los árboles del Parque de la Fraternidad que tiene por fondo. En derredor, más y más construcciones antiguas bajo el sol moribundo del crepúsculo.

“Aquí en Pan y Dulce, eso era la Sociedad Libanesa, que era de un libanés llamado Marlen. Fue él quien me dejó abrir allí –señala la puerta–, porque esto era cerrado completo. Y entonces, ahí en la azotea, lo que yo hago es tender la ropa, más nada. Y me dijo: ¡No hacer cocina! Es que yo tengo mi cocina hecha. Uno de Arquitectura vino, vio, y me dejaron sacar el baño de allí adelante –se refiere a la primera pieza de la casa a la izquierda de la sala– y ponerlo allá atrás. Permiso con sello y todo, lo tengo guardado. Yo guardo todo.”

Elda, ¿y qué ocurre aquí cuando llueve?

“Esto es un colador. Y déjame decirte que si llueve ahora, yo casi no puedo bajar, pero me guindaré de los hierros del ascensor y me iré para allá abajo. Porque esta familia que vive aquí al lado –que es un matrimonio de años–, tiene dos hijos varones, hombres, y una niña, y está la mamá del esposo, que fue maestra y es una viejita ya, está hecha leña la pobre. Yo le digo a la mujer del matrimonio: El día que pase algo aquí, el rincón y la pared mía se va. Porque ellos están en un peligro. El techo no tiene placa. Incluso ya se le fastidió el refrigerador, le cayó una piedra. Y antier cayó ese pedazo, o sea, del cuarto piso, entre dos apartamentos…”

-Elda, ¿tú no tienes un pedacito de vela? Chiquitico aunque sea- pregunta e interrumpe una vecina. -Bueno, coge, pícala. -Es para que la niña se bañe, tú sabes que le tiene miedo a la oscuridad. Es nada más para eso, es un momentico nada más. -Bueno, entonces no la piques, cógela. Dale, ya.

“Esa es la señora de la que te hablo, que vive con el marido y cuatro personas más. Vive en un cuartico que es la mitad de esto. Cuando llueve, su suegra no puede dormir porque toda el agua de arriba le cae, igual que a mí. Lo que yo tengo es esto –señala el falsotecho, cuya altura no permite que algunos se pongan en puntilla de pies, y a otros ni les deja pasar sin bajar la cabeza– pero no aguanta.”

Foto: Alberto Toppin
El antiguo hotel Perla de Cuba frente al Parque de la Fraternidad. Foto: Alberto C. Toppin.

Llega su nieto. Un joven de más de veinticinco años, alto, fuerte. Se inclina para darle un beso en la mejilla.

-Mira -Elda le indica la herida.

Sí, está feo eso.

-No sé, Carlos, me tiene muy…

Y dimedice tras una breve pausa-, ¿cómo está todo, abuela?- y abre el refrigerador Haier.

-Bueno, mi amor, tu papá…

-¡Ño, sin corriente esto aquí! ¿Qué pasó?

-Se fue la luz. No, pero es un momentico, ahorita la ponen.

-Eso esperamos.

-Eso esperamos.

-¿Qué es lo que más le gusta de vivir aquí?

-La tranquilidad. Porque siempre me dicen: hubo en tal lugar esto, hubo en tal lugar lo otro, hubo una fajatera… En mi edificio, en este pedacito, no sé si es porque respetan… Aquí había un Delegado de zona muy bueno, que se retiró y está un poco mal, que se llama Luis Hernández. Tremendo, se ocupaba de todo lo que yo le decía, pero después no se hizo más nada. Este piso está pintado por mí, porque vino a verme un muchachito que vivía en el primer piso y yo lo había acogido. La mamá tomaba mucho. Él, en agradecimiento, me dejó 20 dólares. Yo le dije: Pues bueno, voy a pintar el piso, que está feísimo. Él protestó: ¡Pero, vieja…!  Y yo: No. Voy a pintar el piso.

Ya lo he pintado tres veces. Mi hijo con un hombre que le dicen Corbata. Y ya dije que no lo pinto más porque, en definitiva, ¿y si me voy? Pero, ¿y si nos quedamos?

-Mira, niño, ya vino la luz.

 

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