El Malecón está trillado  

Si al cemento se le hicieran trillos, el Malecón tuviera estampadas millones de líneas. Unas más gruesas y profundas, otras más leves, unas rectas, otras curvilíneas, otras zigzagueantes.

Foto: Jorge Ricardo

Siempre recuerdo fotos espectaculares de niños saltando a las pocetas por ahí por el Parque Maceo. Pre-adolescentes flacos, capturados por la cámara de algún fotógrafo aventurero, justo en el segundo en el que sus cuerpos en movimiento desprenden chispas entre el muro y el agua. Ya no dejan tirarse ahí. Quizás algún muchacho loco o medio borracho se lance al vuelo en lo que cae la tarde y los guardamuros hayan ido a comer algo o a descansar un rato.

Como esa, hay decenas de imágenes que se cuelan en la retina cuando se habla del Malecón. Están los novios con el Morro de fondo, los pescadores, los que venden baratijas a altos pecios, el muro repleto un sábado por la noche, el mar revuelto, el mar en calma. Se sientan los solitarios y los grupos, las familias y los amigos. Caminan los famosos y los fanáticos, las mascotas y los callejeros. En ese espacio coexisten los contrastes más insólitos. Se ven excentricidades y costumbrismos. 

Infinitas fotos, miles de cuentos, cientos de poemas, cincuenta canciones románticas y “Hasta que se seque el Malecón”. Trovadores, poetas, narradores, parlanchines, mimos y juglares de la nueva era han cantado alguna vez al gran muro de las des-ilusiones.

Si al cemento se le hicieran trillos, el Malecón tuviera estampadas millones de líneas. Unas más gruesas y profundas, otras más leves, unas rectas, otras curvilíneas, otras zigzagueantes. Sería un trazado inexplicable, desafiando cualquier geometría. Como espacio físico, como símbolo, como tema, como motivo para estampitas de la ciudad, el Malecón está trillado. Literal.

Tal vez muchos no hayan ido al Zoológico Nacional, ni a La Guarida, ni a Jibacoa, ni a la casa de Rosita Fornés. Pero al Malecón seguro que sí. Se puede ir con cualquier ropa, no hay que llamar primero, nadie te cobra la entrada, no hay porteros, ni se acaba la actividad, está cerca de todos los puntos, aunque vivas en El Cotorro, porque el mar siempre hala. Para los niños es el murito más grande del mundo. Para los abuelos, es el lugar donde respirar aire puro. Allí se hace el mejor after party del universo.

Será por todas esas bondades que está trillado. Será por eso que tiene réplicas en otros contextos, aunque no haya agua, aunque en lugar de barcos en la lejanía, se escuchen los ecos de una obra de Lorca en el Teatro La Caridad. Será por esos trillos que algunos cubanos se inventan malecones en otras partes del mundo. Para muchos ha dejado de ser, solo un espacio físico. Es un sitio en la memoria, en las historias personales, un escenario ideal de nuestras novelas de aprendizaje. Ahí vuelve la gente con las mismas ganas de encontrarse con el mar.

El Malecón es un poco como la berenjena. Su sabor es suave, ligeramente térreo y algo amargo. Pero cada uno le adiciona el ingrediente que lleva en el centro del pecho. Entonces le sabe distinto a cada quién, aunque no se pierde nunca ese dejo amargo en el fondo. Si la gente fuera dejando una estela de color por donde pasa, según su ingrediente, los trillos fueran rojos, verdes, amarillos, azules, morados, carmelitas, negros, grises… Desde arriba, se verían como trígonos y sextiles, como oposiciones y cuadraturas, como quincuncios y semi-sextiles. Tal vez desde la altura, algún experto en planetas pudiera leer la carta astral de la ciudad a través de los trillos que ha dejado la gente en el Malecón.

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