Terminal 3

Foto: Ramón Espinosa / AP

Foto: Ramón Espinosa / AP.

En la pantalla que ofrece la información de los vuelos transcurre un juego nefasto. Supuestamente el de American Airlines donde viene la “chica” a la que espero arribó, está retrasado, vuelve a aterrizar en tiempo, se rezaga de nuevo. La pantalla de información es lo que, de hecho, menos informa, y en su lugar crea un estado de nervios y ansiedad que un viejo intenta controlar caminando en círculos. Al inicio, algo más enérgico, luego arrastra los pies. La señora de blusa con estampado cachemira que parece ser su esposa, hace un esfuerzo verbal por sedarlo, lo cual no ha logrado, primero, con ella misma. En cambio, ella se ha cansado de permanecer de pie como estaca y concluye aprovechar el hueco que han abierto en la escalera para sentarse y dejar que, al menos, las pobres piernas no se echen todo el trabajo de estibador encima. La escalera del salón Oeste, por donde debe eyectarse la gringa de un momento a otro junto con un bulto de pasajeros agriados por confrontar la aduana, imita al hórror vacui. Los turistas mochileros con piernas de mosquito, se molestan por esto: los familiares agotados que no pueden aguantar porque literalmente ya les duele mantenerse parados, han ido a sembrarse en los escalones cerrando cualquier tránsito por ellos, y muy poco les afecta el disgusto ajeno.

Por las señas de Facebook que poseo, la gringa tiene la cara ovalada, las cejas ligeramente gruesas y simétricas, la frente amplia, los dientes muy blancos como pastillas de menta. Me preocupa que esta descripción encaje en la de una generalización facial de la mujer estadounidense. Me queda el consuelo de que no sea una china de un vuelo procedente de Pekín. Owen Wilson, en la comedia Starsky and Hutch, le dice a un chino que todos ellos se asemejan y el chino le contesta que a él le pasa igual con los blancos. Es una idea racista que tal vez no se aleje demasiado de la realidad en los países donde los grupos étnicos estén más definidos que en este. Pero es ciertamente el detalle de la frente el único que puede confundirme, la típica extensión que configuró a Margarita Cansino para transformarse en Rita Hayworth.

El salón de la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí está repleto. Algunas familias se han arrepentido de traer a los niños que cuando se les alargan la extenuación y el bostezo se vuelven verdaderos diablitos que irritan a los padres y no se halla forma humana de lidiar con la situación. El fluido eléctrico ha caído tres veces. En las cafeterías no hay una silla desocupada. De la parte de adentro todo viene siendo lo que llamaríamos un completo desastre. Se han juntado cuatro vuelos. Entre ellos, el de American Airlines número 2XX. Desde Panamá hasta París. La cinta transportadora del equipaje se ha roto. En el pandemónium del salón, la calamidad, más bien, habita en la ortografía: Hay gente esperando a los turistas con sus nombres escritos en grandes pedazos de cartulina y uno dice Yoni Mails. Por fortuna, el aludido lo advierte y justifica su demora en dar con el guía o taxista o anfitrión, explicando que el nombre con el que lo registraron sus progenitores fue el de Johnny Miles.

Fácil reconocer a los cubanos provenientes de Panamá. Pantalones con arabescos en el trasero, costuras doradas y un carrito hasta el tope de bultos enrollados en nailon. Les mandan comprobar el peso y generalmente se les ve a través de las aberturas de la puerta automática haciendo movimientos más o menos gimnásticos, que en una hilera en la cual se superponen las figuras, hacen que luzca como un Hombre de Vitruvio animado y deforme.

Una española agitada se enerva porque le comunican que su vuelo no parte de la Terminal 3 sino que despega por la 2. La española parece al borde del llanto.

El tiempo corre, impasible, arrollador.

De París viene una mujerona criolla de ébano vivo con chaqueta gruesa; abraza a dos mulatas altas, cierra los ojos y se alegra de regresar aquí. Una niña arma una bulla enorme al distinguir a su papá. El hombre se agacha al aproximarse, ella salta y se le pega al pecho como una estampa. Padre e hija liberan lágrimas y la niña: Papá, qué me trajiste. Él le entrega un inmenso peluche de un verde claro.

Una abuela procedente de Miami dice que se cayó y se lastimó un brazo en el camino, pero lo que la pone furiosa de verdad son los aduaneros que buscan las formas de sacarle dinero o robarles a los viajeros. A la abuela le perforaron una bolsa de café en la inspección. A otra que echa espumarajos por la boca, le quitaron un electrodoméstico. A un hombre lo retuvieron por tiempo prolongado debido a que en el registro hallaron una antena digital y no sabían de qué demonios se trataba aquello.

Tic tac tic tac tic tac.

Van cuatro horas y la gringa no llega. Nunca he tenido por virtud la paciencia. Un pensamiento empieza a colocarme en vilo. A mitad de la confusión, la gringa pudo haberse escurrido hacia la salida. Tantos vuelos juntos entre tanta gente, así a cualquiera se le escapa una estadounidense. En el buró de información no te averiguan sobre una pasajera en particular. La pantalla dice que el avión de AA ha aterrizado. Siento que el sudor me corre y que algo se acelera. El pulso y más, no sé con exactitud qué se disparó con una llamada desde el hotel Habana Libre. Cero de saldo en el móvil y quedo sin responder. El puestecito de Etecsa cierra por la tarde, las urgencias nocturnas pueden posponerse, pero a la entrada de la terminal hay un par de teléfonos públicos con los que hay que rezar porque se tragan las monedas cada vez que les apetece. La recepcionista del Habana Libre admite no tener ni la mínima noción de quién usó su número.

Incomprensiblemente permanecer en la estupidez sirve de consuelo. La estupidez es un oasis. Los ánimos no me dan para salirme del aeropuerto. Estoy trabado asumiendo al fin que la estadounidense en esos instantes se acomoda con su valija en la habitación y descansa del incordio de la Terminal 3. Habrá intentado comunicarse por el chat conmigo porque piensa que, como en su país, la WiFi libre está a la disposición de cualquiera. Entenderá, además, que con semejante dilación me he agotado y me retiraré confiando en que ella es una adulta y sabrá apañárselas sola. Me crece, de golpe, el sentimiento antimperialista de escolar. Me repito que Faulkner no merece gustarle a nadie. Steinbeck, tampoco. Cabe la posibilidad de que la gringa los haya estudiado en clases. Quizá, al contrario de mí, el tiempo le ha sobrado hasta sentir que Las uvas de la ira es una obra americana indispensable, o que vivir un día en un aeropuerto cubano es lo bastante genial como para incluirlo en una lista de cosas que hacer antes de morir

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