El derrumbe siempre es de noche

Interior de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Interior de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

María sacó todas sus cosas y las colocó a la entrada del edificio, a la vista de todos. Puso un sillón y el refrigerador. También una mesa, la cama y una cuna. Pasó un día; pasó una noche. No es la primera vez, y quizás tampoco sea la última. Este no es más que unrecurso para llamar la atención, para pedir un techo seguro. Los aguaceros de mayo aceleran el deterioro de la vieja ciudad, y de su casa, el conjunto de ruinas que es Zulueta 505.

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Allí habitan unos cuantos gatos que merodean los pasillos apuntalados, sus pulgas, las ratas que no llegan a cazar, y se puede decir que viven también unas 20 personas.

Entre ellos Luis, quien mil veces ha sentido crujir los escalones mientras sube las escaleras en penumbras; y Oscar, su hijo, nacido hace 26 años, que a diario barre escombros en el portal de su casa.

Cuando oscurece, prostitutas y otras criaturas sexuales de la noche, saltan el zinc que rodea el edificio y se meten en la esquina derrumbada, en el hueco donde crecen árboles y la gente acumula basura.

Vista de Zulueta 505, por la calle del mismo nombre. Foto: Otmaro Rodríguez.

Interior de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Luis y Oscar

Por fuera, en lo alto, las ventanas están tapiadas. En uno de los balcones, como si fuera un altar, hay un retrato de Camilo Cienfuegos iluminado por una luz trasera. Lo custodia la bandera cubana y un techito endeble lo protege de la lluvia, mientras en un cartel se lee: “Nuestra fortaleza es la unidad”.

–Aquí vivo yo cien años más. Es un vacilón –dice Luis.

Su paso es lento y bajo sus pies se bambolean las muescas de mármol sucio. Durante 20 años ha repetido el mismo itinerario: desde la planta baja hasta llegar a su casa, por debajo de vigas medio podridas que sostienen las escaleras.

En el segundo piso, camina frente a las puertas selladas, cerca de tuberías y contadores de gas. El patio interior está vacío, a oscuras, y en los pasillos laterales los gatos se solazan a la sombra.

–Se fue un chamaco de 9 años, por ahí pa’bajo. Y no le pasó nada– evoca Oscar.

Bajo las vigas, Luis toca varias veces una gran puerta de madera.

–Este duerme como un general.

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Encima de Oscar, el metal del techo está al desnudo. En las paredes hay decenas de nombres escritos, o tachados. El pasillo es un laberinto de soportes de madera, lleno de la arenilla fina y los fragmentos de techo que se desprenden solos, o cada vez que Luis toca las vigas.

–Están tirando con Máuser –dice entre risas, mientras el polvillo o alguna muesca mayor cae a su lado. Pero es mediodía, y “el derrumbe siempre es de noche, ahora puedes estar tranquilo”.

Edificio Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Cuando se van a caer, las construcciones avisan. La estructura es el esqueleto y su revestimiento es la piel: son un cuerpo que envejece igual que sus habitantes. A veces comienza como una línea en la pared, una marca pequeña que comienza a expandirse sin control. En ocasiones es una grieta mayor o una mancha oscura de humedad.

Pasan años para que se unan líneas, grietas, humedades, y el edificio entre en un estado de atonía prolongada. La gente sigue allí pese a las señales. No tiene a donde ir. Hasta que pasa algo; como el fuego en la esquina de Zulueta y Dragones que socavó aquella solidez aparente.

Y un día cualquiera se viene abajo una mole de concreto, metal, mármol.

La esquina derrumbada de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

La esquina derrumbada de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Las marcas que Luis muestra son testimonio de una tragedia silenciosa en Cuba: el deficiente estado constructivo y la carencia de viviendas. El país tenía algo más de 3,824,000 viviendas, según datos del último Censo de Población de 2012 y otras evaluaciones realizadas hasta junio de 2017. De ese total, alrededor del 39 por ciento está en regular o mal estado técnico.

“El proceso de rehabilitación urbana no ha avanzado a la velocidad requerida, de manera que al menos en La Habana se han ido perdiendo edificaciones que no han podido ser recuperadas a tiempo”, explica la arquitecta Dania González en su texto Medio siglo de vivienda social en Cuba.

Cuando Luis llegó en 1992, en Zulueta 505 las familias ocupaban varios apartamentos.

–¿Y dónde están los demás?

–Hicieron un edificio que está buenísimo y dieron casas a mucha gente de aquí. Al que le tocaba fue para allá; los que quedamos aquí… es pa’ ver si un día se cae esto o…

La esquina derrumbada de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

La esquina derrumbada de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Cuando comenzó el Período Especial la construcción de viviendas se afectó drásticamente.

En 1987 en La Habana se completó la construcción  de 3,170 nuevas casas y en 1989 fueron 9,114. Pero el desplome fue aparatoso, y en 2002 solo se edificaron 723.

Muchos, como Oscar, quedaron atrapados en edificios deteriorados que, sin mantenimiento, se han convertido en bombas de tiempo.

–Nací aquí. Yo estoy acostumbrado a lo bueno, lo malo y lo regular. Fíjate que una vez nos quitaron el gas porque pensaron que no vivía nadie –dice mientras invita a cruzar el umbral de su puerta.

A diferencia de su padre, las lluvias no le quitan el sueño. Pero si siente que llega el derrumbe, dice que correrá hacia el balcón. “Si se cae el interior del edificio, el balcón es lo único que se queda siempre”.

Hogar de uno de los habitantes de Zulueta 505. Foto: Otmaro Rodríguez.

Vista desde Zulueta 505, por la calle Dragones .Foto: Otmaro Rodríguez.

El suyo es un mirador, si se quiere, privilegiado. A pocos metros está el Gran Hotel Manzana Kempinsky, el más lujoso de Cuba; el Floridita, la cuna del famoso daiquirí de Hemingway, Daiquirí; y la concurrida calle Obispo.

–Uno no se puede esmerar mucho en reparar. Te pones a hacer cosas y el día de mañana, ¡boom!, se fue pa’bajo todo esto. Y cuando vienes a ver, te fuiste tú. Aquí lo mejor es la vista que tengo.

Abajo la gente camina casi siempre por la acera del frente, porque el zinc rodea el edificio y se roba parte de la calle. Desde allí, frente a la policía de Dragones, unos turistas fotografían Zulueta 505.

A unos 500 metros, se ve la cúpula en reparaciones del Capitolio Nacional. También parte de la urbe que la Oficina del Historiador intenta salvar mediante un plan de conservación. Pero se calcula que aproximadamente dos terceras partes del fondo total de inmuebles de La Habana Vieja fue edificado en las primeras décadas del siglo XX. Y el tiempo, día tras día, juega en contra.

La frontera

El hueco es un boquete profundo que las paredes exteriores disimulan. La esquina, por esa parte, es una proa de barco, asegurada como si estuviera en reparaciones. Los ladrillos tapan las aberturas. Piezas de madera carcomida sujetan los arcos. Andamios de metal sostienen la estructura enclenque y las plantas, trepadoras oportunistas, los adornan.

La esquina es un lugar para tener sexo, masturbarse, esconderse de las miradas escrutadoras. El hueco es un repositorio de despojos, basurero de bolsas de plástico, latas de cerveza, madera, pedazos de hierro viejo, preservativos usados; hogar de pobres animales callejeros.

Los de arriba no se acercan para no caer. Los de abajo no entran para que nada les caiga. Es un avance de la suerte que espera al resto del edificio en una ciudad donde faltan 880,000 casas.

La esquina derrumbada de Zulueta 505 vista desde el exterior. Foto: Otmaro Rodríguez.

Zulueta 505 es la suma de ese hueco, del peligro naturalizado de Luis, Oscar y los otros.

En Cuba no se dispone de datos públicos sobre muertes por derrumbe. Pero en 2011 se calculaba que 116,000 personas debían ser trasladadas desde sus viviendas hasta sitios seguros, solo en la capital.

La población vulnerable es grande y está sometida a otros peligros además del de morir bajo un derrumbe. Unas condiciones de vivienda inadecuadas causan o estimulan patologías y lesiones respiratorias, cardiovasculares y del sistema nervioso, y cáncer, explica la OMS.

El suficiente espacio habitable, privacidad y comodidad, la sensación de seguridad personal y familiar que esta organización señala como necesidades sanitarias que debe satisfacer una vivienda, faltan en Zulueta. Pero hasta que los alberguen, les entreguen una casa o solo quede un balcón en pie, sigue siendo lo único que pueden llamar hogar.

La esquina derrumbada de Zulueta 505 vista desde el exterior. Foto: Otmaro Rodríguez.

Parte baja del edificio, hacia la calle Dragones. Foto: Otmaro Rodríguez.

Bajos del edificio de Zulueta. Foto: Otmaro Rodríguez.

El Chorro

Vista exterior del edificio de San Ignacio, en la Plaza de la Catedral. Foto: Otmaro Rodríguez.

Edificio de San Ignacio, Callejón del Chorro. Foto: Otmaro Rodríguez.

“Aprende a ser albañil”, le dijo Yoanka a su marido. Así, entre ellos, han acomodado la habitación más amplia que habitan en otra parte de San Ignacio 58, la que colinda con el ruidoso callejón. Allí viven ellos y sus dos hijas, ahora más desahogados.

En la mañana, la gente camina por la plaza de la Catedral, entran a la iglesia o se sientan a comer al pie de la ventana abierta. Por allí llega la música desde abajo y se siente el trasiego. Casi se puede oler la comida de la parte baja de la construcción, donde hay varios restaurantes.

–Esta parte de aquí no se va a caer, mira el grosor de esa pared. Arriba hay más pisos, pero están inhabitados –dice Yoanka.

Cuando no tenían autorización, ya muchos eran dueños de restaurantes privados en el Callejón del Chorro. Después de la apertura de los emprendimientos en Cuba crecieron más esas paladares que atraen a los turistas. Con estos negocios, dinero y esfuerzo ataron más a los habitantes al lugar. Ahora quizás a algunos ni el ofrecimiento de una casa nueva los saque de allí.

–La gente de aquí no es fácil. Cuando tú dices People’s del Chorro… aquí nadie se va para albergues –dice Yoanka–. Ni vale tampoco eso de “salgan, que les vamos a arreglar”. Porque con los cuentos que hemos oído de quienes han salido de otros edificios y después han metido a otra gente, nadie quiere salir.

A pesar de ganar algún dinero, los propietarios permanecen en la misma estructura desvencijada, que disimula su precariedad con una fachada pintada.

–Busca quién se ha comprado una casa afuera de aquí –reta Yoanka.

People’ s del Chorro han aprendido a mantener fuera a los ilegales que quieran quedarse a vivir. En este mundo cerrado todos se conocen. Entre las varias generaciones que coexisten hay nietos y tataranietos nacidos allí.

–Quedan como treinta y pico de familias y si se siguen demorando va a haber treinta y pico más.

Solo aquellos que habitaban las partes más peligrosas han recibido casas. Nadie queda ya en la última planta, pero algunos turistas extraviados suben a hacer fotografías. A veces, hasta los guías incluyen en sus recorridos interiores de esta Cuba exótica, donde conviven prósperos negocios con edificios al borde del derrumbe.

Miles aguardan por un hogar seguro, y la espera podría prolongarse. Cuba tiene un problema con la vivienda desde antes de la Revolución, alimentado por la falta de mantenimiento, el paso destructor de los huracanes —Irma, por ejemplo, dañó 158,554 viviendas–, problemas con los materiales y las fallas propias de su programa constructivo.

“El asunto de la vivienda es el problema social más urgente que enfrentamos, es un problema que traemos desde antes de la Revolución y que ha empeorado”, reconoció Fidel Castro a comienzos de 1971.

En 1953 solo el 13 por ciento de las casas existentes podían considerarse en buenas condiciones, según la investigación censal en ese año, dirigida y coordinada por la Oficina del Censo de Estados Unidos.

En 1959 se estimaba que la demanda, por reposición de viviendas ruinosas o malas, era de 700,000 viviendas.

En los años siguientes se probaron varios sistemas constructivos, como el Gran Panel, soviético; IMS, yugoslavo y Sandino. “A partir de los 70 la vivienda cubana se vio comprometida con los sistemas de prefabricación de alta tecnología, como vía para dar solución a la demanda masiva. En los 80 cobró fuerza la conservación de los centros urbanos tradicionales y la crisis de los 90 obligó a abandonar definitivamente la industrialización pesada y buscar soluciones alternativas”, explica Dania González Couret.

El déficit no ha cambiado en el nuevo siglo, aunque hasta 2011 la mayoría de las viviendas —unos 2,7 millones— habían sido construidas después de 1959.

Para romper con esa tendencia, Cuba debería terminar entre 60,000 y 70,000 hogares anualmente, se dijo en 2013. En 2014 y 2015 se concluyeron 25,037 y 23,003, respectivamente, cifras por debajo del total de 1995.

Deterioro en el edificio de San Ignacio, Callejón del Chorro. Foto: Otmaro Rodríguez.

Ave María y Padre Nuestro

Yoanka se levanta temprano, lava y después tiende su ropa, antes de que salga el sol. Cuando amanece en el Chorro, las cocinas de los restaurantes bullen. Se prenden los fogones y el olor que despiden se impregna en la ropa.

En los restaurantes trabajan algunos de los inquilinos, como ella, quien dejó su puesto en un banco para ser cocinera. Pero ganarse el dinero no es fácil, advierte. Todo es para criar a sus hijas y hacer arreglos cuando algo se caiga.

Antes fue manicure, hizo bisuterías y hasta montó una cafetería mientras las niñas fueron pequeñas. Pero el dinero es insuficiente para comprarse una casa, en un mercado inmobiliario que se disparó en La Habana después de la autorización del gobierno para la compra-venta de viviendas en 2011.

Contratar constructores por su cuenta para reparaciones mayores, también sería oneroso. La imagen de un edificio con negocios condiciona las reparaciones, en una zona donde el turismo estimula los precios. Por otro lado no tiene garantía de que vivirá siempre allí; y aun si ella reparara, siendo un espacio multifamiliar, nada asegura la estabilidad del resto de la edificación.

Sí, se vive con miedo, dice; pero el riesgo constante termina por ser cotidiano y el miedo se  transforma en una deseo de marcharse que es mejor controlar mientras no hay remedio.

–No se puede vivir con ese miedo constante. El hombre es un animal de costumbres y se adapta a todo, por eso tumbábamos las paredes antes de que se cayeran. Aquí no te puedes sentar a esperar.

Deterioro en el edificio de San Ignacio, Callejón del Chorro. Foto: Otmaro Rodríguez.

Por la ventana entreabierta sigue la invasión de los sonidos de la plaza. En el callejón un conjunto musical toca para los comensales una canción lenta, que agoniza:

Estas perdiendo el tiempo, pensando, pensando. Por lo que más tú quieras, hasta cuándo, hasta cuándo.

–Yo sí me fuera para donde sea, porque no quiero esas condiciones para mis hijas –afirma–. Ellas son niñas de esta comunidad, quizás les costaría trabajo adaptarse, pero cada una tendría su cuarto, su privacidad. Imagina cómo es vivir 25 años así; cómo es la dinámica de la familia y de la pareja.

Mamá yo quiero saber,
de dónde son los cantantes
que los encuentro galantes
y los quiero conocer
con su trova fascinante
que me la quiero aprender.

Su esposo sigue esperando que les den casa. Aún tiene el sueño ligero y se despierta de noche. Ella le dice, riendo, que sus nietas crecerán allí, como hicieron sus hijas.

Los días de lluvia llegan al Chorro como una amenaza. Cuando una masa plomiza cubre La Habana, los inquilinos saben que algo se desprenderá de su sitio, pero nadie conoce el destino. A Yoanka, esos días la han vuelto medio religiosa, creyente fervorosa por su familia.

Todo aquel que piense que la vida siempre es cruel,
tiene que saber que no es así
que en la vida hay momentos malos y todo pasa.

–A veces, ellas van a salir y yo rezo un Ave María o un Padre Nuestro porque tengo miedo –dice señalando a su hija– porque tienen que irse para la escuela. Pon tu mano, Señor, le digo.

No hay que llorar
que la vida es un carnaval
y las penas se van cantando.

–La gente hasta llega, quizás, a creer que existe algo –hace una pausa breve, piensa la palabra exacta–. Porque la gente busca un escape.

 

*Esta fuente pidió no ser identificada por su nombre real.

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