Se mira, se hace selfie, y no se toca

Gran Hotel Manzana Kempinski, en La Habana. Foto: Ismario Rodríguez / Archivo OnCuba.

Gran Hotel Manzana Kempinski, en La Habana. Foto: Ismario Rodríguez / Archivo OnCuba.

A la venta hay un trabajo de esmeraldas que supera los 24 mil pesos CUC. El ojo cubano, bisoño para enfrentar esto, juguetea con la coma decimal, se inventa variantes. Solo se pone a salvo en el centro de enchufe de los pasillos, más o menos por donde debió haber estado la cabeza en metal de Julio Antonio Mella y ahora se forma como un gran globo blanco y comatoso que trae cierta paz.

Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.
Gran Hotel Manzana Kempinski. De este lugar fue removida una estatua del líder estudiantil Julio Antonio Mella, lo cual ha provocado cierta polémica. Foto: Ismario Rodríguez.

El 2 de junio, cuando se inaugure el Gran Hotel Manzana Kempinski, por el campo en cuestión, habrá turistas extranjeros de primera clase enfocando, con pose de palco, el revoleo local en torno a las boutiques de los bajos del Gran Hotel Manzana Kempinski. Este trastorno que emerge cargado de afectación.

El cálculo es brutal: El costo de mi propio apartamento en el mercado informal es menor que varias de las piezas de la joyería, incluso que el de algunas de las cámaras fotográficas Canon ofertadas por más de 17 mil CUC (La primera tienda con artículos de ese tipo en el país abrió con la Manzana).

Las cuentas turban a las parejas, las familias y las congregaciones atónitas que quizá no entiendan por qué la administración no se reservó la apertura de los establecimientos para que coincidiera con la del hotel, en lugar de inaugurar y restregarle en la cara a la inmensa mayoría pedestre de los visitantes, que este sitio no estaba hecho para ellos en versión cliente.

Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.
Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.

A comienzos de siglo, yo era un estudiante de Economía en el edificio de la Manzana de Gómez que fuera de la acaudalada familia Gómez-Mena antes de la Revolución. Después de odiarme por escoger Economía, odié a la Economía. Después pasé un tiempo sin saber qué hacer. Después veía cómo un grupo de trabajadores lanzaba las mesas y los pupitres desde los balconcitos abalaustrados de la Manzana.

La caída de las mesas y los pupitres tiene un toque antropomorfo. Se asemejan a una persona que se debate en el aire porque fue arrojada contra su deseo. Las patas como extremidades. El sonido que provocan es bronco y, a su vez, melancólico, como el de los que se lanzan al vacío.

La Manzana de Gómez daba cobijo a escuelas secundarias, técnicos medios y de cursos de idiomas. En sus adentros se entretejían unos cuantos anhelos y malas conductas y faltas de ética del cuerpo docente, con el hedor de las excreciones y la descomposición del edificio. Todo se derribaba hasta el término. El Ministerio de Educación, insuficiente con sus gestiones, no haría más que dejar marchar el tiempo para que apareciera, redentor, el proyecto de un hotel con habitaciones de más de 600 CUC por noche.

Como anticipo, los bajos funcionan hoy solo con sus boutiques. Gucci, Giorgio, Mango y Lacoste intentan comerciar a pequeña escala. La gente disfruta con la oportunidad de, aunque sea, sacarse selfies con las cámaras frontales de los teléfonos, que por lo común son de menor resolución y atropellan la diafanidad de las sonrisas; no por tal carencia deslucen lo que se aproxima a un instante abarrotado de felicidad. Una familia se ríe de la calidad de los productos Lacoste, al decir que el caimán (sic), por su figura poco meticulosa y esforzada, parecía sufrir de leptospirosis.

Súmese lo anterior a lo divertido de quedarse prendido de la triple hoja sonriente de la Gillette Mach 3 por 19 CUC y la botellita de After Shave por 7 CUC, que no tiene comparación con el regocijo de admirar los cientos que cuelgan de los relojes suizos Perrelet 1777.

A duras penas hay diferencia entre fotografiarse delante de esto o delante de un Joaquín Sorolla en el Museo de Bellas Artes, pero huelga el comentario de que cada año que pasa hay menos interesados en los cuadros de pintura que en la banalización de los cuadros de pintura. La gente se inclina más por comprar un juego de tazas de Amelia Peláez que por enterarse de quién carajos es Amelia Peláez. La gente se inclina más por bailar “El palón divino” del reguetonero Chocolate que por repantigarse con una sesión de Jazz. La gente se ha olvidado del aspecto del Parque Central antes de cercarse casi por completo de hoteles; de que en La esquina caliente se discutía acaloradamente de béisbol; de que alguna vez un marine estadounidense borracho orinó el monumento a José Martí, cuya mano extendida es lo único que no apunta todavía hacia ningún edificio de hospedaje.

Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.
Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.

El Museo de Bellas Artes ha tenido que tragarse su clasicismo y las ondas de mugre que expectoró la Manzana de Gómez con su acondicionamiento. Ya hacía tiempo que el museo se había cambiado a la fuerza a un meadero y depósito de mierdas y a un recurso para los pernoctadores callejeros. La suciedad de la construcción no hizo más que tenderle la cortina churrienta definitiva que remataba una imagen, de por sí, venida a menos.

El comportamiento de los grupos que se transfunden por las boutiques de la Manzana tal vez se iguale mucho al de los visitantes del museo: Plantarse frente a una obra, quedar seducido a niveles íntimos y nunca manipular, así como se les enseña a los bebés “se mira y no se toca”. Una señora sopesa un champú cuando la trabajadora de la tienda le trunca el contacto físico. Y si quisiera uno, pregunta la señora. Usted dice cuál, y nosotros, los que trabajamos aquí, la complacemos, le explica la dependiente con afectada amabilidad.

Por fuera de las vitrinas, en los pasillos, unas mujeres hacen la limpieza con abrillantador de un extremo a otro, repiten y repiten la operación. Los flecos sintéticos patinan desembarazadamente por el suelo terso. Una de las mujeres le pide a la otra que arranque a recoger un caramelo que cayó al piso. La mujer se enguanta las manos en el cuarto de utensilios y sale apresurada. Es rubia y regordida. Sigo su paso y le pregunto si puedo hacerle una pregunta. Sí, pero rápido, dice. Cuántas horas se ocupan de pulir los pasillos, digo. El día entero, dice.

El día entero puede ser que lo pasen a solaz los turistas en los rincones enmaderados y fumíferos del Cohíba Atmosphere. A solaz, consumiendo los humos enajenantes de tabaco cubano. A solaz, con amigos que aman los fumaderos y la hoja sublime y el esnobismo que entrañan las caladas a un buen puro. A solaz, a solas.

Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.
Gran Hotel Manzana Kempinski. Foto: Ismario Rodríguez.

Cuando abandonan el Cohíba Atmosphere, los turistas acostumbran ignorar a un negro alto que les pregunta si andan buscando cuban cigar del bueno. A salvo del asedio, enteramente, nunca están. Ni enteramente de la bulla o el ruido cultural: Uno de los guardias de seguridad, de traje gris, que cuida de las entradas a la Manzana por los pasillos, ha tenido que pedirle a un adolescente que bajara el volumen de la música reduplicada con desconsideración por su bocina portátil.

La marca Valerio produce pulóveres con el sello de la Universidad de La Habana. Dicen UH 1728 y muestran al Alma Mater en colores contrastantes. También con el mensaje “I really need a day betwen Saturday and Sunday Cuba”, lo que no se sabe si más que darle una carga de alegría caribeña al tema de la nacionalidad, no nos deje mal parados, haciéndonos ver, al final, como un montón de vagos juerguistas en el edén de los vagos juerguistas.

Es la tienda de souvenirs y artesanías cubanas a la que los chinos van en ropa deportiva a comprar un pulóver del Che por 25 CUC. Y a averiguar sobre las toallas con la bandera cubana a lo largo de la felpa por 48 CUC. Y las piezas de joyería y orfebrería local no llegan a los mil de costo y están expuestas en un nivel inferior, el piso de abajo. Y la jefa del negocio echa educadamente a los cubanos que yacen recostados a las vidrieras del acceso principal y luego engalana a los maniquíes con ropa veraniega, en tanto se vuelve de miel buscando charla con los extranjeros.

Los obreros indios que Reuters declaró que cobraban un salario de 1500 dólares estadounidenses preparan los locales que aún no abren al público. Más boutiques.

En la otra joyería, la de esmeraldas y rubíes y etcétera, la del juego de 24000 CUC, un hombre se hace el tonto o el arlequín y le pregunta a una dependiente si los precios de las alhajas son en pesos cubanos. La dependiente le responde con una segunda pregunta, retórica. Desde el punto de vista de parir conocimiento, la contesta entre signos de interrogación puede llegar a presentar un carácter socrático: “Dime: ¿Tú crees que este lugar parece de los que venden en pesos cubanos?”

Salir de la versión móvil